“En la casa de huéspedes huele a ropa vieja, choucroute y humanidad. En el suelo, acurrucados los unos junto a los otros, yacen los cuerpos como el equipaje en un andén. Algunos judíos entrados en años fuman en pipa. La pipa huele a cuerno chamuscado. Los gritos de los niños revolotean en las esquinas. Los suspiros se pierden en las ranuras del suelo de madera. El brillo rojizo de una lámpara de petróleo lucha por abrirse paso a través de un muro de humo y sudor”
Trozo de ese artículo publicado en el periódico alemán. Es como si no pasara el tiempo. O como si las mismas cosas pasaran una u otra vez independientemente del tiempo. Al margen del tiempo. Este texto de Joseph Roth hace justamente 100 años, puede referirse exactamente igual a cientos de refugiados de cualquier parte del mundo y en cualquier parte del mundo. Da igual Norte o Sur, Este u Oeste. Sí, quizá algunas pequeñas diferencias según el hemisferio. Matices. Pero el poso de soledad y tristeza es el mismo. Yo sé que no es el tema del momento. Pero está ahí. Sigue ahí. Algún día pasará la pandemia como pasó la viruela, como pasó la peste, pero los refugiados siempre han estado, siguen estando y estarán ahí. Igual que los indigentes. “Otra fila de camas recorre el pasillo intermedio. Simples armazones de hierro, lechos de castigo construidos con alambre. Cada indigente recibe una fina manta de pasta de papel que, todo hay que decirlo, está limpia y desinfectada. Es en estas camas en donde se sientan, duermen y se echan los indigentes. Personajes grotescos, como salidos de novelas de pobres y mendigos, de los bajos fondos de la literatura universal. Son casi ficticios. Viejos harapientos de barba gris, vagabundos que cargan con fardos de pasado sobre sus espaldas encorvadas. Sus botas acumulan el polvo de décadas azotando las calles”….”Son muchos los que acuden. La mayoría con dolencias en los pies. Son personas que han tenido que caminar toda su vida. Cerca del cincuenta por ciento padece enfermedades venéreas. La mayoría tiene piojos. Cuesta muchísimo trabajo convencerlos de que deben asearse. Con la desinfección se estropean sus prendas de vestir. Prefieren vivir con los piojos intactos que con las ropas aún más andrajosas. Las familias viven aparte, en unos barracones de madera que se han habilitado en las salas. Algunos los han convertido en un lugar acogedor. Cada esquina de la sala dispone de un fogón y un pequeño horno donde las mujeres pueden cocinar. La colada cuelga de una cuerda tensada para la ocasión y se seca al fuego de los guisos, de la digestión y de la vida en común. Aquí viven los refugiados. De Prusia, Renania, Holstein. Se conocen. Se visitan los unos a los otros”.
El mismo Joseph Roth que describió crudamente su situación tardó pocos años en sufrirla en sus propias carnes. Nacido en Austria, fue perseguido por judío y por escritor. En sus crónicas berlinesas va tomando el pulso a aquella gran ciudad de la que se vio obligado a salir, estableciéndose en París, donde acabó sus días alcoholizado a los 47 años. Sagaz periodista, previó, antes de que el nacionalsocialismo se quitara la careta, por dónde iban los tiros ya en los años 20. Algunas de sus obras más importantes son: “La cripta de los capuchinos”, “La leyenda del santo bebedor”, “La marcha Radetzki”. Todas en torno al desmoronamiento del imperio austro-húngaro.
San Juan, 15 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.
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[1] Título de un artículo publicado por Joseph Roth en el periódico Neue Berliner Zeitung el 20 de Octubre de 1920. El resto, citas de “Crónicas berlinesas”.