¡ A la calle ¡

No sé si aquejado por el síndrome de Estocolmo, estos días he dejado entrever cierta añoranza de la situación que ha creado en nuestras vidas el estado de alarma. Para cuando acabe esta situación, claro. Porque no se añora lo que se tiene sino lo que se ha perdido. Y no salgo de mi asombro cuando pienso que he dado cobijo a esa idea, nada más lejos de la cual me siento y me he sentido siempre. ¿Cómo echar de menos esa situación aunque sólo sea por una cosa, por la imposibilidad de moverse libremente? No hay mayor manifestación de libertad que la libertad de movimiento. Que se lo digan si no al prisionero. Obligado por fuerza a pasar sus días y sus noches en una celda estrecha, rodeada de muros y barrotes. Su ilusión es el campo abierto o la ciudad sin límites. Caminar y caminar hasta caer exhausto de cansancio bajo la sombra de un árbol o en el banco de un parque donde adormecerse escuchando el relajante griterío de los niños. O ir de bar en bar, sin nadie que te diga lo contrario. Tampoco hay que emborracharse. O sí. ¿Quién me lo impide? ¿Acaso no puede uno soñar despierto si te ayuda una copa de más? ¿Quién tiene autoridad para decidir sobre el número de veces que yo pueda levantar el codo? O bajarlo. La verdad es que hay muchas cosas que no se entienden. Puede uno morir en la calle o en su casa por una estúpida bala escapada a un policía que se ha puesto nervioso y no puede uno morirse poco a poco mientras pasa las tardes con sus amigos sentado junto a una botella en la taberna del pueblo o del barrio. Visitar a los amigos a cualquier hora del día o de la noche. Es cierto que no se encuentra a muchos que desprecien tanto los relojes. Cuando llego a este punto no puedo evitar acordarme de alguien que siempre estaba preparado para salir a la calle, si es que ya no estaba en ella. Me refiero a mi amigo Santi, ya casi dos lustros desaparecido. Y su recuerdo me lleva aún mucho más lejos. No penséis que a cientos de años. No. A miles de años. A aquellos tiempos mucho anteriores a las historias de la Biblia. Hace quizá siete u ocho mil años, cuando aquel gigante Gilgamesh tenía a los hombres de su ciudad, de Uruk, siempre en pie de guerra, preparados par el combate. No puedo evitar asociar a Santi con Gilgamesh, porque aquél siempre estaba preparado para el combate, a cualquier hora del día o de la noche. Recuerdo una vez en Suiza, recién llegados otro amigo y yo. Subimos a su habitación en una pequeña pensión de un pequeño pueblo junto al lago Leman, Epesses. Nos recibió abriendo botellas de vino para entrar en calor. Veníamos ateridos de frío, rodeados de nieve. Después de reponer fuerzas y a pesar de encontrarse él con fiebre, salió con nosotros a la calle bajo cero, para acompañarnos por el pueblo y continuar la ronda. Tengo muchos amigos. Pero cada uno tiene sus horarios. Los hay que trasnochan en su casa leyendo a Galdós de madrugada. Pero no en la calle. Los hay que madrugan en su casa, traduciendo a Virgilio antes de que salga el sol. Pero no en la calle. Los hay de muchas leches. Y a todos los quiero. Pero siempre dispuesto, como Gilgamesh, para el combate, sólo he tenido a uno. Y ya se ha ido para siempre. Aunque no desespero y sé muy bien que si alguna vez puedo volver a encontrarlo, nunca será encerrado, siempre será en la calle o en la barra de un bar o en la puerta de un puticlub o tendido borracho bajo las ramas de un árbol. Pero estoy totalmente seguro de que cuando oiga mis pasos, se levantará como Lázaro, para decirme: ¿Cómo has tardado tanto? Ya estaba empezando a cansarme de esperarte.

San Juan, 26 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Discusiones familiares.

