Historias del Camino (2019)

Antes del viaje.
Preámbulo a las historias del camino.

El camino aún no ha comenzado y por tanto nada de lo que pueda decir a propósito de él ha tenido lugar. Cuando hablo del camino me refiero a cualquiera, no al que solo lleva a determinado sitio o lugar, santificado o mitificado por la historia, la religión o la cultura, sea Santiago, la Meca o Ítaca. Lo importante, lo significativo es la disposición del ánimo, el desprendimiento del hábito, la modificación de costumbres, el desasimiento de ataduras, físicas o mentales que la proximidad de un viaje, en este caso a pie, tan poco habitual de la época que vivimos, cuando en otras era casi el único posible, desencadena en nuestra vida, inevitablemente rutinaria.

La mayoría de circunstancias que van a rodear ese viaje son previsibles en gran medida: los horarios de levantarse, de caminar, parar a desayunar, descansar, sentarse a la vera del camino bajo un árbol si lo hay en esta paramera entre Burgos y León, conversar con otros caminantes, llegar a los puntos fijados previamente, la búsqueda del refugio o albergue, elegir el lugar para comer, si es que hay posibilidad porque a veces no hay más que uno, lavar la ropa sudada, una buena siesta y por la tarde paseo, visita a esas joyas de la antigüedad, sea mudéjar, románica o gótica, que encontramos a lo largo de nuestra viejísima ruta, volver a conversar con algún nativo o viajeros como nosotros,…todo eso, que no es poco, es lo previsible, pero ya solo eso, ¡qué distinto resulta de las rutinas diarias!, ¡cómo explaya y esponja el ánimo encontrarse en otros lugares, con otros paisajes, con otras gentes!

Hasta tal punto esto es así que sólo la proximidad del viaje tiene el poder de desatar la imaginación que, en ocasiones, se desborda como el cauce seco de un barranco cuando la tormenta descarga sobre él aguas torrenciales.

Como tales hay que leer estas historias del camino que pasan por mi imaginación antes aún de que haya comenzado a preparar los arreos del viaje, calzado, ropas, linterna y navaja para cortar la vara de avellano que me ayudará a saltar riachuelos y ahuyentar los lobos que se interpongan en mi camino o el de mis amigos, sin los cuales nunca lo he hecho ni creo que lo haga porque, solo, podría convertirse en un desplazamiento de mi soledad a otros territorios.

Atapuerca.

El año pasado, 2018, algunas dificultades logísticas, como la rotura del calzado y la premura de tiempo, nos impidieron completar el proyecto inicial del viaje que iba desde Logroño a Burgos. En Villafranca hubimos de interrumpirlo y no pudimos subir a los Montes de Oca ni pernoctar en el aislado monasterio románico de san Juan de Ortega, uno de los principales constructores de puentes y calzadas junto con santo Domingo, para facilitar el viaje de los peregrinos a Santiago. Tampoco pudimos ilustrarnos en Atapuerca, donde se encontraron por azar los yacimientos humanos que parecen albergar a los primeros europeos.

Puestos a imaginar ¡qué más nos da remontarnos al año 1221, fecha del comienzo de la construcción de santa María de Burgos por iniciativa de Fernando III el santo, que 1.000 o 5.000 años antes! O incluso un millón de años, fecha aproximada de los restos del “homo antecessor” en Atapuerca. Aún había bastante vegetación, no solo en los Montes de Oca sino también más abajo en la llanura. En realidad la vegetación era una mancha verde tan espesa que, como muchísimos años más tarde decía el historiador romano, un mono podía viajar sin pisar tierra desde los Pirineos hasta el Peñón de Gibraltar.

Un espectáculo que me fascinó en uno de mis viajes por estas tierras fue el de un ganado de ovejas sobre las que cabalgaban unos pájaros negros picoteándolas. Le pregunté al pastor qué hacían aquellos pájaros y por qué las ovejas parecían tranquilas a pesar de tener sobre sus lomos varios ejemplares. La explicación era sencilla. Los mirlos las desparasitaban. Ellos se alimentaban y libraban a las ovejas de sus desagradables inquilinos.

