Desde el más allá. 2.

II

Los espíritus de los guerreros muertos en batalla no vagaban errantes por la pradera sino que eran acogidos en el seno de Manitú y tú sabes muy bien que has sido una guerrera, toda tu vida con las armas preparadas para la batalla.

“¡Cuánta razón tenía, amigo José Luis, aquel que escribió en tablillas de barro el poema de Gilgamesh! Y me dirijo a ti porque tú fuiste el primero que nos hablaste de esta vieja historia, la más vieja conocida, después de un viaje a Londres donde se encuentran y buscaste las tablillas de arcilla que cuentan mucho antes que la Biblia la historia del diluvio. ¡Cuánta razón tenía, amigos, cuando hablaba de la tristeza del más allá! Allá, mi aquí de ahora, solo hay motivos de tristeza. La alegría es algo de cuyo significado voy perdiendo la noción en este tiempo, no sé ya si poco o mucho, que llevo en este estado.

Recuérdame, amigo mío, qué hermosa palabra, algunos pormenores de la historia que se me han desvanecido y tanto me extasiaban. Apenas me acuerdo ya de aquello que me atañe. Los lamentos de Enkidu cuando su amigo le pregunta cómo se encuentra como yo me encuentro ahora, cómo se encuentra en el mundo de los muertos. Desde aquí, desde este vago aquí, parece todo tan lejano… ¿Por qué no me cuentas la historia desde el principio? Si a ti no te lo impiden las ocupaciones de los vivos, tu familia, tus nietos. Yo dispongo aquí de todo el tiempo del mundo. ¿Cómo sigue, por cierto, aquel que tras escuchar las palabras de nuestro entrañable Pepe le dijo: “Has hablado muy bien, pero muy largo”?

— Te la contaré sin entrar en pormenores. Espero no aburrirte repitiendo lo que ya sabes. Mi nieto tan chocante como aquella vez.

— Me gustaría, si quieres complacerme, que alargaras la historia. Mi tiempo es ilimitado.

— Te la contaré como se la contaba a mis alumnos en aquellos felices años, ¿recuerdas? en que el sol brillaba sobre las tinieblas.

La historia comenzaba en Uruk, una ciudad a orillas del río Eufrates, en la rica región de Mesopotamia. Allí se encontraron desde mediados del siglo XIX miles de tablillas de arcilla donde en escritura cuneiforme, hecha con una cuña de caña sobre el barro, se contaba la fabulosa historia de Gilgamesh, rey de la ciudad, protegida con una doble muralla de 5 metros de ancha construida por él.

Era un ser de medidas excepcionales, formado por dos partes divinas y un tercio humano. Su comportamiento con los habitantes de la ciudad era abusivo. A los hombres los tenía noche y día en pie de guerra y ejercía el derecho de pernada sobre toda mujer que llegaba al matrimonio.

— ¿No cuenta algo de eso mismo Valle Inclán en las “Comedias bárbaras” a principios del siglo XX, 5.000 años después de que lo practicara Gilgamesh?

— Así es. De una u otra manera se ha seguido haciendo en el mundo clásico, en la época feudal, en los cortijos andaluces, en las aldeas gallegas y en las fábricas de nuestro tiempo, cuando se despide a una trabajadora porque no se deja pasar por la piedra. Los habitantes de Uruk acuden a los dioses que escuchan sus súplicas, se reúnen en asamblea y deciden crearle a Gilgamesh un doble para que se enfrente al tirano.

“¿Por qué no me lo cuentas con las palabras del poema que me impresionaron?”

Tienes toda la razón. Seguiré paso a paso la historia según la cuentan las doce tablillas de arcilla.

San Juan, julio de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Desde el más allá1. 1.

I

Anoche, cuando aún caminaba por el filo del sueño y de la vigilia escuché tus palabras desde la distancia, trasladadas por el viento, y las sentía tan cerca como si estuviéramos tomando un café en el Blanco y Negro, tu bar preferido de La Albufereta. Y tú, como tantas veces me contabas alguna de las historias que leías, en esta ocasión me hablabas de los últimos días, en los que no habíamos podido hablar de nada, de tus últimos días postrada, traída y llevada de tu casa a la clínica.

