Ya parece que se va acercando el principio del final de esta larga reclusión forzada por las circunstancias. Algunos la han considerado un abuso de poder. La mayoría la ha aceptado disciplinadamente. Quién sabe de qué parte estaba la razón. Quizá no se sepa nunca. Hay tantas cosas que no sabremos nunca. Imagina por un momento que mañana mismo podamos salir ya libremente a la calle. Sin restricciones. Aunque con guantes y mascarilla, si encontramos y de nuestra medida, porque yo llevo poniéndome una de esas de 6 horas durante más de mes y medio y los guantes son para manos más pequeñas y casi tengo que ponerme un guante en cada dedo. Todos salimos a la calle con falda o pantalones o bragas o camiseta y ¿quién se siente obligado? Todas las piezas del vestuario humano han necesitado un tiempo de adaptación. Acordaos si no del bikini. Cuántos sermones condenatorios desde los púlpitos. Cuántas miradas recriminatorias de los intransigentes, eso sí, sin dejar de mirar. Y ahora ya con las tetas al aire. Y nadie o casi nadie se sorprende. Un punto más en el largo ritual incorporado. Ya estamos en la calle. Supongámoslo por un momento. Hasta ahora, al llegar al bar, por la mañana, a tomarte el café, después de estrechar la mano a algún amigo, ahora ya en desuso, solías sentarte en un taburete junto a la barra, depositar sobre ella el móvil y las gafas, para que no te incomoden en el bolsillo, y, si estaba libre, hojear el periódico. Todo eso forma parte del pasado. Hay que evitar el contacto con las superficies del mobiliario urbano. ¿Cómo vas a colocar las gafas que te llevas a los ojos en la barra donde se apoyan todos los clientes? ¿Cómo vas a dejar ahí el móvil que manipulas permanentemente y después te llevas los dedos a la boca, a la nariz, a los ojos? ¿Y el periódico ojeado hoja a hoja después de haber visto una y otra vez cómo el monje Berengario se envenena pasando las hojas del segundo libro de la Poética de Aristóteles sobre la risa en “El nombre de la rosa”? Supongamos que el camarero es minucioso y esteriliza tazas y vasos y platos, porque si te queda la menor duda, ¿cómo vas a poner en tus labios esa copa rozada por tantos otros antes, o meter en tu boca esa cuchara? Pero si el camarero no lleva guantes o mascarilla, ¡adiós muy buenas! Sería quizá tu última visita. Aunque no sé yo si la elección del bar será posible. Muchos no van a volver a abrir sus puertas. No han soportado la presión económica. Alquileres, proveedores, suministro. Eso los dueños. ¿Y los camareros? La mayoría despedidos al comienzo de la crisis. Pobres camareros. Antes lamentaban, como todos, su trabajo monótono, repetitivo, el de siempre. Servir copas o platos o cafés, eso sí, poniendo buena cara. Porque uno puede entrar al bar como se encuentra, triste, alegre, eufórico, jodido, pero el camarero sólo puede estar amable y mejor, si cabe, sonriente, aunque acaben de extraerle una muela o se haya pillado el dedo gordo del pie instalando el barril de cerveza. Ahora seguro que añoran, como todos, aquella monotonía.
La reincorporación a la vida de siempre puede depararnos sorpresas. También tiene su aliciente. Es como salir a un mundo nuevo, al menos a un mundo distinto. Volveremos a encontrarnos con gente que había desaparecido de nuestro horizonte, aunque no habláramos con ellos, aunque no los conociéramos, pero que eran parte del paisaje, como los árboles, como las casas, como las calles. ¿Habrán cambiado mucho de aspecto? Pero habrá quizás otros que ya nunca más volvamos a encontrarnos.
San Juan, 21 de abril de 2020.
José Luis Simón Cámara.