Era ya madrugada. Pasear le gustaba a cualquier hora del día o de la noche. Quizá más aún cuando se sentía más dueño de las calles, cuando escuchaba en el silencio el ritmo de sus pasos. Algún borracho apoyado en la pared, alguna puta en las esquinas, el sonido lejano y azulado de una patrulla policial. Sin nadie que le diera el alto. Sin nadie que lo asaltara. Sí, había escuchado muchas historias truculentas del mundo de la noche, del mundo de la madrugada. Una riña en la puerta de una discoteca, un navajazo en la de un puticlub. Aún recordaba ese callejón estrecho entre la Rambla y la plaza de San Cristóbal, camino del Barrio de Santa Cruz, donde degollaron a un joven en el mismo sitio por el que él había pasado horas antes. También es cuestión de suerte. Envuelto en estos pensamientos se lo encontró echado sobre el capó de un coche, todo el cuerpo encima, la cabeza apoyada en la luna y los pies rozando el suelo. Inanimado. Lo llamó varias veces y no reaccionaba. Se acercó hasta tocarlo y agitarlo. Tampoco. Presionó con el índice y el pulgar en la carótida y sintió el latido de las pulsaciones. Miró alrededor. Nadie. No se lo pensó dos veces. Se quitó la gabardina, la arrugó y, poniéndola contra el cristal de la puerta del conductor, dio un fuerte codazo y lo rompió. Hacía muchos años que no asaltaba coches pero aún se acordaba de hacer un contacto con los cables bajo el volante. Puso el motor en marcha, cogió a aquel desconocido por debajo de las rodillas y el cuello y lo colocó delicadamente acostado en el asiento trasero. Sin ruidos ni claxon se dirigió al Hospital General y paró el coche en la zona de urgencias. Entró al vestíbulo y avisó a los enfermeros de que llevaba un herido inconsciente en los asientos de atrás. Lo colocaron en una camilla y lo metieron por los largos pasillos. Cuando salieron a preguntarle quién era y qué había pasado, ya no estaban allí ni el coche ni el conductor. No lejos del Hospital encontró un hueco en una calle poco transitada, sobre todo a esas horas, y aparcó el coche. Dos días después llamó la policía a su puerta. Habían encontrado sus huellas en muchos puntos de un coche robado con la ventanilla rota y restos de sangre en el asiento trasero. La sangre correspondía a un varón muerto en el Hospital dos días antes. Lo había conducido hasta allí un desconocido que desapareció. En las ropas y el cuello del cadáver se multiplicaban también las huellas del sospechoso. En la rueda de reconocimiento los enfermeros no tuvieron ninguna duda. Era el mismo que lo había llevado al Hospital dos noches antes. Tampoco le ayudaba su pasado rozando la frontera del delito. Nadie se creía su versión de los hechos. No tenía ningún testigo. Un largo año de comisaría, juzgados y cárcel sin esperanza hasta que descubrieron al homicida, un yonqui al que en una redada le encontraron la cartera con la documentación sustraída a su víctima. Reconstruyeron los hechos y aparecieron sus huellas en el punzón que le perforó el hígado. Estaba escondido encima de los armarios de la cocina, con la sangre seca.
No podía creerse aún la peripecia cuando salió de aquel laberinto de malentendidos. Caro precio para un paseo nocturno.
San Juan, 15 de abril de 2020.
José Luis Simón Cámara.
Josele, Excelente! eres un maestro.