Hoy, en la explanada aparcamiento de un centro comercial a las afueras de la ciudad, entre coches y casi ocultos bajo las ramas de los árboles, nos hemos reunido a intervalos premeditados un grupo de enmascarados para preparar nuestro próximo asalto. Las cosas se han puesto de tal manera que, como los forajidos del Oeste o los matones del Este, nos vemos obligados por prudencia a reunirnos poco y en lugares donde por la aglomeración podemos pasar más desapercibidos. Estrictas medidas de seguridad. Siempre una coartada. El tique de la compra, la factura de reparación del automóvil en el taller de al lado, la cesta de frutas y verduras de la huerta de Muchamiel o la ficha del carro de compra.
Vamos llegando uno tras otro, tan discretamente que algunos están extraviados en un punto del aparcamiento desde el que no ven al señuelo por la acumulación de coches y el permanente trasiego de personas. No por casualidad se ha elegido aquel punto de encuentro, confluencia de gentes de todo tipo y edad que se desplazan indistintamente al supermercado, a las fruterías y verdulerías, al hospital clínico, a la universidad o incluso al tanatorio. Aparte de gentes que viven en las urbanizaciones adyacentes. Es el lugar menos sospechoso en el que encontrarse gentes con cualquier finalidad, desde la más confesable hasta las más inconfesables. Después de un tiempo, ya largo, desde las últimas actividades conjuntas, estábamos tan distanciados y las circunstancias habían operado tantos cambios que en algunos casos no fue fácil reconocer no solo a los antiguos compañeros sino incluso a los amigos. Los cortes de pelo, el cambio de atuendo, las barrigas crecidas o su ausencia y hasta el aire, dificultaban el reconocimiento. En algunos casos eran los andares, el movimiento, los gestos; y, claro, ya cerca, la voz. El oído puede reconocer a veces mejor un sonido, una voz, que la vista una cara. Parece que la voz cambia menos con el paso del tiempo. Es más reconocible, no sé si tanto como el olor. Resulta curioso que las cosas más intangibles, como la voz y el olor, sean más permanentes y por lo mismo más reconocibles que el aspecto físico de una persona, más cambiante a lo largo del tiempo. Reconocidos todos, después de los preámbulos que incluían preguntas por el estado de salud y por los familiares próximos en estos peligrosos tiempos de pandemia, ha comenzado el objeto de la reunión. En presencia del jefe del operativo, uno de sus lugartenientes ha extraído de una de las mangas del chaleco una cartera bastante bien disimulada. El color y la textura podían confundirse con los de tan inusitada manga, y ha comenzado a distribuir los sobres, cada cual con el nombre correspondiente al del destinatario allí presente. En el interior se encontraban las instrucciones y contraseña del operativo en el que todos nos habíamos conjurado. La fecha era clara, precisa; la hora quedaba en suspenso hasta minutos antes de entrar en acción. Cada uno desde su puesto, estaríamos todos dispuestos, si el azar nos era favorable, porque la necesidad era obvia, a levantarnos al unísono con la consabida consigna, con el grito de guerra que ya transmitió aquel soldado, Filípides, a los atenienses tras la batalla de Maratón: Nike, ¡Victoria!. La única, la gran diferencia con los forajidos o los matones es que estos conjurados no son más que un grupo de profesores y amigos jubilados con casi 70 o más años a la espalda, y el factor aglutinante, el hecho conspirativo, el contenido de esos sobres tan bien guardados no es más que un número de la lotería de navidad conseguido por nuestro compañero y amigo Imanol el riojano. Pues sí, las circunstancias nos han llevado a tanto ritual para tan fútil hecho.
San Juan, 26 de noviembre de 2020.
José Luis Simón Cámara.