Sueños. 39.

Algunos días de este confinamiento, ahora con cierta flexibilidad, salgo a correr por la mañana, desde el 1 de Junio con baño incluido en el mar. Por las tardes, también a las 7, hora reservada para el paseo a los mayores de 70, suelo, más que pasear tranquilamente como me gusta, caminar a marchas forzadas como le gusta a mi, a pesar de eso y otras cosas, amigo Ramón. ¿Qué ruta consagramos, amigo? Le digo emulando a Valle Inclán. Y vamos charlando mientras caminamos en una u otra dirección. Siempre buscando los espacios más amplios donde no nos rocemos con otra gente aunque hagamos la misma ruta. Hoy, no sé si en sueños o por efecto del calor hemos pasado junto a una pequeña acequia y él se ha abuzado no sólo para refrescarse sino que de tan fresca y limpia bebió de aquella agua con el cuenco de la mano. Cómo tú, tan cuidadoso con los asuntos de la salud, bebes de esa agua. No sabemos si es o no potable. Podría arrastrar insecticidas, abonos o ¡vete tú a saber! Sin hacerme mucho caso no sólo no dejó de beber y chapotear sino que sin descalzarse siquiera se metió dentro del arroyo y comenzó a caminar por él riéndose de mis advertencias e invitándome a imitarlo. Pudo más en mí aquel gesto infantil, tan impropio de mi sesudo amigo, que todas mis reconvenciones y me metí también en la fresca corriente cogiendo agua con las manos y echándomela por brazos y cara. La pequeña corriente bajo los árboles a orillas del riachuelo nos condujo hasta un canal de bastante anchura donde aquél desembocaba. Allí, la altura del agua llegaba justo a la rodilla pero era tal la fuerza con que corría que apenas y con mucha dificultad conseguíamos avanzar contra la corriente si no era agarrándonos fuertemente a la orilla del canal, justo en el borde del cauce acabado en bloques de cemento. Los bloques eran tan gruesos que no podíamos agarrarlos con la suficiente fuerza con la mano. Algo resbaladizos además por el agua. Vi que en la otra orilla a unos 3 ó 4 metros el borde era más fino y tomando impulso di un gran salto y con dos brazadas alcancé la otra orilla aunque la fuerza de la corriente me llevó varios metros canal abajo. Cuando me encontraba ya más seguro en la otra orilla, vi que el insensato de mi amigo saltaba al centro del canal y comenzaba a nadar alegremente en la dirección de la corriente. No se había dado cuenta de que unos 50 metros más abajo había un salto de agua de no sabíamos cuánta altura. Le grité inútilmente mientras él, ajeno al peligro, disfrutaba nadando veloz en la dirección de la cascada sin escuchar mis gritos de peligro. Ya era demasiado tarde. Me incorporé como pude sobre el borde del cauce y ya no conseguí verlo. Después del salto el cauce seguía a lo lejos, ya más tranquilo porque el cauce era más llano. No conseguía adivinar y menos aún ver a mi pobre amigo. Era buen nadador, pero si cayó sobre el duro cemento con poca profundidad de agua…. Desolado alcancé la orilla y comencé a desprenderme del barro y hierbajos en brazos y bolsillos. Saqué el móvil del bolsillo, lo limpié del musgo pegajoso. Caminé desconcertado en la dirección del agua y perdido, sin saber qué hacer, mirando desconsolado en los recovecos del canal. La altura de la cascada era de unos 5 metros. El agua se estrellaba contra el suelo y formando remolinos se iba remansando poco a poco. Pensando en las pocas posibilidades que tendría mi amigo de haber sobrevivido a la caída sonó el móvil. Ya lo creía inservible. Era su mujer. Están interviniéndolo. Ha sufrido lesiones delicadas en la caída pero el agua fría lo ha espabilado y ha conseguido salir del canal por una escalerilla de socorro dos kilómetros más abajo. Está fuera de peligro. El sobresalto me ha despertado y liberado de esta pesadilla.

San Juan, 5 de junio de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Viejos amigos. (4)

IV

Frecuentábamos todo tipo de bares. También sitios pijos como el “Dallas Junior” en el paseo Gadea, con aquella Harley brillante sobre una plataforma y las chicas tontas buscando chicos a su medida. Los bares de cada zona de la ciudad cosechaban la fauna correspondiente. Aunque a veces y según las horas, había trasvase de personal. Digamos que los sectores más desahogados podían bajar a las cloacas. No a la inversa. El atuendo y el bolsillo marcaban la frontera. Pero preferíamos el tipo de taberna. La estética cutre nos gustaba. No sabíamos por qué exactamente. Quizá por el rechazo a la estética oficial que gozaba de tan poco atractivo, también porque era la de nuestros padres, la del poder vigente, y, ya se sabe, la juventud… Eso aparte de la rebeldía ante el sistema que se había convertido en represor de todo lo que representaba nuestro mundo.

