Hasta que no dormí una noche bajo un puente en París no supe lo que era dormir una noche bajo un puente en París. El agua del río fluía toda la noche en una dirección y el viento, a ratos, en la contraria. Había una gran diferencia entre ambos: mientras el río mantenía siempre la misma, el viento podía cambiarla. Al principio de la noche todo eran corros cobijándonos agrupados por lenguas o procedencias de patrias diluidas en Continentes: había europeos, africanos, asiáticos y americanos. Unos cantaban canciones de Bob Dylan, otros tocaban bongos y algunos rasgaban guitarras españolas. Arriba, en la ciudad, se escuchaban los últimos cláxones de la noche, por las balaustradas de los puentes y de los muros del río podía vislumbrarse alguna pareja de amantes acariciándose la cabellera bajo las farolas. Un poco más allá, unos apuraban de “deci en deci” las últimas frascas de vino de cualquier parte, ¡hay tantas viñas en Francia! en los bistro de las callejuelas, otros tomaban ostras en Procope y, todavía en aquella época, antes de que Bofill intentara inútilmente emular la grandiosidad de Les Halles, actores y actrices que habían acabado su última función de la noche se mezclaban por los alrededores con putas y curiosos en las mesas de los bares buscando calor a esas horas de la madrugada en una sopa de cebolla. Cuando empezaron a apagarse las luces y la brisa del anochecer comenzó a convertirse en viento frío, los corros se disolvieron bajo el puente y cada uno o por parejas se arrebujaba junto a las paredes del cauce o abría sus paraguas como parapeto del viento. De vez en cuando, no costó mucho identificarlas, se escuchaba perderse en el agua la meada, a veces ininterrumpida, otras intermitente, de algún paseante que, acuciado por la necesidad, se veía obligado a aliviarse. Hay que decir que en aquella época había que introducir algunas monedas en los aseos de los bares. Al principio de la noche los pies estaban orientados hacia Nôtre Dame y por la madrugada aparecieron dirigidos hacia Las Tullerías. El paraguas tras el que nos acurrucábamos del viento el Papito y yo, a punto estuvo de sernos arrancado por un brusco cambio de dirección. El mismo que, somnolientos, nos hizo cambiar de posición sin percatarnos de la mudanza hasta el amanecer, cuando las primeras luces y las sordas sirenas de las lentas barcazas que circulan río arriba o río abajo nos despertaron bajo las bóvedas laicas que comunican la isla de Francia con el barrio latino desde cuya superficie bajamos a los arrabales del centro, al infierno de los vagabundos, tan cercano al Parnaso de los poetas. Y tan lejano.
A esas horas los sacerdotes de Hara Krishna, con sus túnicas de azafrán y pelados al cero cantaban sus salmodias por las orillas del río mientras exhibían su austeridad mostrando pómulos marcados y huesos apenas disimulados por la piel.
Todo esto ocurría en estos lugares antes de pasar a las librerías las historias o versos de los poetas que lo contaban.
Aún no sabía entonces Nôtre Dame, a pesar de ser el templo del que todo lo sabe, que unos años después iba a ser pasto de las llamas y apenas quedaría en pie algo de su vientre y sus pechos rectangulares.
Esa fue mi primera noche en París, durmiendo con un indio bajo el Pont Saint-Michel. Nuestra guía, la musa de ambos, se había alojado en un hotel.
San Juan, 21 de enero de 2020
José Luis Simón Cámara.