Siempre que iba a la capital tenía allí reservada la habitación. No era muy grande ni ostentosa pero un pequeño balcón sobre la plaza le daba más amplitud de la que realmente tenía. Además estaba aquella mujer. Antes de salir, el encargado quiso enseñarme las mejoras que habían hecho en la terraza, hasta entonces bastante descuidada. Yo tenía que ir a un pueblo de la periferia donde había encargado unas medicinas. Solo podía ir en tren. Nunca me llevaba el coche cuando iba a la ciudad a pasar unos días. Eran las 17.50 de la tarde y el anciano que me atendió me dijo con cierta impertinencia, pues no sabía nada de mí, únicamente que era forastero, que o cogía el tren de las 6 o me quedaba en tierra. Ya no podría comprar la otra medicina por falta de tiempo, además prefería hacerlo en la farmacia de la ciudad donde me podían cuidar el pájaro del posadero que no era precisamente un ornitólogo pero sí le gustaba adornar el luminoso vestíbulo de la pensión con el multicolor canto de un jilguero o de un canario. Regresaría a la ciudad, llegaría a la farmacia donde comprar la medicina que necesitaba y trataría el tema de los pájaros que en realidad era al dueño de la pensión al que le interesaba. Aceleraría las gestiones para volver a la pensión donde esperaba verla. No sabía nada de ella. Ni siquiera su nombre. A pesar de que no era la primera vez que nos cruzábamos. La verdad es que uno de los atractivos de la pensión, aparte de su céntrica situación cerca de la Puerta del Sol pero en una calle menos ruidosa y concurrida, era la discreción del personal en general: huéspedes y anfitriones. Nadie sabía nada de nadie. Y si lo sabía lo ocultaba como si no lo supiera. Bastante morena, en torno a los 40 años. No necesitaba abrir la boca para saludar. Me refiero a lo estrictamente necesario: “Hola”, “Buenos días”, “Hasta luego”. Un movimiento de sus ojos, una leve inclinación de su cabeza, la imperceptible separación de sus labios para dejar entrever los dientes blanquísimos y militarmente ordenados, hacían innecesarias las palabras. Desde la primera vez que la vi ya nunca me pasó desapercibida. Después de dos o tres estancias en que coincidimos en la pensión llegó a ser uno de los estímulos para que volviera a la capital. Siempre iba para oxigenarme, cambiar de aires, recorrer aquellos lugares que guardaban tantos recuerdos para mí, ponerme al día en la oferta cultural y sobre todo pasear sin rumbo por aquellas calles con sus viejas bodegas y algunos versos grabados en el asfalto. A partir de las primeras coincidencias con aquella dama quizá fue ése, aunque me cueste confesarlo, el principal motivo que me hacía encontrar un hueco para desplazarme unos días a la ciudad. Cada vez con más frecuencia. Mis viajes a la ciudad siguieron periódicamente sin un plan preconcebido. Pasaban los meses como pasan los vehículos por la carretera. Cuando se iba acumulando la monotonía crecía la inquietud hasta que se desencadenaba el ansia de escapada. Y la que tenía más a mano era la de la ciudad. Aquel viaje ya no la vi. Ni siquiera pregunté por ella. Era como un secreto. Un secreto de verdad. Porque no habíamos cruzado una sola palabra en todo el tiempo que habíamos coincidido. Era solo la mirada, el gesto, la disposición de las manos, de sus piernas cruzadas en mi presencia. Y así en dos ocasiones más. Cuando fui por tercera vez a la pensión, ya sin verla, después de varios meses, no hizo falta preguntar por ella. En la puerta de la habitación que ella solía ocupar había clavada una nota necrológica. “Después de periódicos y prolongados tratamientos oncológicos la Señora, todos sabéis a quién me refiero,(ni siquiera ponía su nombre), no ha podido superar el cáncer de hígado que la aquejaba desde hacía tiempo. Aquí tuvimos el honor de alojarla”.
San Juan, 15 de agosto de 2018.
José Luis Simón Cámara.