Mientras observaba a la banda de mirlos sobre el ganado vi bajar de los árboles una pareja de humanos desnuda. Rasgos bastante simiescos, la hembra con una cría agarrada a sus tetas bien dotadas y con los pies apoyados en sus nalgas prominentes, descendía por una frágil escalera formada por dos lianas y unos travesaños. El macho, era como un anticipo de hombre, lo hacía por una cuerda con la agilidad de un mono. Me miró huraño y emitió un gruñido como de aviso a la hembra que paralizó su descenso por si era una señal de peligro, supuse.

Pensé que lo mejor era no acercarme y seguí observando al ganado y los mirlos. El pastor había desaparecido, quizá detrás de un robusto tronco de los abundantes árboles. En cuanto a la pareja vi que se dirigieron no lejos hacia otras lianas que colgaban de los árboles próximos y levantaban la cabeza haciendo gestos hacia arriba. La cría, sin soltar la teta de sus manos, dirigía su mirada en mi dirección. En ningún momento escuché sonidos articulados, sólo gruñidos y unas especie de silbido. ¿Para qué preguntarles, pensé por un momento, por la catedral de Burgos o por el Cid Campeador? Si hubieran conseguido entenderme supongo que les hubiera provocado una carcajada, si es que ya eran capaces de reírse, conquista bastante tardía de los homínidos. No sé cómo se me pudo ocurrir semejante idea. Posiblemente aún no se habían formado las piedras y materiales que servirían para su construcción muchos siglos después. Ni aquel caballero, expulsado de su reino por Alfonso VI, sospechoso de instigar el asesinato de su hermano mayor Sancho, se había convertido en un mercenario al servicio del mejor postor, fuera moro o cristiano y faltaban miles de años para que exigiera venganza de los Infantes de Carrión. Por cierto, si las inclemencias del tiempo no lo impiden, en pocos días llegaremos a Carrión de los Condes, de donde procedían los cobardes y envidiosos, según cuenta el poema, yernos de Rodrigo Díaz de Vivar.

Aquella pareja peluda, huidiza, encorvada, parecía más bien parte de una manada, cruce de monos y gorilas, que homínidos antecesores del “homo sapiens” del que descendemos. Sus manos y brazos casi rozaban el suelo al caminar, quizá por su longitud y por el encorvamiento de su espalda. Sus formas groseras no despertaban ninguna sensación erótica a pesar de la desnudez. Los sentía más bien como animales. No parecían tener aún nada de racionales. Esa era, al menos, mi percepción. Nos fuimos alejando de aquel paraje y los mirlos seguían picoteando sobre las ovejas que se desplazaban pacientemente mordisqueando la abundante hierba.

Burgos.

Parece que no tenían otra cosa que hacer en aquellas épocas, o como si dios fuera uno más con el que todos los días se encontraban o como si fuera él el que se hacía unas casas realmente suntuosas para recibir a sus amigos y allí, machacarles el cerebro y sacarles la pasta que había invertido en la costosísima construcción de sus templos. Aunque no sé por qué, porque si tiene tantísimo poder… Encima tiene su gracia que aquellas pobres gentes que vivían en cuevas o en casas de barro y cañas se dejaran los ojos colaborando, de una u otra manera, en las larguísimas empresas de los templos que duraban años y años; porque, claro, se dice que si el rey Juan I o Sancho el fuerte o Alfonso el Bueno, mandaron construir y entregaron su fortuna para elevar templos en acción de gracias por las victorias sobre sus enemigos. Pero ¿de dónde sacaban ellos las riquezas destinadas a los templos? ¿Quiénes eran los artífices de sus victorias? Con contadas excepciones ellos recibían noticias de las batallas en sus palacios como más tarde Felipe II cuando recibió mientras oraba las nuevas del desastre de la Invencible.