Ni siquiera el afecto es capaz de suavizar la acritud cuando la conversación, después de tantas semanas sin vernos, deriva en la política. No sé por qué los mediterráneos ponemos tanta pasión cuando tocamos ese tema, cuando es tan propio del animal social que somos hablar o discutir de todo cuanto afecta al modo de vida. Siempre se ha puesto como ejemplo de apasionamiento a los países del sur de Europa, especialmente a los italianos. ¿Quién no tiene en su retina la imagen de grupos de gente discutiendo y gesticulando en las plazas del Duomo o de San Marcos? También los españoles encabezamos ese ranking y me pregunto por qué los nórdicos y centroeuropeos abordan esos temas con menos apasionamiento. Sin recurrir a la descalificación del adversario, sólo a los argumentos racionales, a datos objetivos, a comprobaciones, reduciendo el conflicto a un asunto si no técnico, casi. Ya sé que todo tiene su vertiente social. Pero incluso en ese caso se pueden tratar los temas barajando datos, recurriendo a estadísticas sin por ello descuidar el problema humano de las personas más vulnerables. Se trate del agua, de la luz, de la comida, de la educación, de la salud, de la seguridad de la familia, de la pandemia. ¿Por qué aplicar la pasión y no la razón a la hora de buscar soluciones a los problemas de los ciudadanos que siempre son, en última instancia, de carácter técnico? Siempre hay una solución ideal. Se trata de encontrarla. ¿Cuál es el problema aquí y ahora? ¿Estamos de acuerdo en el diagnóstico? ¿Coinciden las distintas visiones o puntos de vista en que el problema más grave ahora es que ya hay casi 30.000 muertos al menos provocados por ese virus? Partiendo de ese dato objetivo indiscutible, creo, se trata de que un equipo de técnicos, de especialistas, proponga las medidas a tomar. ¿Seguimos de acuerdo? Bien. Siguiente paso. ¿Quiénes deben decidir la composición técnica de ese equipo? Lógicamente los distintos y legítimos representantes de los ciudadanos. Cuanta mayor participación haya en esa elección, mejor. Si por distintas razones es muy difícil o imposible llegar a un acuerdo de todas o casi todas las fuerzas políticas representativas de los ciudadanos, entonces entrarán en juego las mayorías. No es lo deseable. De acuerdo. Pero si no hay otra posibilidad, es la única que queda. El Gobierno de la Nación no puede permanecer expectante ante una situación de crisis tan aguda. Está obligado a dar respuesta de forma inmediata a la situación. Puede equivocarse en la respuesta pero es preferible equivocarse a permanecer inactivo. Durante estos días he escuchado muchas veces en bocas distintas la expresión “No se puede cambiar de caballo mientras se cruza el río”. Es una frase bastante poética o épica, si queréis, pero si el caballo se niega a avanzar habrá que buscarse aunque sea un mulo, porque el objetivo no es la raza del caballo sino alcanzar la otra orilla. Y cuando uno se está ahogando no mira si está limpia o sucia la mano que se le tiende. En la otra orilla saldará las cuentas. Por si alguno no sabe a quién me refiero, no tengo dificultad en explicitarlo. Me refiero a esos señores de las diásporas centrífugas o centrípetas que, porque alguna o muchas veces en la historia han contribuido a la gobernabilidad de la “nación de naciones”, son incurablemente miopes cuando incansablemente anteponen su pequeño, si no ridículo en estas circunstancias virreinato, o sus ambiciones políticas, a los grandes intereses generales. Crítica siempre. Colaboración casi siempre. Obstrucción jamás. En estos asuntos, claro.