Casi todos los tugurios a los que íbamos tenían algo en común. Mal iluminados, ambiente sombrío, tipos malencarados, caras de pocos amigos, sobre todo si no te conocían. Si se trataba de una pareja de gente joven bien vestida, es un decir, porque nos gustaba vestir algo estrafalarios, entonces olían a guripa. Y se deshacían los corros o se guardaban los paquetes de cigarrillos, a veces manchados de coca o mezclados con chocolate, como hacía Juan. Aquel chico del barrio que vaciaba el cigarrillo, lo mezclaba con coca y luego volvía a rellenarlo. Parecía un cigarrillo normal que sacaba del paquete recién abierto y se lo fumaba sin levantar sospechas. El mismo Juan que necesitaba sujetarse el labio para que no se le saliera la cerveza de la boca. Un accidente de coche lo dejó sin fuerza muscular en el labio inferior. Por entonces tus amistades y mías se encontraban rozando la frontera del peligro o al otro lado. Como aquella noche, por unos bares cerca de las Mil Viviendas. Íbamos a tomar unas copas y pillar chocolate. Sentados en una mesa con el camello, se le erizó la joroba cuando vio entrar por la puerta todo agitado al “Pirrele”, colega suyo de andanzas, detenido meses antes y encerrado en Fontcalent. ¿Qué haces, tío, por aquí, fuera del trullo?. Acabo de escaparme, dijo, mientras dejaba la pistola sobre la mesa. Yo no podía creer lo que estaba viendo. ¡Ostias, una pistola de verdad! Dijo un joven que echaba monedas a la máquina tragaperras. ¿Cómo se te ocurre venir por aquí? Es donde te van a buscar primero. Aún no me echarán en falta hasta el recuento de la mañana. Tienes que perderte, tío. Antes tengo que saldar las cuentas con ese hijo de puta. Yo no puedo estar entre rejas mientras ese malnacido se está cepillando a mi mujer. Además, delante de todo el mundo. Si al menos fueran discretos. Pero esto no acaba así. Después que pase lo que tenga que pasar. No paraba de dar vueltas, nervioso, alrededor de la mesa, con un botellín tras otro en la mano. Las copas y el chocolate, tira que va, pero la pistola era demasiado. Apuramos las copas y el negocio y sin darnos mucha prisa para no levantar sospechas ante el fugado, aquella gente era peligrosa, tomamos las de Villadiego y sin llegarnos la camisa al cuerpo, nos refugiamos en la calle Labradores, zona fronteriza donde confluían gentes de todo tipo, del barrio y de la Rambla. Una zona donde se podía pasar bastante desapercibido entre los pijos y los lumpen. No supimos qué ocurrió con el fugado. Seguro que le echaron el guante. Al final se dejaban cazar porque sabían que era la única salida. Ésa o el cementerio. No había otra. Y todos seguían teniendo mucho apego a la vida. Aunque fuera una mierda. Era lo único que tenían. La vida y ganas de disfrutarla, de aprovecharla. De aquella manera. Su manera.

San Juan, 28 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Viejos amigos. (3)

III

Cuando incrédulo, te contábamos con detalle cómo terminabas algunas madrugadas, acabaste por aceptarlo y fuiste poco a poco dejando aquel veneno que te transformaba el carácter.

Te costó bastante asimilar lo que pocos amigos te decíamos. No es fácil afear a un amigo su conducta. Hay que quererlo mucho porque te arriesgas a perderlo como amigo. No es el primer caso. Es mucho más fácil dejar pasar las cosas y que sigan su curso aunque se estrelle, aunque eso entrañe consecuencias irreversibles. No se sabe por qué razón unos adoptan una decisión y otros la contraria.

Aquella llamada de la razón no fue inmediata. Hubo de pasar bastante tiempo. Al precio de perder algún amigo y de recordarle los que le quedaban algunas de sus andanzas nocturnas. De las que ni siquiera se acordaba. Eso fue lo que lo hizo preocuparse. Porque de sus amores…. Era y sigue siendo corazón. Ahora ya más tranquilo. Entonces, un bar de la plaza de Galicia fue testigo de su confesión, de su loca confesión de amor. Y yo fui el confesor. Siempre había tenido sus más y sus menos con la mujer, pero, bueno, iban tirando.

