No me resultó fácil averiguar la identidad de tres de los ocupantes de la camioneta. El cuarto, como suponía, tras leer en la prensa de la provincia que había cuatro cadáveres, era aquel sentado solo en una mesa del bar. Después de tantos años sólo recordaba de él, además de la cara que nunca se me ha olvidado, que era de Mula y pertenecía a la “secreta”. Mi amigo Paco lo conocía porque había vivido allí algunos años de su infancia. Todo lo demás era historia pasada pero quizá convendría recordar, para conocer la calaña del personaje, que en aquellos años de estudiantes dedicábamos gran parte del tiempo a perderlo con los amigos en la calle y los bares, sobre todo en algunas tascas de mala muerte, que estaban más al alcance de nuestros bolsillos. Nos gustaban los más cutres, aquellos donde encontrábamos a personajes pintorescos, gente que se pasaba las mañanas cantando con unos vasos de vino en la barra. Por allí pasaban los ciegos voceando los números de la suerte. En la puerta de la calle se sentaba el limpiabotas. Pasaba en bicicleta con una caja en el portaequipajes el distribuidor de salazones. Asomaban por allí, a veces ya beodas, algunas chicas de vida alegre. Nosotros mismos, me refiero a mí y mis amigos, aunque estudiantes con posibilidades comparados con aquel personal, gustábamos de la estética existencialista o hippy, el “no va más” por aquellos años. Atuendos descuidados, largas cabelleras, botas camperas y pañuelos indios de seda, comprados en los mercados de París, al cuello, como en el Oeste. No mucho tiempo después, acabada ya la carrera y trabajando en Andalucía, un zapatero de Villanueva de Córdoba, en plena Sierra Morena, me tomó medida para hacerme un par de botas con piel de vaca secada y curtida por aquellos andurriales. Participábamos en actividades relacionadas con la universidad, como el teatro. Una de las obras que representamos fue “La cantante calva” de Ionesco, prototipo de teatro del absurdo, muy de moda en aquella época y en línea con nuestra visión del mundo. Íbamos a recitales de poesía, nos perdíamos por callejones sin luz tratando de arrancar algún beso subrepticio, algún roce excitante, timoratos hasta el punto de considerar mucho atrevimiento cogerse de la mano. También había algunos, los menos, que además compartían su tiempo con actividades políticas encubiertas bajo la pantalla cultural, ya fueran recitales o conciertos. Hubo entonces algunos jóvenes curas, comprometidos con las reivindicaciones de los trabajadores. La HOAC fue un movimiento de lucha obrera cobijado bajo las alas de la Iglesia, de algunos miembros de la Iglesia, porque la oficial estaba al servicio del Régimen desde su nacimiento. Yo tenía un grupo bastante heterogéneo y amplio de amigos y amigas, entonces un bien escaso estas últimas. Nuestras relaciones estaban sujetas a los vaivenes de los estudios y de nuestras respectivas residencias. Había quienes vivían en Murcia o porque eran de allí o porque estaban alquilados en la habitación de una casa de familia, como yo durante varios meses en casa de la señora Eugenia, cerca de la plaza de Santa Eulalia, o en una casa alquilada por varios estudiantes. Pero la mayoría de los estudiantes iba a la Universidad desde su pueblo y después de las clases regresaba. De toda la zona, Molina de Segura, Alcantarilla, Espinardo, Orihuela y muchos pueblos de la Vega Baja. Los alumnos de Alicante y Albacete, donde no había Universidad, residían en Murcia, o bien en pisos o en Residencias, que por entonces eran sólo de chicos o de chicas, nunca mixtas. Con frecuencia íbamos a esperarlas a las puertas de las Residencias o sus proximidades. Uno de los puntos de espera más codiciados era “La Cosechera”, frente a la residencia de Carmelitas. El local estaba lleno de mesas de mármol blanco con gente estruendosa jugando al dominó. En la alta barra también de mármol negro donde con una tiza iba anotando el camarero las consumiciones, saboreábamos los berberechos más ricos que recuerdo, con pimienta y limón. Algunas cerraban sus puertas a las 10 de la noche. Otras ni dejaban salir a sus pupilas. Aunque en casi todas se aprendían los trucos para burlar la vigilancia. Aprovechando algunas ausencias mías de la Universidad, el individuo de Mula que sabía de mis amistades, para mí era totalmente desconocido entonces, se fue aproximando a ellas paulatinamente, con el pretexto de prestarse libros o apuntes, de forma muy discreta, hasta que su contacto se hizo más frecuente. Aquéllas, ingenuas, fueron proporcionándole poco a poco información de mis movimientos, de otras amistades, de mis otras actividades, hasta que él se tejió con los detalles de aquí y de allá, una red de información y contactos que le llevaron a la conclusión de que estaba participando en algunas actividades clandestinas que la policía estaba investigando. Cuando ellas se dieron cuenta, ya era demasiado tarde.
(Continuará)
San Juan, 2 de Abril de 2020.
José Luis Simón Cámara.