San Juan, 24 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Días de calma

Estos días pasados no sé si volverán a repetirse. ¿Quién diría, sumidos como hemos estado y aún estamos en esta inimaginable situación, que podríamos quizá, con lo denostada que sigue siendo, añorarla algún día? No hace falta ser muy perspicaz para ver en tu propia persona los cambios que imperceptiblemente se van operando poco a poco. Hasta ahora disponía de casi todo el día para mí en exclusiva. Ahora que se está suavizando el confinamiento ya podemos movernos más por la calle, ya hay que atender asuntos hasta ahora en hibernación. Tomar el pulso a hidroeléctrica, a las casas de móviles, a los cambios y autorizaciones de Aguas, a los precios del gas, a los arreglos de fontanería, a la búsqueda de vivienda, y todo esto, claro, se hace a costa de tiempo. Me voy dando cuenta de que además de todos estos quehaceres a los que me he referido y muchos otros, tengo la posibilidad, eso sí, aún sin salir de la provincia, de visitar a los amigos, de tomar una cerveza, de platicar con ellos. Aunque muchos han cambiado sus hábitos horarios. Por otra parte ya en dos ocasiones, después de estar sentado en una mesa, he sentido la tentación de levantarme. En ambos casos frente al mar. En una de las terrazas, el dueño, sin guantes ni mascarilla, departía con unos clientes sentados a una mesa. Nos hemos sentado en la otra mesa, de las dos que había, con marcas de haber sido usada. Nos ha preguntado qué queríamos. Un vermut y una caña. Chico, no llevas mascarilla. Eso son tonterías, mientras caminaba torpemente. Parece que cojeas. Por no decirle si estaba algo bebido. He entrado al bar para cambiar la caña por un botellín pero ya estaba servida en medio de infinidad de vasos sucios, con restos de bebidas. He cogido el vermut y la cerveza antes de que él les echara la zarpa y me los he llevado a la mesa. A pesar del enclave, del mar y del tiempo que conozco al dueño, por una vez hemos lamentado abandonar el paseo y sentarnos a tomar con aprensión aquel refresco, otras veces tan placentero. No pasó más de un día. Volvimos a pasear junto a la playa y nos sentamos en otra terraza donde los carteles y los camareros guardaban todos los protocolos. Mascarillas, guantes, limpieza de mesas, distancias de seguridad. Nada que objetar. Pero ni una miserable bolsa de patatas, ni un pequeño tarro con almendras. Hemos llegado a la conclusión de que por el momento, hasta que llegue esa ansiada nueva normalidad, nos daremos el paseo por la calle, junto al mar, en la ciudad o por la montaña y tomaremos los refrigerios en casa, despreocupados de protocolos, de inquietudes, de sobresaltos sanitarios. Comencé hablando de la disponibilidad de tiempo, obligado por las circunstancias. Me levantaba e instalaba en el salón. Rodeado de libros y de calma. Libretas para escribir cuanto quisiera. Si me cansaba de la misma posición iba del sofá a la mesa o a la inversa. Si cansado de ambos estiraba las piernas por el jardín. Cortar alguna rama quebrada por el viento, recoger las hojas incesantes del algarrobo, regar las plantas más delicadas y, ya satisfecho de naturaleza, regresaba al salón donde subía impaciente por anotar alguna de las ideas que se me habían ocurrido para que no se me olvidaran y enviárselas después a los amigos. ¡Qué duda cabe de que se establece con ellos un diálogo cuando les envías tus reflexiones, aunque la mayoría de las veces ni respondan! A veces tengo la sensación de que nunca he estado tan cerca de mis amigos como en este tiempo de alejamiento forzoso. Quizá por eso el género epistolar en otras épocas. Nada como la palabra escrita para una comunicación clara, sincera, serena, desnuda. Sin menospreciar las palabras apoyados en la barra de un bar. Pero la música, el bullicio, los camareros, la compañía.

San Juan, 22 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

“Como decíamos ayer…”

