Ya sé que hoy tengo ante mí todas las posibilidades que me ofrece un nuevo día.
Y vaya si las aprovecho. Me levanto y experimento que sigo vivo y sin las manifestaciones más palpables del nuevo mal que nos invade. No tengo fiebre, no toso, no me duele la garganta. Y, además, cosas que se van aprendiendo según pasan los días, huelo los calcetines que dejé a los pies de la cama, el familiar olor del café, ¡ay, en la cocina! y no en el bar, donde me tienen cogida la medida, y hasta lo saboreo. Hasta ahora todo bien. No hay motivo de preocupación. Incluso me puedo sentir satisfecho. Continúo con las rutinas. Funciones fisiológicas. Me miro ante el espejo. Algo desgreñado porque tampoco voy a llamar a la peluquería para que vengan a mi casa. De todos modos hubo una época en que mis amigos, aún lo hacen algunos, me llamaban “El Rizos” porque algo rizada, se me pone la cabellera como si fuera una escarola. Eso sí, el afeitado diario no lo perdono. Y tampoco tendría por qué. Una de las razones de mi afeitado diario aparte de la estética, ha sido siempre mi afición a besar la cara, de mis nietos por supuesto, y de mis muchas amigas y conocidas. De ahí también la costumbre, los de mi casa dicen vicio, de echarme colonia después del afeitado. De hecho mis nietos han llevado esa costumbre hasta echársela no solo en la cara sino a difuminarla por ropa y piernas en un ejercicio casi acrobático. Aunque quien más se ha visto afectada por esta restricción oscular[1] ha sido mi mujer. Ya que uno de los puntos calientes, en muchos sentidos, de la propagación del mal son los labios. Sí, ya lo sé, he hecho hasta ahora bastantes cosas, pero ¡diablos!, sólo son las 8.30 de la mañana. Me voy a la cocina. Tostadas con aceite, jamón york, mantequilla, mermelada de tomate y un gran vaso de té. Ya estoy vestido. Se me olvidaba decirlo. Me gusta vestirme antes del desayuno porque así, con el último bocado cojo las llaves de la casa, las dejo en un hueco del algarrobo para no llevar peso inútil en los bolsillos y salgo a la calle, unas veces a pie, otras en coche. Esto es un automatismo tan interiorizado que, cuando me dirijo a las llaves, antes de cogerlas me paro y me digo. Pero ¿adónde vas, tío? ¿Se te ha olvidado que no puedes salir a tomar el café de cada día? Total, que aquí estoy, con casi todos los quehaceres de la mañana hechos y solo son las 9. A mis compañeros de existencia diaria, mujer, hija y nietos, (los demás están en Bruselas) ya los llevo oyendo un rato, empezando por los últimos. Me subo al salón, donde únicamente consigo aislarme dentro del confinamiento. Y leo, escribo, observo el paisaje, estos días agitado por el viento y por la lluvia. Y así van pasando los días. Pero hoy precisamente no tengo ganas de leer ni de escribir y me da igual el paisaje. Tampoco es una obligación la escritura ni la lectura ni la observación del paisaje. Sí, ya sé, no hace falta que nadie me lo recuerde, sé que la lectura instruye, informa, te desplaza a otros lugares, pero hoy no tengo ganas de instruirme ni de informarme ni de viajar a ningún lugar. Tampoco tengo ganas de recordar mi pasado y el de mi familia y amigos escribiendo sus historias. ¡Vale! Que se me olvide. Y del paisaje estoy hasta los mismísimos… Y bueno, luego quizá corra por el patio con mis nietos y aprendamos alguna poesía, subiremos a la cabaña a ver si la tortolita del nido ha salido ya del huevo. Pero todo eso será más tarde. Ahora estoy aquí sin ganas de hacer nada de todo eso. Y solo son las 9. ¡Cielo santo! ¡Qué día tan hermoso!.
San Juan, 23 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.
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[1] Me veo obligado, dada la falta de cultura clásica impuesta por las autoridades escolares, a explicar que ósculo viene del latín “osculum” y significa “beso”.