Ahora es muy fácil que vaya Calatrava a Venecia a construir puentes inestables o que Norman Foster se desplace a Sidney, ¡pero entonces! Que vinieran desde otros países en aquella época lejanos a dejarse aquí media vida dirigiendo, si no colocando ellos mismos las piedras y encarándolas por el perfil más seguro o hermoso…

Porque Santa Águeda (la santa Gadea del Cid, “do juran los fijosdalgo…”.), santa María (la catedral), el Arco de santa María, Las Huelgas, La Cartuja,… en una ciudad que tendría en el siglo XIII poco más de 10.000 habitantes….

Primer día.

Entre la catedral de Santa María y santa Águeda, protegido por esas sólidas construcciones medievales levantadas en honor del inmisericorde dios de los cristianos parece que aún se estimula más la sensualidad por las rígidas e hipócritas normas eclesiásticas sobre el pecado carnal. Parece que se exacerba más aún el deseo en esos ambientes tan restrictivos. Siempre me acordaré en estas ocasiones de la semana santa en una pequeña ciudad episcopal rebosante de cenobios, monasterios y seminarios de distintas órdenes religiosas, Orihuela, allá por el sureste de la península, cuando justamente en las procesiones de recuerdo y enaltecimiento de la pasión de Cristo, celebrada en primavera, cuando estalla el azahar de naranjos y limoneros, cuando todo tipo de flores perfuman el ambiente, ahí justamente embriagado por esos perfumes y con la sensibilidad y el deseo a flor de piel, tuve la suerte de encontrarme con una morena de Tarrasa, bastante ajena al mundo que pasaba delante de nuestros ojos y más atenta a lo que pudieran tocar y sentir sus manos. Ni siquiera sabía su nombre, pero no como resultado del descuido o de mi natural despiste para los nombres. En este caso era todo resultado de una decisión muy pensada. No queríamos que quedara constancia de nuestro encuentro y para eso, para no dar ninguna muestra, ningún indicio, ni siquiera un nombre falso, como hizo el astuto Ulises al decir a los cíclopes que se llamaba Nadie.

No era la primera sorpresa que me deparaba precisamente un ambiente de dolor y arrepentimiento tan contrario al desbocamiento de pasiones. Porque se escuchan tantas tonterías sobre la edad antigua, la edad media, la edad de hierro, vamos, como si los instintos, impulsos y pasiones del ser humano hubieran cambiado a lo largo de la historia. Sí, sí, mucho rollo de infraestructura y de superestructura, muchos legajos de leyes y normas decretadas desde el poder político o religioso, pero el deseo, la avaricia, la lujuria, la envidia, siempre han estado y siguen estando ahí, a nuestro alrededor, dentro de nosotros mismos.

Pero me salgo del tema.

