Mañana, algunas zonas de Alicante entramos en la fase 1 de la desescalada. Otras ya lo estaban desde la semana pasada. Quiere eso decir que podremos movernos libremente, aunque con prudencia y guardando las distancias, por cualquier punto de la provincia. Espero que mi caballo, desacostumbrado a las largas caminatas, aguante el kilometraje, más económico ahora con la bajada de los carburantes.
No sé si recordará, como el sabio caballo del cochero de “Un hombre tranquilo” de John Ford, las paradas habituales en la puerta de las tabernas para que se tomara un vaso de wisky. En mi caso, la parada en el pueblo donde nací, el Siscar, ese pueblo donde sus habitantes apenas llegan al millar, como hace muchos años. El problema será para el jinete y para el caballo. No sé si las riendas aguantarán el tirón de la frenada o si el caballo obedecerá las órdenes porque el pueblo se encuentra al borde de otra provincia, en el límite entre Alicante y Murcia. Y allí hay una frontera invisible justo en mitad de la Rambla. ¿Podrá detenerse el caballo que ya percibe los olores de su tierra, de sus calles, de su gente? ¿Será posible contenerlo cuando ya huele su cuadra? Su lugar de descanso en el patio desde cuyo porche caen sobre su lomo los caprichosos copos de nieve del jazmín. Ya sé que podríamos burlar esa frontera, rambla abajo entre los huertos, por veredas que conozco desde niño, o de árbol en árbol, sin pisar tierra murciana. Ya sé que podríamos ir rambla arriba, por la sierra que no sabe de fronteras y, como el águila la sobrevuela, encontrarnos por los picos. Pero no. Lo que haremos será mucho más sencillo. Convocaré a una hora a mi hermano, a mis primos, a mis amigos y acudiremos a ese impreciso punto fronterizo. Y sobre esa raya, sobre esa línea vaga, levantaremos los vasos llenos de amor y de vino para brindar por el reencuentro. Y ante ese muro inexistente recordaremos todos los muros de la historia. Desde la muralla china, cinco siglos antes de Cristo, para protegerse de los mongoles, hasta el muro de Adriano en Inglaterra para protegerse de escoceses e irlandeses. Desde el telón de acero hasta el muro de Berlín o el que separa USA del México lindo. Desde el de Ceuta y Marruecos hasta los muros de las cárceles, de los guetos, los invisibles muros de los barrios de miseria. Todos los muros de la historia. Yo les llevaré algún pez sorprendido junto a la playa. Ellos me llevarán alguna cesta con limones y naranjas. Acostumbrado de siempre a cogerlos con mis manos y pagándolos ahora uno a uno en la frutería. O a las habas tiernas de mi primo Jeromín. O a las alcachofas y brócoli de mi primo Fran, siempre sin afeitar, siempre con barro en los pantalones, como si viniera de regar. Pero el agua, dice, sabe su camino. Y siempre en la barra del bar. En cualquiera de los que hay en el pueblo. Tampoco podré pedirle a José María un conejo vivo en el saco de cáñamo, para que mi nieto lo suelte en el patio de la casa y juegue con él entre las macetas. Ni podremos visitar las cuadras de Pepito el de los cherros, con sus cientos de becerros de todos los tamaños, desde los que toman biberón hasta los astados de 500 kilos. O sus cerdos y sus gallinas americanas. Y los tractores. Tampoco podré visitar a Pepito el de la cenia, con el que de niños, íbamos por la siesta a buscar nidos de gorriones. Ni a Manolo el del estanco, regresado después de tantos años de emigración. A beberme con él un wisky escocés sin agua, claro, grave pecado. Ni visitar a los que ya están en el cementerio. Mis padres. Mis tíos. Mi primo Pepe, muerto hace poco bajo el tractor, mi amigo Pepe el torero, muerto de pena y desconcierto o Pepe el garajista al que, según le decía a mi nieto pocos días antes de morir, de pequeño yo retaba. Todo eso es cierto. También que brindaremos sobre la delgada línea fronteriza con las copas llenas de amor y de vino.
San Juan, 17 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.