No consigo entender tanto lamento por doquier. No ya, claro está, por los muertos y tocados por la pandemia, ¡Dios me libre!; por ellos el mayor de los pesares. Pero no me refiero a ellos, no. Me refiero a las quejas por algunas de las consecuencias de la situación, me refiero al guirigay que montan los medios de comunicación, especialmente la televisión, sobre la imposibilidad, por ejemplo, de ir de compras o de ir a los restaurantes o de ir a casa de la familia. Me parece, en general, mucha blandenguería o mucha imbecilidad andar quejándose de medidas necesarias para conservar el pellejo, cuando es lo que hacemos en una situación de enfermedad, trátese de la gripe, de una subida de tensión, de una angina de pecho o de una gastroenteritis: quedarnos en casa, limitar los contactos, cuidarnos y tomar precauciones. No echemos las culpas a nadie. Ni a los chinos ni al clima ni al gobierno. Es algo que asumimos con naturalidad. Y a lo que intentamos poner remedio. ¿De qué sirve hurgar en los sentimientos de autoflagelación? ¿A qué poder oculto puede servir esa actitud? ¿Quién tiene interés en crear ese clima depresivo? ¿Es tan necesario reunirse con la familia en situaciones tan adversas? Y digo en general, porque entiendo y comprendo que hay casos excepcionales como el de los ancianos. Desde aquellos que, quiero creer que son la mayoría, son atendidos de forma inmejorable, como se merecen, hasta aquellos que están poco menos que arrumbados como un trasto, viejo, ya lo sabemos, en algún lugar donde no estorbe. Por citar los casos extremos y no entrar en una fastidiosa enumeración de la variedad de situaciones intermedias, casi siempre penosas. En todos estos casos pienso que el mayor celo es poco. Porque esos seres, ahora desvalidos en la mayoría de los casos, han sido durante muchos años los que han alimentado, vestido y cuidado de manera cariñosa y permanente a los que ahora, al menos en algunos, pocos, pero lamentables casos, los descuidan, olvidan o incluso maltratan con su falta de cariño. No hace falta pegar para que exista el maltrato. A veces el abandono o descuido afectivo es más cruel que el maltrato físico. Pero ahora me estoy refiriendo a ese gran sector de la población que circula libremente por la calle y lamenta no poder reunirse en bares o en las casas de familiares o amigos para tomarse unas gambas o unas botellas de champán. Y además de lamentarlo como una gran desgracia ponen el grito en el cielo diciendo hasta dónde vamos a llegar. Les sugiero que se relajen, que se tranquilicen y miren un poco a su alrededor.
Y vean que hay gente, bastante gente, cada vez más gente, que no solo no tienen posibilidad de tomarse unas gambas ni una botella de champán. Ni siquiera tienen casa donde poder tomárselas ni amigos con quienes tomárselas. Si acaso un tetrabrik de vino sin refinar, del de antes, un Jumilla o un Don Simón, y unas migajas de pan duro con un pedazo de tocino del terreno sobre el culo de un bidón de latón vuelto del revés. Y, con mucha suerte, con una hoguera al lado, hecha de ramas y maderas recogidas de cualquier derribo. No, no penséis que exagero. ¿Hace acaso tiempo que no vais por esas calles sin escaparates ni luces de navidad, esas calles sin aceras y sin asfalto, esos barrios mal iluminados y con los baches llenos de charcos de las escasas lluvias?
Mirad un poco a vuestro alrededor antes de levantar las manos o los puños en son de queja.
San Juan, 3 de diciembre de 2020.
José Luis Simón Cámara.