Buzos de tierra.
No es la primera ve que he visto a un buceador de contenedores de basura. A alguno incluso lo reconozco por la calle. Hay uno que se sienta con su bicicleta al lado en un banco de la Rambla junto al colegio Cristo de la Paz, escucha música en un transistor y se echa algo de comer a la boca mientras mira pasar distraídamente a la gente por la acera. Me parece que es rumano porque en alguna ocasión lo he oído hablar con otro, al paso, ambos montados en sendas bicicletas, y su articulación, aunque incomprensible para mí, es clara como el agua, no como la de los ingleses, por ejemplo, llena de sonidos oscuros, apenas homologables a nuestra fonética. Tiene una ruta fija porque siempre lo veo siguiendo, en una u otra dirección, el mismo camino. Lleva una caja de plástico de esas que se usan para transportar naranjas o patatas en el portaequipajes de la bicicleta. Dentro de la caja su herramienta de trabajo. Un hierro de casi un metro de largo acabado en una especie de garfio con el que puede remover y pescar en el fondo del contenedor. Su olfato está o atrofiado o inmunizado de remover tanta inmundicia como se acumula en los contenedores, desde carnes agusanadas a restos de pescado pestilentes mezclados con calcetines agujereados, cacas de perros y bragas o calzoncillos sucios. He visto vomitar a más de uno apoyado en el contenedor.
Los hay también que llevan una moto. De poca cilindrada, por supuesto. El negocio no da para tanto. Funcionan como los de las bicicletas aunque suelen hacer el mismo recorrido en menos tiempo y se les adelantan. Para cuando aquellos llegan ya solo queda lo que estos últimos han desechado. Incluso los he visto en furgonetas, de esas ya desclasificadas, si es que puede haberlas. Supongo que me entendéis. Es decir, con matrículas aún con las letras de la provincia o con abolladuras y los intermitentes rotos. Esos sí, pueden extender las bolsas de basura en el suelo de la furgona, destriparlas y seleccionar sus tesoros.
Es un espectáculo frecuente que ya no me impresiona. Sigue llamándome la atención y siempre me hace reflexionar en esta ruleta de la suerte o de la desgracia que le toca a cada ser humano. Pero lo que vi y observé con asombro y con ojos que se me salían de las órbitas hace unos días fue algo hasta entonces no visto ni imaginado. Y no en un callejón escondido y poco iluminado. A unos pocos metros de una farmacia, aún de día y junto a una calle-carretera bastante concurrida.
Un hombre mayor en silla de ruedas se aproxima a un contenedor de basura, se levanta de la silla apoyándose en unas muletas y se encarama al borde del contenedor, levanta la tapadera y la sujeta con una de las muletas usada como palanca mientras con la otra remueve el fondo del contenedor del que saca un objeto colgado o enganchado en la muleta. Toda la operación la lleva a cabo agarrado con la otra mano al borde del mugriento contenedor. Seguro de que no podría soportar un posible cruce de miradas, agaché la cabeza y me alejé del lugar avergonzado de que en nuestra civilización pudieran seguir ocurriendo cosas como la que acababa de ver con mis propios ojos. Jamás lo hubiera imaginado.
San Juan, 17 de diciembre de 2018.
José Luis Simón Cámara.