Como si no hubiera pasado el tiempo, ayer, 21 de junio de 2020, nos reencontramos después de cuatro largos meses. Tampoco es para tanto, diréis, yo me paso muchos meses más por razones de trabajo sin ver a mis hijos, o yo incluso años sin ver a mis amigos al otro lado del Atlántico. Y tenéis razón. Pero yo no estoy hablando de trabajos en una plataforma petrolífera de los mares del Norte ni en relaciones familiares con miembros emigrados a los Estados Unidos de América. Yo estoy hablando de un país mediano, si no pequeño, como España, y de dos provincias limítrofes como son Alicante y Murcia, si bien con esa variante división administrativa, heredada del romanticismo más individualista del siglo XIX, pertenecientes a Comunidades Autónomas diferentes, nueva frontera añadida a la provincial. No es mi propósito hablar de estas arbitrarias divisiones administrativas, tan lejanas a menudo de la realidad humana de sus habitantes, no pienso invertir ni un solo segundo más de mi vida en estas ridículas cuestiones, pero inevitablemente tengo que hacer referencia a ellas pues condicionan mis amistades, mi parentesco y mis afectos. Tan es así que durante casi 100 días no he podido cruzar la frontera o raya divisoria, sólo existente en las cartografías de la administración, porque jamás he tenido que saltar un obstáculo para cambiar de provincia. Cuanto más que mi padre nació a 500 metros de la marca fronteriza en La Aparecida, pedanía de Orihuela, perteneciente a la provincia de Alicante, y mi madre, a menos de 500 metros de la misma raya en El Siscar, pedanía entonces de Murcia y ahora de Santomera, provincia de Murcia. Raya fronteriza que coincide en un largo tramo con la Rambla del pantano de Santomera, normalmente seca y esporádicamente desbordada y amenazante. Acabo de decir que “no he podido cruzar la frontera”. Expresión absolutamente inexacta. Porque sí he podido. Hubiera debido escribir “no he debido” porque poder podía. ¿Qué autoridad política o policial hubiera podido decirme que el árbol al que estaba subido pertenecía a una u otra provincia, a una u otra comunidad? Y si el árbol fuera fronterizo, qué rama pertenecería a una u otra provincia? Eso por no hablar de la sierra, donde las águilas, ¿quién decide si esta piedra o aquel guijarro quedan a uno u otro lado? ¡Hemos visto ya tantos cambios de fronteras en tan pocos años desde la 2ª guerra mundial y el telón de acero hasta las guerras balcánicas!
Si hubiera querido hubiera podido saltarme la raya, nací casi en el filo de la navaja, por uno de los muchos lugares en que ésta se diluye, se deslíe, se difumina, se borra. Pero ¿de qué hubiera servido? ¿Sólo por el placer de pasar al otro lado? ¡Cuántas veces me he acordado de Cicerón, no sé si en “De senectute” o “De amicitia”, cuando habla del respeto a la ley y dice algo así como que es mucho más grave saltársela por poco que por mucho, porque saltársela por poco implica menos respeto que saltársela por mucho. También de Gide, en otro intento de consolarme. “La sensación de deseo es más fuerte que la satisfacción del mismo”. Anoche finalmente y en el incomparable marco del chiringuito del reciento de fiestas del Siscar sin fiestas, en medio de la huerta, con ese fresco que sólo posee la vega cuando sopla el levante, hemos podido sentarnos y conversar amigos y parientes después de tanto tiempo. En la mesa pequeños y variados platos de pisto, michirones, caracoles, variantes y montaditos de chorizo, morcilla, panceta. Esos sabores de nuestra tierra que ya paladearon nuestros antepasados y que siguen contribuyendo, pequeños placeres, a nuestra merecida felicidad. ¿Acaso nos vamos a resignar a esa malintencionada y amedrentadora afirmación de que esto es un valle de lágrimas?
San Juan, 22 de junio de 2020.
José Luis Simón Cámara.