Hoy, como todos estos días, me he levantado y aseado. Después de desayunar, cuando ya me subía al salón donde he pasado gran parte de este largo confinamiento, desde donde he visto el ir y venir de los pájaros, el leve movimiento de las hojas acunadas por la brisa o el crujido de las ramas quebradas por una brusca racha de viento, desde donde también he mirado a veces sin nada más que ver que todo eso que está ahí, quieto, sin moverse, como en una foto, como yo mismo, paralizado, estático, he dicho “subía”, pero no he subido. Hoy es 18 de Mayo. Me he puesto los zapatos de la calle y los he dejado caminar en busca del sitio de siempre. Han recordado el camino. Y estaba abierto. Las mesas distantes en la terraza. Pero abierto. Buenos días, Pepe. Lo de siempre, por favor. Como si no hubiera pasado el tiempo. Y al poco lo tenía sobre la mesa. Aunque no es comparable, esta situación me ha recordado aquella otra en que un profesor, después de pasar 5 años en prisión alejado de su cátedra en la Universidad de Salamanca, al regresar al aula saludó a sus alumnos con la ya famosa frase: “Como decíamos ayer…” Como si no hubiera pasado el tiempo, como si los cinco años preso en las cárceles de la Inquisición, hubieran sido un paréntesis sin importancia en su vida. Como si la envidia y el odio de algunos de sus colegas, ansiosos por ocupar su puesto a cualquier precio, aunque fuera denunciándolo ante la Inquisición, fueran pelillos a la mar. Cuál era su delito, preguntaréis, para ser condenado a 5 años de prisión.

Haberse atrevido a traducir del hebreo unos versículos del Cantar de los Cantares. Eso era el pretexto. En esta época se consideraba peligroso poner la miel en la boca del asno, traducir a la lengua de Castilla, a la lengua romance, que hablaba el pueblo, aquellas peligrosas mieles escritas en lenguas antiguas, sólo accesibles a las élites culturales de la época. Otra historia equivalente al celo de Jorge de Burgos por ocultar algunos libros en la biblioteca del monasterio que nos cuenta Umberto Eco en “El nombre de la Rosa”. Ése era el pretexto. La verdadera razón era la envidia. Que una persona tan sabia y sencilla a la vez, cualidades que suelen ir juntas, a mi juicio, ocupara tan alta distinción en una cátedra en la famosísima Universidad de Salamanca. Los pretextos podían ser varios, importantes en la época e irrelevantes en la actualidad, como que Fray Luis prefiriera el texto hebreo al latino de La Vulgata o que se hubiera atrevido a traducir el Cantar. La realidad es que todo estaba motivado por la envidia entre órdenes religiosas, dominicos y agustinos, y por la envidia personal, pues Fray Luis, agustino, había ganado varias cátedras frente a otros opositores dominicos. El caso es que por estos bellos versos que voy a transcribir, sólo una muestra, dio con sus huesos en la cárcel de la Inquisición en Valladolid. Esa calle lleva ahora su nombre.

Ya sabéis que “El cantar de los cantares”, atribuido a Salomón, es un diálogo entre la esposa y el esposo.

Esposa:

“Béseme con su boca a mí el Amado;
son más dulces que el vino tus amores…
Morena soy, más bella en lo escondido
¡oh hijas de Sión! Y muy hermosa;
porque allí en lo interior no ha podido
hacerme daño el sol, ni empece cosa;
a tiendas de Cedar he parecido;
que lo que dentro está es cosa preciosa,
velo de Salomón, que dentro encierra
la hermosura y belleza de la tierra”

Esposo:

“¡Oh, cómo eres de hermosa, dulce Amada,
y tus ojos son bellos y graciosos…
Los tus pechos dos blancos cabritillos
parecen, y mellizos, que paciendo
están entre violetas ternecillos,
en medio de las flores revolviendo
mientras las sombras de aquellos cerrillos
huyen, y el día viene reluciendo,
voy al monte de mirra y al collado
del incienso a cogerle muy preciado.”

Esposa:

“Ven pronto, amigo mío, que tu Esposa
te espera; ven corriendo, ven saltando,
como cabras o corzos corredores
sobre los montes altos y de olores….
Venga a mi huerto y coja sus manzanas,
mi Amado, y comerá las muy tempranas.”

Pues bien, por esta selección de versos y otros tan hermosos, fue condenado el poeta, al que también se atribuyen unos versos aparecidos en la pared de su celda. Si no son suyos, merecerían serlo. Reflejan su grandeza de espíritu.

