Viejos amigos. (2)

II

Como aquella vez en el Yerbeta, tomando agua de valencia, ya calientes. Un cumpleaños. Tú entre nosotros. Distintas militancias políticas. Con frecuencia discutíamos acaloradamente. Te metiste con uno de los amigos, vamos, algo dentro de lo normal, y enseguida comenzamos a oler a carne chamuscada. Uno de los presentes, quizá la primera vez que estaba con nosotros, acababa de apagarse el cigarrillo en la frente, restregándoselo una y otra vez. Olor repugnante a carne humana quemada. Como si oliera de forma distinta a la de otros animales. Mirad lo que hago sin motivo. Imaginaos lo que haré si alguien se mete con mi amigo Agustín. Apenas lo conocíamos. Sí sabíamos que era hermano, la oveja negra, de otros dos amigos nuestros. De sus andanzas y presidios en Marruecos habíamos tenido noticias porque apareció por aquí un italiano que decía venir en su nombre pidiendo dinero a sus hermanos para poder pagar una fianza con la que salir de la cárcel en Marruecos. No sé cómo había acabado la historia. Sí sé que un mal día apareció, después de un tiempo ausente, por Alicante y era una fuente permanente de problemas para sus hermanos. Se presentaba en la casa con desconocidos para alojarlos allí o desaparecía sin dar explicaciones o de cuando en cuando irrumpía en el despacho oficial de un hermano sindicalista, pidiéndole dinero, el arreglo de un desaguisado, siempre creándole problemas. Con paranoia persecutoria descubrió con un pico toda la conducción eléctrica de cables de la casa familiar, donde vivían varios hermanos, convencido de que lo espiaban. Con razón. Un 1 de Mayo su hermano Jacques, nombre imaginario, amigo mío, me pidió que lo acompañara a su casa, donde yo había dormido alguna vez, en la torre del Plá. Entonces vi el destrozo. En algunas paredes había abierto una canaleta a lo largo de toda la pared para sacar los cables y tratar de descubrir, como en las películas, algún dispositivo de escucha, pero en otras había dado tan fuerte que había un boquete abierto hacia el piso de al lado. Mirando y buscando entre escombros y estanterías encontramos un pan enmohecido con una casi inapreciable raya horizontal por donde se abrió al cogerlo y dejó al descubierto una bolsa de harina blanquísima. Ése era el motivo de su paranoia persecutoria. No era la policía. Eran sus socios de aquel viaje a Colombia, que no paraban de hostigarlo para que compartiera el alijo que no sabíamos por qué razones, parecía que no estaba dispuesto a compartir o repartir.

Le pregunté a mi amigo qué hacíamos. Porque podrían recaer sobre nosotros tanto las sospechas de su hermano como las de sus socios. Él no dudó un momento. Tenemos que deshacernos del muerto. Eso era para nosotros. Para su hermano y sus socios podía ser una mina de oro. Salimos del piso, una 5ª planta, con la bolsa y después de varias vueltas observando por la calle si alguien espiaba nuestros movimientos, la abandonamos en una papelera. Ya no volví a cruzarme más con aquel chico ni durante mucho tiempo supe de él, a pesar de mi amistad sobre todo con su hermano Jacques. Nos enteramos tiempo después de que lo habían encontrado colgado del techo de una pensión en Aspe.

(continúa)

José Luis Simón Cámara