Y a veces se desbocaba. No atendía a razones. Las entendía, las escuchaba pero no podía aceptarlas. Era superior a sus fuerzas, a su pasión. No quería de ninguna manera. Y se lo decía. Es un conflicto para la chica, casada. Lo es para ti, casado. Todo por un calentón. Ya lo sé. Cuando estamos juntos perdemos la noción del tiempo. Nos da igual dónde nos encontramos. En la calle, en un parque, en la orilla del mar. Sólo tenemos ojos y manos el uno para el otro. Sólo existimos el uno para el otro. Como si no hubiera nadie más en el mundo. Es una locura, lo reconozco. Es una locura, pero una locura apasionante, excitante, enloquecedora. Te arrepentirás. Lo sé. Sé que me arrepentiré. Pero también me arrepentiré después, de no haber dado rienda suelta a esta pasión que nos devora a los dos. Ese delirio, ese enloquecimiento que nos abrasa, tiene que consumirse hasta apagarse. Así fue. Pasaron los días. Hubo conflictos con las respectivas parejas. Y pasó el frenesí. No mucho tiempo después se olvidaron de todo, como si no hubiera pasado nada. ¡Cuánta razón tenías, amigo! Eras incapaz entonces de aceptarlo. Yo creo que ni siquiera de entenderlo. Escuchaba lo que me decías pero como si no lo oyera. Eran palabras que susurrabas lejanas, como si no significaran nada. Ahora, después de tanto tiempo, me estoy dando cuenta de lo que decías en aquel bar junto a la plaza de Galicia. Y ya ves por dónde camina la historia de cada uno, aquella historia que nos unió un tiempo breve pero intenso en nuestra vida. En su vida y en la mía. Aquella chica fue luego de brazo en brazo. Ni mucho menos lo digo en sentido despectivo. Ni la censuro en absoluto. Se separó de su pareja, como se alejó de mis brazos, encontró un nuevo amor algunos años hasta acabar en brazos de la blanca dama, el último de los abrazos. Yo también cambié de brazos y junto al mar, yo que nací en las montañas, voy viendo pasar y perderse días, amores y amigos.

No digo su nombre, aunque ya no importaría después de tanto tiempo, pero él sabe muy bien de quién estoy hablando.

(continúa)

José Luis Simón Cámara

Viejos amigos. (2)

II

Como aquella vez en el Yerbeta, tomando agua de valencia, ya calientes. Un cumpleaños. Tú entre nosotros. Distintas militancias políticas. Con frecuencia discutíamos acaloradamente. Te metiste con uno de los amigos, vamos, algo dentro de lo normal, y enseguida comenzamos a oler a carne chamuscada. Uno de los presentes, quizá la primera vez que estaba con nosotros, acababa de apagarse el cigarrillo en la frente, restregándoselo una y otra vez. Olor repugnante a carne humana quemada. Como si oliera de forma distinta a la de otros animales. Mirad lo que hago sin motivo. Imaginaos lo que haré si alguien se mete con mi amigo Agustín. Apenas lo conocíamos. Sí sabíamos que era hermano, la oveja negra, de otros dos amigos nuestros. De sus andanzas y presidios en Marruecos habíamos tenido noticias porque apareció por aquí un italiano que decía venir en su nombre pidiendo dinero a sus hermanos para poder pagar una fianza con la que salir de la cárcel en Marruecos. No sé cómo había acabado la historia. Sí sé que un mal día apareció, después de un tiempo ausente, por Alicante y era una fuente permanente de problemas para sus hermanos. Se presentaba en la casa con desconocidos para alojarlos allí o desaparecía sin dar explicaciones o de cuando en cuando irrumpía en el despacho oficial de un hermano sindicalista, pidiéndole dinero, el arreglo de un desaguisado, siempre creándole problemas. Con paranoia persecutoria descubrió con un pico toda la conducción eléctrica de cables de la casa familiar, donde vivían varios hermanos, convencido de que lo espiaban. Con razón. Un 1 de Mayo su hermano Jacques, nombre imaginario, amigo mío, me pidió que lo acompañara a su casa, donde yo había dormido alguna vez, en la torre del Plá. Entonces vi el destrozo. En algunas paredes había abierto una canaleta a lo largo de toda la pared para sacar los cables y tratar de descubrir, como en las películas, algún dispositivo de escucha, pero en otras había dado tan fuerte que había un boquete abierto hacia el piso de al lado. Mirando y buscando entre escombros y estanterías encontramos un pan enmohecido con una casi inapreciable raya horizontal por donde se abrió al cogerlo y dejó al descubierto una bolsa de harina blanquísima. Ése era el motivo de su paranoia persecutoria. No era la policía. Eran sus socios de aquel viaje a Colombia, que no paraban de hostigarlo para que compartiera el alijo que no sabíamos por qué razones, parecía que no estaba dispuesto a compartir o repartir.