“Aquí la envidia y mentira
me tuvieron encerrado.
Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado,
y con pobre mesa y casa
en el campo deleitoso,
con solo Dios se compasa,
y a solas su vida pasa
ni envidiado ni envidioso.”

El “ristretto”, por cierto, tan rico como siempre.

San Juan, 18 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

El silencio efusivo.

¿De cuántas de las cosas que hemos prescindido estos 60 días podríamos seguir prescindiendo? ¿Durante cuánto tiempo más aún y de cuáles de esas cosas? Si hemos podido vivir sin ellas es porque no son realmente vitales. Por ejemplo, los bares. Los restaurantes. Los parques. Los grandes o pequeños almacenes. Los establecimientos públicos. Cines. Teatros. Salas de fiesta. Estadios. Canchas. Polideportivos. Circuitos. Gimnasios. Es decir, los puntos de encuentro. Especialmente la calle. Todos esos lugares donde la gente se encuentra para trabajar, hablar, beber, comer, hacer ejercicio o ver hacerlo, divertirse, entretenerse, pasar el rato. Y en eso la gente de los países mediterráneos y de otras latitudes son aventajados. Hay otros países, normalmente los llamados nórdicos, donde la gente se mueve menos por la calle. A esa movilidad atribuyen algunos la mayor o menor propagación del virus. Puede ser o no una de las razones. La realidad es que en los primeros países se ha cebado más que en los segundos. ¿Quiere eso decir, por si fuera una de las causas, que deberíamos renunciar a la efusividad mediterránea e instalarnos mejor en la aspereza nórdica? ¿Renunciar al abrazo y al beso como forma de saludo? ¿Ni siquiera el apretón de manos? La verdad es que me encuentro en una disyuntiva. Por un lado me gusta la austeridad del Oeste. Cuando hablo del Oeste me refiero, para el que no lo sepa, a las buenas películas del Oeste e incluso a bastantes de las malas. Quiero decir a esos diálogos sobrios, austeros, mínimos, casi carentes de palabras, en los que a veces sólo vale con el gesto. ¡Qué sé yo! Por ejemplo, cuando aparece en escena Burt Lancaster en medio del Saloon. O Kirk Douglas en la mesa de juego. O Marlon Brando en “El rostro impenetrable”. O Clint Eastwood escupiendo por la comisura que le deja libre el cigarro. Ahí, en esas películas, tengo asociada a la charlatanería el exceso de palabras. Al vendedor del frasco crecepelos que sirve para el catarro subido a su carromato. Entre los duros del Oeste no cabe el abrazo, mucho menos el beso, ni siquiera el apretón de manos. Ahí es suficiente ponerte al otro lado de la raya, al lado de tu amigo, sin necesidad de abrazos. Ahí es suficiente morir o vivir a su lado. Y luego, al final de la película, esos que han sido tan amigos que se han jugado la vida juntos, uno por otro, se alejan a caballo en distintas direcciones sin necesidad siquiera de mirarse a la cara. Pero saben que desde cualquier parte acudirán si el amigo lo necesita. Por eso me gustan también escritores que no gastan más palabras de las necesarias. No voy a citarlos a todos. ¡Qué sé yo! Nombraré sólo a uno que he descubierto hace poco. Cormac McCarthy. O quizá a otro, del que sólo he leído “Stoner”- John Williams. Cada vez aguanto más el silencio y soporto menos la verborrea. Sobre todo las palabras cuando son una sucesión de sonidos que no te dicen nada. Hablar por hablar. Pero me he ido muy lejos. Desde la calle a la pantalla o a la novela. La verdad es que me gusta la austeridad y me gustan los abrazos. Quizá podríamos llegar a un punto de encuentro. Quizá los orientales con sus inclinaciones de cabeza. Quizá sean también posibles los abrazos austeros. Los silencios efusivos. Las miradas tiernas con el rostro lleno de polvo del camino. Las manos que desde el puerto se mueven al ritmo de las que se pierden a lo lejos en el barco que se aleja.

San Juan, 16 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.