No era la primera vez en el largo camino que, sin pretenderlo, quizá por el cansancio, por otros recuerdos, me surgía alguna aventura. Quizá exagero con lo de aventuras fortuitas. La verdad es que, aunque no me lo confesara a mí mismo, y con la apariencia de casual, no buscaba más que la forma de propiciar algún encuentro. Ésa es la verdad. Lo demás es literatura y ganas de ocultar la realidad que ni yo mismo quería confesarme. Aunque en esta ocasión era verdad. No me engañaba a mí mismo. Es cierto que nunca me había pasado. El hecho es que en aquel enclave en el poco trecho de hay entre Santa María y Santa Águeda, tuvo lugar el encuentro. Y esta vez fui yo el sorprendido, fui yo el solicitado, fui yo el incrédulo. Alguien, que luego supe me venía siguiendo y observando, me cogió de la mano y, sin mediar palabra, como solo me ha ocurrido otra vez en las afueras de París hace ya muchos años, me condujo delicadamente hacia la derecha de la escalinata, he de decir que no opuse ninguna resistencia, y me dirigió hacia unos soportales en penumbra. Hasta entonces sólo la suavidad de su mano y sus gráciles andares me hicieron suponer que se trataba de una dama. Fue entonces, bajo los soportales, cuando retiró el embozo de la cara y sus facciones me dejaron deslumbrado.. ¡Cómo era posible tanta fortuna!, ¡Tanto tiempo buscando la belleza y era ella la que había dado conmigo! Soltó su mano de la mía pero ya no hacía falta otro vínculo que sus ojos. Su rostro, sus ojos, su mirada, eran una atadura mucho más fuerte que sus manos. No sabría decir el camino que seguimos. Mis ojos ya solo veían los suyos. Me daba igual la calle o la escalera o los charcos, abundantes por un chaparrón reciente en aquella zona. De su bolsa sacó una vieja llave y la puerta se abrió sin chirrido a pesar de su tamaño y el de la cerradura. El zaguán de la casa desembocaba en un patio con un pozo central y cuatro grandes macetones en las esquinas. Un pequeño claustro rodeaba el patio y allí, en un banco, mirando la luna grande entre las columnas, se llevó el dedo a los labios indicando silencio. Ni nombres ni procedencia, ni títulos ni apellidos. Tú y yo. Solos en la noche. Mañana nos olvidamos Tú sigues tu camino. Yo el mío. Esas son las condiciones. Nada que objetar por mi parte. Era tal mi sorpresa, era tal mi aturdimiento que aunque hubiera querido no podía articular palabra. Subimos a una dependencia y, rodeados de sutiles cortinas empezó un lento juego de caricias al ritmo de la caída de las suaves telas desgarradas por mi impaciencia y mi impericia, siempre me ocurre en estos casos aunque no sea la primera ni ¡quién sabe!, la última vez. La luna seguía de testigo desde el banco del claustro hasta los abiertos aposentos donde la noche, envidiosa, nos envolvió y aceleró sus relojes, incapaz de presenciar tanta felicidad.

Segundo día.

Los primeros rayos de sol me daban en la espalda mientras caminaba nuevamente hacia el oeste y por más que me decía a mí mismo, recordando la mansión, las facciones de su cara, que acababa de pasarme todo aquello, me quedaba la débil duda de que no hubiera sido más que un sueño, porque tengo entendido que esas cosas no pasan en la realidad y desde luego a mí nunca me habían pasado, bueno, hasta ahora, hasta anoche mismo, si es que, como creo, no ha sido, como dicen los amigos a los que se lo cuento, un sueño, resultado del deseo insatisfecho de un otrora joven soñador.

Devanándome entre las razones de que había pasado una noche maravillosa y las de que sólo había sido un sueño, también maravilloso, fui bebiéndome el camino sin darme cuenta del paisaje, de lo árido del sendero, de las conversaciones de mis compañeros. Ellos, extrañados, se preguntaban qué podía haberme pasado porque mi silencio era total cuando habitualmente les voy contando historias o preguntándoles el nombre de los pocos árboles, si distinguen a los pájaros por su canto…

