Se abren, después de tanto tiempo, tantas posibilidades. No sé. ¿Adónde ir? Por otro lado la tentación de quedarse en casa no es pequeña. Aceptada, interiorizada la sumisión a órdenes jamás vistas, parece que desaparezcan si no las ganas, sí al menos la necesidad incontenible de salir que parecía asediarnos al principio del estado de alarma. Como si la furia, como si la rebeldía se hubiera amansado, se hubiera domado como un potro salvaje tras la férrea doma del cowboy.
Es hermoso el espectáculo de un caballo haciendo cabriolas bajo la férula de un jinete en la arena del coso, pero cuánto más hermoso es ver a ese corcel salvaje, indómito, recorrer las llanuras hinchándose la nariz del viento de la pradera.
La verdad es que, con tantos protocolos, mascarillas, geles, distancias, colas de espera, se quitan las ganas de salir a la calle, de recorrer los bares en busca de los mostradores llenos de las tapas más variadas, cuando las había y estaban a la vista, porque ahora o no las hay o están ocultas a la vista para protegerlas de las miasmas que generamos. ¡Somos tan acomodaticios! El hombre es un animal de costumbres. La misma especie es capaz de vivir a 50 grados bajo cero en las zonas más frías del planeta y a 50 sobre cero en los desiertos saharianos. Nos acostumbramos a todo. De algunas historias de adaptación al medio no quiero ni acordarme. Inevitablemente se me va la mente hacia, por ejemplo, “Portero de noche”. ¿Quién lo podría pensar? Llegar a añorar al propio torturador del campo de concentración. ¿Acaso es posible imaginarlo? Si no fuera real no podríamos creerlo. Porque además del confinamiento oficial, gubernativo, inevitable, también hay luego otra escala, quizá más delicada aún, el confinamiento familiar, aunque no sujeto a multa, sí al pago de otras monedas de cambio, no sé si más caras como es el caso, y lo sé de buena tinta, de algunos amigos a los que las parientas o “domadoras” o “máquinas de reñir”, como dice mi amigo Pinki, les han amenazado si no con la estratagema de Lisístrata, con otras parecidas. No me resisto a recordar la astucia de Lisístrata para conseguir sus objetivos. Lo cuenta Aristófanes en la comedia que lleva el título de esta mujer opuesta a las interminables guerras entre atenienses y espartanos. Las mujeres griegas, alentadas por Lisístrata, iniciaron una huelga de sexo hasta que los hombres acabaran la guerra. Éstos, incapaces de aguantar la huelga, más dura para ellos que la propia guerra, se vieron obligados a una cumbre a la que los espartanos acudieron, de tanta abstinencia con el pene en erección, para negociar la paz, única forma de satisfacer sus necesidades sexuales. Curiosa historia que encierra muchas enseñanzas, entre ellas que tanto la belicosidad de los varones como su inagotable apetencia sexual, vienen de bastante lejos. Estamos hablando de una historia contada por Aristófanes el año 413 antes de Cristo, hace ya la friolera de 2.400 años. En todo ese tiempo no solo no se han apaciguado esos impulsos sino que se han exacerbado aún más. Quizá convendría recordar estas enseñanzas de la historia. “Historia, magistra vitae”, la historia es maestra de la vida. Aunque no quiero dar ideas a ese movimiento feminista que podría plantearse conseguir algunos objetivos recurriendo a métodos ya probados con éxito en época de Aristófanes. Por lo que a mí atañe, estaría en la mejor disposición de ánimo para cambiar las batallas de sangre por las guerras de amor. Para vuestra tranquilidad, si la OMS os tranquiliza, los coronavirus no se transmiten sexualmente, sí por la saliva. Pero hay mucha geografía que recorrer hasta los labios.
San Juan, 27 de junio de 2020.
José Luis Simón Cámara.