“Otras veces oigo pasar el viento
y creo que solo para oír pasar el viento vale la pena haber nacido”
A lo largo de estos días he ido reflejando por escrito distintos estados de ánimo. A veces contradictorios. Cualquiera que haya sido el pasado, cualquiera que pueda ser el futuro, hoy, con este encabezamiento de Alberto Caeiro, uno de los heterónimos de Fernando Pessoa, quiero mirar el presente, no voy a decir con esperanza, palabra recurrente en tiempos desgraciados, ni tampoco con escepticismo, una forma de evasión de esta realidad, sino con serenidad. Estoy ahora aquí sentado, escuchando la música que quiero escuchar, de las muchas posibilidades que tengo. Antes de mecanografiarlo u ordenagrafiarlo, siempre escribo con un bolígrafo azul, color más relajante que el rojo o el negro, aunque también podría hacerlo sin ningún problema con éstos u otros colores. Recuerdo una época en que prefería el verde y lo utilizaba. ¿Por qué no? ¿Qué o quién me lo iba a impedir? Como ahora. Como ha llegado una avanzadilla del verano en esta incipiente primavera, escribo descalzo, apoyando la planta del pie desnudo sobre el pavimento, sintiendo su frescor y moviéndolo de vez en cuando unos centímetros si ya he transmitido mi calor corporal al suelo. Con un pantalón corto, viejo, desgastado de tantos veranos, de tantos viajes por esos caminos polvorientos en los que siempre acababan colgados en una cuerda y sujetos con una pinza para que la noche estival los dejara secos para otra etapa. Y una camiseta de una de mis muchas carreras. No demasiado vieja aunque es del año 95, de la Foya de Castalla, 27´5 klms. Digo no demasiado vieja comparada, claro, con algún par de calzoncillos de los que me ponía mi madre en la maleta cuando llegaba el momento de comenzar el curso en el seminario de Orihuela. Quizá no os lo creáis porque es difícil de creer que pueda conservar y usar hasta hace bien poco unos calzoncillos que llevaba con 13 ó 14 años correteando por aquellos cerros junto a la sierra, junto a los restos del castillo moro, desde donde se veía y se sigue viendo serpentear el río Segura. Y así, de esta guisa, aquí sentado estoy viendo cómo el sol va desapareciendo por el Oeste aunque su luz me permite escribir sin necesidad de encender el viejo flexo agarrado a la casi centenaria mesa de despacho de mi padre, donde creo que apenas llegó a sentarse. Y a la vez escucho el canto de los pájaros, sí ya sé que me diréis que siempre el recurso poético a los pájaros, pero qué voy a hacer si es verdad, que no es poesía, que los estoy oyendo ahora mismo y aprecio la diferencia entre el canto grave de los pájaros aventados y el tierno y débil piar de los plumones que apenas pueden aún saltar del nido. Qué le voy a hacer si he nacido en medio de la huerta, en una casa rodeada de árboles y reconozco el canto estridente de la urraca, el lastimero de la tórtola y el carnoso de la merla. Ahora interrumpo estas notas. De 7 a 8 de la tarde es el rato de paseo de los mayores de 70 años. Una posibilidad que no voy a desaprovechar. Conversar tranquilamente con mi amigo Ramón. Sin verlo ya casi dos meses. Hoy perdono los ejercicios de glúteos con mi nieta y el fútbol con mi nieto. Tomaré algo ligero de cena y me sentaré a hojear la prensa del día y mirar la parrilla de televisión por si la suerte ofreciera alguna película, del Oeste aunque sea mala, o de cualquiera de los grandes de la pantalla. ¡Cómo voy a quejarme hoy, con este panorama! Además ha hecho una leve brisa de Levante todo el día. El viento.
San Juan, 3 de mayo de 2020
José Luis Simón Cámara.