Viejos amigos. (1)

I

Hoy me he encontrado con un viejo amigo en el Mercado. Iba del puesto de la carne al del pescado para hacer la compra, es miércoles, y lo prefiero al viernes o sábado, cuando se acumula mucha gente. Me he dado de narices con él. Lo digo porque comenzaba a sentir el olor del pescado cuando se me ha plantado delante. A pesar de la mascarilla y las gafas de sol lo he reconocido inmediatamente. Digamos que lo he olido. Sin los abrazos que en una situación normal nos habríamos dado, un simple roce de codo, no hemos parado de hablar, preguntar, recordar, tantas cosas en común durante tantos años. Nos hemos tomado un café y hemos hecho un rápido recorrido por el tiempo y los amigos. De algunos ya sabía que habían muerto. De otros le ha sorprendido. Sobre todo cuando me ha preguntado por Damián. Se lo había encontrado alguna vez en una gran superficie. Le he contado que un ictus se lo llevó al otro barrio. Y de ahí hemos “ido” al otro Barrio, al de Santa Cruz, a las noches de borrachera que él no recordaba al día siguiente. El Bordaberri, aquel bar de la esquina, en Labradores, donde coincidía con Ramón el vasco. La última vez que lo vio fue comprándose una boina. Muchas veces le dijimos, amigo, te pones agresivo con las copas. Tú no acababas de creértelo, porque sobrio eras puro afecto. Entonces podíamos tomar de todo y solíamos hacerlo en progresión ascendente. Primero algunas cervezas, después vino y luego ya cubatas. Para culminar algún chupito. Wisky, orujo, tequila. Nos gustaba eso de la sal y el limón. Incluso algún vodka. Habíamos leído que Mike Jagger, el ya para nosotros viejo rokero de los Rolling que seguía saltando sin parar por el escenario, lo tomaba y le sentaba tan bien. Y alguna vez mezcal. Esa bebida que lleva en la botella algún lagarto. Una vez apuramos la botella, sacamos los dos lagartos, los atamos por la cola y nos los fuimos pasando colgados de oreja en oreja. Luis era quien regentaba uno de los bares que se olían desde el principio de la calle Toledo. Los quesos eran su especialidad. Era alargado, todo lo ocupaba la barra y allí se tomaban tablas de queso o montaditos con salazones, cerveza y vino. Mucho vino para el queso. Era uno de los obligados para tomar un tentempié, como el mesón Labradores. Luego estaban los de copas. A veces entre copa y copa una partida de billar junto a San Nicolás, justo enfrente del Yamboree, donde alguna noche acabamos cantando a Louis Amstrong como músicos invitados. Uno de nuestros conocidos, asiduos del barrio, era controlador de vuelo en el Altet. Ni cuando el humo y las copas nos nublaban la vista se nos pasaba por la cabeza hacer un vuelo con semejante colega de controlador. Una noche se sacó de entre el pecho y la camisa, no me explico cómo pudo caberle, una “bacalá” entera. Y allí, sobre una mesa, la fuimos espiazando con los dedos que nos relamíamos entre trago y bocado de una hogaza de pan recién cocido de aquella tahona que había junto a la plaza del Carmen. Aquella noche acabamos, aún quedaba bacalá, en un tugurio de jazz de la calle Zorrilla, donde se habían instalado unos amigos que aún por entonces nos permitían, a escondidas, liarnos unos porros. Tú no podías pasearte por tanta variedad de bebidas. Algún tipo de alergia solo te permitía el cubata. Y te ponías ciego de cubatas. Entrabas directo al trapo. A una vorágine incontrolable. No poco a poco como nosotros. No solía pasar nada desagradable porque estábamos casi siempre entre amigos, pero en alguna ocasión, cuando se metían otros por en medio, a veces se desmandaba la situación y se perdía el control.

(continúa)

José Luis Simón Cámara

 

¡ A la calle ¡

No sé si aquejado por el síndrome de Estocolmo, estos días he dejado entrever cierta añoranza de la situación que ha creado en nuestras vidas el estado de alarma. Para cuando acabe esta situación, claro. Porque no se añora lo que se tiene sino lo que se ha perdido. Y no salgo de mi asombro cuando pienso que he dado cobijo a esa idea, nada más lejos de la cual me siento y me he sentido siempre. ¿Cómo echar de menos esa situación aunque sólo sea por una cosa, por la imposibilidad de moverse libremente? No hay mayor manifestación de libertad que la libertad de movimiento. Que se lo digan si no al prisionero. Obligado por fuerza a pasar sus días y sus noches en una celda estrecha, rodeada de muros y barrotes. Su ilusión es el campo abierto o la ciudad sin límites. Caminar y caminar hasta caer exhausto de cansancio bajo la sombra de un árbol o en el banco de un parque donde adormecerse escuchando el relajante griterío de los niños. O ir de bar en bar, sin nadie que te diga lo contrario. Tampoco hay que emborracharse. O sí. ¿Quién me lo impide? ¿Acaso no puede uno soñar despierto si te ayuda una copa de más? ¿Quién tiene autoridad para decidir sobre el número de veces que yo pueda levantar el codo? O bajarlo. La verdad es que hay muchas cosas que no se entienden. Puede uno morir en la calle o en su casa por una estúpida bala escapada a un policía que se ha puesto nervioso y no puede uno morirse poco a poco mientras pasa las tardes con sus amigos sentado junto a una botella en la taberna del pueblo o del barrio. Visitar a los amigos a cualquier hora del día o de la noche. Es cierto que no se encuentra a muchos que desprecien tanto los relojes. Cuando llego a este punto no puedo evitar acordarme de alguien que siempre estaba preparado para salir a la calle, si es que ya no estaba en ella. Me refiero a mi amigo Santi, ya casi dos lustros desaparecido. Y su recuerdo me lleva aún mucho más lejos. No penséis que a cientos de años. No. A miles de años. A aquellos tiempos mucho anteriores a las historias de la Biblia. Hace quizá siete u ocho mil años, cuando aquel gigante Gilgamesh tenía a los hombres de su ciudad, de Uruk, siempre en pie de guerra, preparados par el combate. No puedo evitar asociar a Santi con Gilgamesh, porque aquél siempre estaba preparado para el combate, a cualquier hora del día o de la noche. Recuerdo una vez en Suiza, recién llegados otro amigo y yo. Subimos a su habitación en una pequeña pensión de un pequeño pueblo junto al lago Leman, Epesses. Nos recibió abriendo botellas de vino para entrar en calor. Veníamos ateridos de frío, rodeados de nieve. Después de reponer fuerzas y a pesar de encontrarse él con fiebre, salió con nosotros a la calle bajo cero, para acompañarnos por el pueblo y continuar la ronda. Tengo muchos amigos. Pero cada uno tiene sus horarios. Los hay que trasnochan en su casa leyendo a Galdós de madrugada. Pero no en la calle. Los hay que madrugan en su casa, traduciendo a Virgilio antes de que salga el sol. Pero no en la calle. Los hay de muchas leches. Y a todos los quiero. Pero siempre dispuesto, como Gilgamesh, para el combate, sólo he tenido a uno. Y ya se ha ido para siempre. Aunque no desespero y sé muy bien que si alguna vez puedo volver a encontrarlo, nunca será encerrado, siempre será en la calle o en la barra de un bar o en la puerta de un puticlub o tendido borracho bajo las ramas de un árbol. Pero estoy totalmente seguro de que cuando oiga mis pasos, se levantará como Lázaro, para decirme: ¿Cómo has tardado tanto? Ya estaba empezando a cansarme de esperarte.

San Juan, 26 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.