Hoy el viento ha amainado. Una ligera brisa con esporádicas rachas apenas despierta a las plantas de su sueño nocturno. Las tórtolas, ajenas al viento, a la lluvia o al sol, saltan de cable en cable, donde a veces, forman una hilera difícil de contar. Las paredes rezuman la persistente lluvia de estos días, incapaces el viento y el sol de borrar sus huellas. Urracas, tórtolas, mirlos y gorriones, liberados de los humanos, se reparten el terreno. Las nubes, poco a poco, van ganando espacios al sol de la mañana que apenas deja ver sus rayos. Pocos vehículos por las calles. Aun así, el conjunto de todos estos elementos forma un sordo e impreciso ruido de fondo, permanente, sin estridencias. Se diría que es el ronco sonido del mar si no estuviéramos algo lejos de él, aunque cuando ruge podemos escucharlo. Si fuera un pintor quizá podría reflejar los variados cambios de luz que se van produciendo en todo lo que me rodea a lo largo del día. Podría pintar, por ejemplo, el fuerte contraste entre el intenso rojo volátil de la buganvilia y el penetrante blanco del intenso azahar. Podría mostrar las nacientes hojas rasposas de la higuera con todos sus nervios a flor de piel junto a las finas, alargadas y relucientes del almendro. Y las resplandecientes hojas de morera que salen vergonzosamente de sus porosas ramas sabiendo que pronto alimentarán a los gusanos de la seda. Y aquella palmera, del mundo de las jirafas, con el cuello pelado como un ganso desplumado. El laurel con sus brillantes y puntiagudas hojas olorosas dirigidas al cielo. Me recuerda el estofado de mi madre. Destaca entre tanta variedad de verde el granate del cerezo, sonrojado de sentirse diferente. Ahora, justo en este momento, como si no existiera el viento. Todo estático, en silencio, cuadro donde nada se mueve aunque cree sensación de movimiento. En las antenas de televisión algunas tórtolas posadas como si también quisieran enterarse de las noticias que se transmiten por el aire. Algo les debe quedar en los genes de aquellas viejas palomas mensajeras de las primeras guerras del siglo pasado. Mi padre me contaba, conservo viejas fotos que lo atestiguan, que en su época de servicio militar allá por los años 30, él había nacido en el 11, transportaba en carros y trenes a miles de palomas que iba soltando de trecho en trecho para que se fueran entrenando. De un contingente de 40.000 llegaban en un solo día desde Extremadura a Amberes más de 13.000 palomas. Ésas eran las buenas. Pasan las horas y todo sigue igual. Las plantas se mueven, si acaso, sin cambiar de sitio. Son, creo, las únicas que de verdad echan raíces. Solo algunas hojas y semillas viajan en el autobús del viento. Y luego el sol. Ése sí ha cambiado de posición. Ha ido describiendo una gran parábola que lo hizo aparecer por donde se mueven las barcazas de los pescadores obligados, por necesidad, a seguir echando las redes, y se le ve irse allá, lejos, tras las nubes, por donde empiezan a elevarse las montañas. Pensaréis que escribo como si viviéramos en la época de Copérnico o antes. Lo cierto es que yo me siento en mi salón y lo veo aparecer con mis propios ojos por un lado, luego se va acercando a mi posición hasta ponerse casi encima, para finalmente, alejarse por allá a lo lejos, por donde se marchan los pájaros al atardecer. La verdad es que estos días, sin lugar a dudas históricos, que estamos viviendo, en los que la prisa deja lugar al sosiego, la agitación a la calma, y con la necesaria vuelta a los primarios productos de la tierra, recuerdan bastante a aquellos en que se creía que el sol daba vueltas alrededor de la tierra, aquella sociedad geocéntrica y teocéntrica, aunque de esto último hablaremos otro día.
San Juan, 26 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.