Me lo contaba un amigo. Así nos entretenemos habitualmente mientras vamos corriendo hasta la playa al amanecer; en algunas épocas aún de noche. Contándonos historias. Al principio de la carrera y aún fríos el cuerpo y el ánimo, comentamos la temperatura, el viento, la nubosidad; son datos que sabemos por experiencia pero que nos importan porque siempre se cierne sobre el grupo de cuatro o cinco la incertidumbre, sobre todo los días de frío y viento, del desafío habitual: si al llegar al paseo de la playa, al otro lado de la vía, alguno se adentra en la arena y se quita las zapatillas. Entonces ya todos le seguimos, nos desnudamos a unos metros de las olas y nos sumergimos en el mar. Ritual repetido desde hace años y no por eso menos sorprendente, inquietante. Desde las ocasiones en que disfrutamos del braceo hasta aquellas en que cuatro brazadas vertiginosas nos despiden de esa plancha móvil y fría a cuyo atractivo sucumbimos casi a diario. Ya bañados regresamos por la arena a esas duchas pigmeas instaladas junto al paseo y allí nos quitamos la arena de los pies. Aunque a veces está cortada el agua. Volvemos a las olas y primero limpiamos un pie, lo secamos con la camiseta y nos calzamos haciendo equilibrios, a la pata coja, como si fuéramos flamencos y luego, ya puesta una zapatilla, nos acercamos nuevamente al agua para limpiarnos el otro con el riesgo de que esa ola, más potente de lo esperado, nos moje zapatilla, calcetín y pie. No es la primera vez que hemos regresado al pueblo dejando un reguero de huellas. No sólo de las zapatillas, también a veces de los pantalones porque no siempre acierta el pie a colarse por el hueco apropiado y ese error provoca desequilibrio y damos de bruces en el agua. Vamos, como si nos hubiéramos bañado con ropa y zapatillas. Uno de esos días, ya calientes el cuerpo y el ánimo, escuchamos el canto del gallo en una de las fincas junto a las que pasamos. Y yo les contaba a mis amigos cómo mi nieta de nueve meses, lo he referido en otra historia, se agarra a las rejas de la ventana al amanecer y escucha sorprendida el canto del gallo que hasta ahora no había escuchado en Bruselas.
Ha sido entonces cuando Rafa, el microrrelatista, nos ha contado una historia ocurrida en una excursión de la guardería donde va su nieta a una especie de granja escuela. O la visita de una granja con sus pertenencias a la guardería para que los niños se familiarizaran con los animales. Asisten diez o doce niños, no más; ahora con la pandemia se ha reducido mucho la afluencia a las guarderías. Algunas incluso han cerrado. Hay un pequeño cercado o vallado de madera. Los niños se aproximan y van girando alrededor para observar a los animales. Hay gallinas, conejos, pollos de distintos tamaños, un gallo cantarín,.. Todos se mueven de un lado a otro picoteando entre la paja, comiendo grano, bebiendo agua, con esa forma tan característica de hacerlo las aves de corral, agachando la cabeza y luego levantando el pico para tragarla. Los niños, poco acostumbrados a ese trasiego en todas direcciones de los animales domésticos, hay también dos perritos pequeños, los observan sorprendidos siguiendo sus movimientos. Todos de un lado para otro en distintas direcciones. Pero de momento les llama la atención una gallina que deja de moverse. Se queda estática, como paralizada, sin pestañear siquiera.
Hay una pregunta en el ambiente. ¿Qué le ha pasado a esa gallina? Entonces una niña del grupo da la explicación: “Se le ha acabado la cuerda”.
San Juan, 14 de diciembre de 2020.
José Luis Simón Cámara