Los 20 kilómetros hasta Hornillos del Camino se me pasaron volando, sin síntomas de cansancio a pesar de que ese recorrido y el duro sol de Castilla es mucho para el primer día, con los músculos aún entumecidos por el largo viaje en coche. Llegados allí y visitado (58 vecinos), antiguo Forniellos, lugar de pequeños hornos donde se cocían las tejas con que se construyeron hasta tres hospitales, hoy desaparecidos, destinados a peregrinos, leprosos y romeros. De aquellos antiguos restos castellanos hoy tenemos el albergue “Hornillos Meeting point”. La fiesta del gallo a finales de julio cuenta cómo los franceses en la guerra de independencia llegaron al pueblo y robaron todas las gallinas. Vista la iglesia de san Román y saludados el alcalde y casi la totalidad de sus 58 vecinos, con poco más que hacer que dejar pasar el tiempo por la calle Real, decidí volver sobre mis pasos y regresar a Burgos donde había vivido, o eso creía, una experiencia inolvidable. Afortunadamente a media tarde pasaba en aquella dirección un destartalado autobús, en el que también subió un anciano con una cesta donde llevaba una gallina, seguramente de las pocas que dejaron los franceses. Aunque el viaje en autobús apenas duró unos 15 minutos, (nos había costado 5 horas a pie), hubo tiempo para que me contara que iba a la ciudad donde vivía su hija a pasar unos días y se llevaba la gallina para hacer un buen caldo, su hija acababa de parir, y algún guiso porque a él no le gustaban esas comidas modernas que hace ahora la gente joven. Mi natural cortesía disimulaba bastante dignamente mi foco de atención que se centraba en lo que esperaba encontrar a mi llegada a la ciudad. Ni siquiera me preocupé, bastante lo lamentaría más tarde, de preguntar por la hora de regreso del autobús a Horniellos. Tal era mi obsesión por rehacer la ruta que me deparó aquel encuentro. No me resultó difícil llegar hasta la catedral por una sencilla indicación desde la parada del autobús y enseguida la tenía a la vista. Sus 88 metros de altura la hacen visible casi desde cualquier parte de la ciudad. Cuando llegué a la plaza, un manojo de nervios, hice un esfuerzo por tranquilizarme. No se podía soportar aquel estado de agitación. Me impuse un ritmo más sereno. Disfruta el momento, pensé. Observé minuciosamente las esbeltas torres, su innumerable crestería, como dejando pasar el tiempo para ver si se reproducía el milagro mientras disfrutaba de aquel otro milagro arquitectónico. Bastaba que un paseante me rozara al pasar a mi lado para que se dispararan los latidos de mi corazón. Anduve paseando por la plaza y me encaminé hacia las escalinatas que suben hasta santa Águeda. Era el mismo camino que había seguido el día anterior pero todo me parecía distinto. Y era evidente que la catedral no era otra que la del día anterior, y la escalinata, y santa Águeda y los soportales. Todo era igual pero nada era lo mismo. A medida que rehacía aquel camino se iba desvaneciendo la expectativa de volver a repetir la experiencia o, al menos, de llegar a la certeza de que aquello no había sido un sueño, de que aquello me había pasado de verdad. Iba apagándose la claridad diurna y comenzaba a oscurecer, ya perdida toda esperanza de encontrarme con aquella dama, cuando desde un ángulo más oscuro de los soportales escuché una voz que me dejó paralizado.

— Sabía que volverías. Y esas no eran las condiciones.

— Puedes reprocharme lo que quieras pero no podía evitar volver. Y no por reproducir los maravillosos momentos que pasamos juntos sino por comprobar que todo ocurrió y no había sido una invención o un sueño.

— Puedes estar seguro de que todo lo que crees ocurrió realmente. No te quepa la menor duda.

Se acercó hasta donde pudiera verla a la luz de la luna.

— Mira como muestra esta azulada marca de la succión de tus labios en mi pecho y luego en tu albergue comprueba las huellas de mis uñas en tu espalda.

Y, mientras se ocultaba nuevamente en la zona más oscura..

— Todo eso no ocurre en un sueño. Todo lo que pasó anoche es irrepetible. Mi experiencia me ha enseñado que hay situaciones en la vida que jamás pueden volver a repetirse y el intento de reproducirlas aboca al fracaso y la frustración. Regresa a tu camino y sintámonos felices de haber vivido una experiencia maravillosa.. Quizá no volvamos a vernos.

Ya era noche oscura. Yo, sumido en éxtasis, no sabía si volvía a estar soñando o todo esto me estaba ocurriendo de verdad. Mientras me tentaba el cuerpo y la cara para cerciorarme de la realidad del encuentro y cuando quise acercarme al punto desde donde salía la voz, vi una sombra esfumarse. Sólo pude seguirla unos metros por la estela del perfume que impregnaba los aposentos donde había pasado la noche con ella. Ya no volví a verla más.

(¿continuará?)

San Juan, 25 de agosto de 2019.
José Luis Simón Cámara.