Le pregunté a mi amigo qué hacíamos. Porque podrían recaer sobre nosotros tanto las sospechas de su hermano como las de sus socios. Él no dudó un momento. Tenemos que deshacernos del muerto. Eso era para nosotros. Para su hermano y sus socios podía ser una mina de oro. Salimos del piso, una 5ª planta, con la bolsa y después de varias vueltas observando por la calle si alguien espiaba nuestros movimientos, la abandonamos en una papelera. Ya no volví a cruzarme más con aquel chico ni durante mucho tiempo supe de él, a pesar de mi amistad sobre todo con su hermano Jacques. Nos enteramos tiempo después de que lo habían encontrado colgado del techo de una pensión en Aspe.

(continúa)

José Luis Simón Cámara

Viejos amigos. (1)

I

Hoy me he encontrado con un viejo amigo en el Mercado. Iba del puesto de la carne al del pescado para hacer la compra, es miércoles, y lo prefiero al viernes o sábado, cuando se acumula mucha gente. Me he dado de narices con él. Lo digo porque comenzaba a sentir el olor del pescado cuando se me ha plantado delante. A pesar de la mascarilla y las gafas de sol lo he reconocido inmediatamente. Digamos que lo he olido. Sin los abrazos que en una situación normal nos habríamos dado, un simple roce de codo, no hemos parado de hablar, preguntar, recordar, tantas cosas en común durante tantos años. Nos hemos tomado un café y hemos hecho un rápido recorrido por el tiempo y los amigos. De algunos ya sabía que habían muerto. De otros le ha sorprendido. Sobre todo cuando me ha preguntado por Damián. Se lo había encontrado alguna vez en una gran superficie. Le he contado que un ictus se lo llevó al otro barrio. Y de ahí hemos “ido” al otro Barrio, al de Santa Cruz, a las noches de borrachera que él no recordaba al día siguiente. El Bordaberri, aquel bar de la esquina, en Labradores, donde coincidía con Ramón el vasco. La última vez que lo vio fue comprándose una boina. Muchas veces le dijimos, amigo, te pones agresivo con las copas. Tú no acababas de creértelo, porque sobrio eras puro afecto. Entonces podíamos tomar de todo y solíamos hacerlo en progresión ascendente. Primero algunas cervezas, después vino y luego ya cubatas. Para culminar algún chupito. Wisky, orujo, tequila. Nos gustaba eso de la sal y el limón. Incluso algún vodka. Habíamos leído que Mike Jagger, el ya para nosotros viejo rokero de los Rolling que seguía saltando sin parar por el escenario, lo tomaba y le sentaba tan bien. Y alguna vez mezcal. Esa bebida que lleva en la botella algún lagarto. Una vez apuramos la botella, sacamos los dos lagartos, los atamos por la cola y nos los fuimos pasando colgados de oreja en oreja. Luis era quien regentaba uno de los bares que se olían desde el principio de la calle Toledo. Los quesos eran su especialidad. Era alargado, todo lo ocupaba la barra y allí se tomaban tablas de queso o montaditos con salazones, cerveza y vino. Mucho vino para el queso. Era uno de los obligados para tomar un tentempié, como el mesón Labradores. Luego estaban los de copas. A veces entre copa y copa una partida de billar junto a San Nicolás, justo enfrente del Yamboree, donde alguna noche acabamos cantando a Louis Amstrong como músicos invitados. Uno de nuestros conocidos, asiduos del barrio, era controlador de vuelo en el Altet. Ni cuando el humo y las copas nos nublaban la vista se nos pasaba por la cabeza hacer un vuelo con semejante colega de controlador. Una noche se sacó de entre el pecho y la camisa, no me explico cómo pudo caberle, una “bacalá” entera. Y allí, sobre una mesa, la fuimos espiazando con los dedos que nos relamíamos entre trago y bocado de una hogaza de pan recién cocido de aquella tahona que había junto a la plaza del Carmen. Aquella noche acabamos, aún quedaba bacalá, en un tugurio de jazz de la calle Zorrilla, donde se habían instalado unos amigos que aún por entonces nos permitían, a escondidas, liarnos unos porros. Tú no podías pasearte por tanta variedad de bebidas. Algún tipo de alergia solo te permitía el cubata. Y te ponías ciego de cubatas. Entrabas directo al trapo. A una vorágine incontrolable. No poco a poco como nosotros. No solía pasar nada desagradable porque estábamos casi siempre entre amigos, pero en alguna ocasión, cuando se metían otros por en medio, a veces se desmandaba la situación y se perdía el control.

(continúa)

José Luis Simón Cámara