“Si algo me gusta es vivir. / Ver mi cuerpo en la calle”
Hasta tal punto puede uno habituarse a esta vida de confinamiento que quizá acabe por pensar que resulta más cómoda que volver a las inquietudes e incertidumbres del mundo anterior. Algo así como el síndrome del prisionero de larga duración que prefiere seguir encerrado a salir a un mundo desconocido, incierto. Entre rejas ya se ha organizado la vida. Sabe a qué atenerse. Tiene cubiertas las necesidades vitales. Su única preocupación es ir tirando. Conoce perfectamente las reglas del juego. Sabe quiénes son sus amigos y sus enemigos. Los papeles están muy claros. De quién puede fiarse y quién puede hincarle un punzón por la espalda. En la calle en cambio, es todo tan complejo. Buscar trabajo en estos tiempos tan difíciles y encima con sus antecedentes. Establecer nuevas relaciones. Porque las anteriores a su reclusión eran y siguen siendo peligrosas. Le pueden hacer volver a las andadas. Ocultar su pasado a las nuevas relaciones. De hecho sabemos que algunos presos, cuya liberación está próxima, vuelven a delinquir dentro de la prisión para permanecer allí. Agreden a un compañero, o mejor aún, a un funcionario, con lo que tienen asegurada la permanencia. No voy a comparar esta situación, la de los presos, con la de los confinados, pero en algunos casos puede desarrollarse el mismo reflejo. El rechazo al campo abierto. Puede parecer contradictorio. De hecho lo es en la mayoría de los casos, ansiosos por salir al mundo exterior, por recuperar la libertad de movimientos, por retomar las relaciones con la familia, los amigos, la gente en general. Pero también abundan los casos de quienes prefieren renunciar a ese mundo, para algunos hostil. Pensad por ejemplo en los niños o jóvenes que se sienten acosados en sus centros de enseñanza o en la calle. Pensad en las personas que por cualquier razón, su aspecto, su tamaño, sus modales, por alguna deficiencia o anomalía física o mental, se ven rechazados o esquivados o burlados. En muchos de estos casos se ha desarrollado lo que se llama agorafobia o síndrome de la cabaña, es decir, el rechazo a los espacios abiertos, amplios donde se mueve mucha gente o el deseo de permanecer cobijado en su pequeña cabaña o espacio, sin nadie que interfiera en su vida. La sociedad es como un cuerpo que a veces se contrae, cuando se siente atacado por un enemigo exterior y, entonces se guarece, se oculta, se cobija. Pero desaparecido el peligro vuelve a expandirse. Aunque las reacciones varían según se hayan sufrido las consecuencias del ataque. No es igual la reacción en una familia donde se ha cebado la pandemia con casos graves o muertes que en otras que sólo se han visto afectadas por las medidas de protección. Me estoy refiriendo, claro, a las distintas respuestas de la sociedad a título individual sin entrar en el pantanoso mundo de las reacciones políticas al problema. Ahí ya son imprevisibles y en muchos casos obedecen a inconfesables intereses sujetos a estrategias de medro personal, de supervivencia política, de acoso al adversario. Dejemos ese mundo del que tenemos ejemplos diarios en los medios de comunicación. Ese mundo que parece perder los modales y crisparse más cuando por la gravedad de la situación, debería, creo yo, moderarse y hacer un esfuerzo de contención en pro de una salida lo más favorable posible a los intereses de la mayoría de la población, especialmente de aquella que más está sufriendo las consecuencias. Tenemos que pasar del lamento a la búsqueda de soluciones. Habrá que poner los medios para que no vuelva a repetirse. Como ha pasado muchas veces en la historia. De todas las situaciones, incluso de las peores, pueden extraerse enseñanzas para el presente y para el futuro. Y una puede ser valorar el tiempo dedicado a la soledad, a la reflexión, a la lectura, descubrir los valores de la convivencia serena. Todo esto además, no tiene por qué estar en contradicción con el placer de viajar, de ver a los amigos, de encontrarse con otras gentes, con otros paisajes, donde nos venga en gana.
No me resisto a que disfrutéis2 del hermoso poema de Blas de Otero.
Aire libre
Si algo me gusta es vivir.
Ver mi cuerpo en la calle.
Hablar contigo como un camarada.
Mirar escaparates
Y, sobre todo, sonreír de lejos
A los árboles.
También me gustan los camiones grises
Y muchísimo más los elefantes.
Besar tus pechos,
Echarme en tu regazo y despeinarte.
Tragar agua de mar como cerveza
Amarga, espumeante.
Todo lo que sea salir
De casa, estornudar de tarde en tarde,
Escupir contra el cielo de los tundras
Y las medallas de los similares.
Salir
De esta espaciosa y triste cárcel,
Aligerar los ríos y los soles.
Salir, salir al aire libre, al aire.
Blas de Otero.
San Juan, 8 de mayo de 2020
José Luis Simón Cámara.
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[1] Título de un poema del libro “Que trata de España” de Blas de Otero. 1964.
[2] No olvidéis que he sido profesor de Lengua y literatura españolas toda mi vida.