“En aquellos finales días, imposibilitada de hablar por la, no sé si maldita afasia o si más bien fue una bendición que me aisló definitivamente de este mundo, las ideas se me atropellaban en la mente a una velocidad vertiginosa, desde la más tierna infancia hasta estos últimos tiempos. Allá en Almendralejo veía a las gallinas picoteando por la calle, los primeros escarceos bajo los naranjos de las plazas de Sevilla rociadas de azahar, luego las islas y la península, amores, hijos, horas y horas junto a la cama del hospital con mi hijo pequeño hasta que los años y la ciencia y el otro hijo por sus derroteros, y el largo tiempo de estancia en el Instituto de San Juan, tantas historias. Me dejaste, como una premonición, ¿te acuerdas? la, como la mía, triste historia de Stoner, aquel profesor que rozó la felicidad un breve tiempo con los dedos de la mano pero se le escapó como un pájaro que encuentra la puerta de la jaula abierta. Ahora aquí, sin las penas que me han acosado a lo largo de la vida pero también sin las alegrías puntuales contadas con los dedos de una mano. La fuerza de las ideas atropelladas que se elevaban por encima de mi maltrecho cuerpo era como un halo que lo sobrevolaba y desde lo alto miraba el triste espectáculo de un cuerpo, el mío, manipulado, encerado, hasta dejarme la cara fría, de cerámica, a la vista de los pocos amigos que se acercaron en esos momentos definitivos, y fui viendo incluso cómo me introducían en aquel horno a mil grados de temperatura donde mi cuerpo se iba consumiendo hasta ser reducido a cenizas que cabían en el cuenco de la mano, mientras a mí me llegaba apenas un poco del calor que se desprendía de aquel ingenio. Una sonrisa se me dibujaba cuando veía la tristeza colgada del rostro de mis amigos, de todos vosotros. Únicamente se me escapó una lágrima al contemplar la soledad de mis hijos, cuyo polo, vínculo y horizonte había desaparecido para siempre.

¿Qué te voy a decir, amigo? ¿Qué quieres que te diga que no sea triste? ¿Qué más quisiera, conociéndote, que decirte cosas que invitaran a la alegría? Pero no puedo engañarte. Nunca te he engañado. Tú lo sabes. Cuando hablábamos de poesía y cuando hablábamos de los hijos y del amor y de la amistad. Sobre todo de la amistad. Ese sentimiento tan raro, tan generoso, tan necesario. Más incluso que el amor, laberinto de vendavales. ¡Cuántas preocupaciones inútiles durante tantos años! Las cosas, muchas cosas, la mayoría de las cosas, ocurren. Simplemente ocurren. Rara vez podemos evitarlas. Y tampoco sabemos si ha sido mejor evitarlas. Las aguas buscan siempre su cauce y a pesar de los obstáculos acaban encontrándolo. ¿Qué te voy a decir que ya no sepas? Es como si todo se viera ahora mucho más claro. Antes, en la vida que tú sigues viviendo, también se veía. Pero como una neblina lo difuminaba. Más bien se intuía. Ahora está tan claro que no puedo creerme que no lo percibiéramos así.”

San Juan, julio de 2020.
José Luis Simón Cámara

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1Al leer este título me dan ganas, si aún tuviera ansias, de reír porque acabo de expresarme como quien ya no pertenece a vuestro mundo.

Malas no, pésimas noticias.

Después de 4 meses contando alguna historia casi todos los días, ha pasado ya más de una semana sin escribir una sola palabra. Como si se hubiera secado la fuente de inspiración. Como si se hubieran escondido las musas en la espesura del bosque. Y sin embargo afuera, todo sigue como siempre. Como casi siempre. Unos, la mayoría, viviendo. Otros, unos pocos, muriendo. Sin hacer ruido.

El lunes, 29 de Junio, escribía unas notas con otro título, “Malas noticias”. En un intento de informar a muchos compañeros que, por su hermetismo, no sabían de la gravedad de nuestra compañera y amiga. Por una calle del pueblo me he cruzado, como un presagio, con un antiguo compañero de trabajo durante muchos años.

Sin vernos desde antes del estado de alarma, nos ha preguntado por ella. Mi compañera, mi amiga, mi… lo que quisiera, si es que ella hubiera querido. Nuestra compañera, nuestra amiga, nuestra… lo que quisiera, si es que ella hubiera querido. Sólo he sabido decirle lo poco que sé. Que no es poco. Cáncer de hígado, cáncer de pulmón, ictus cerebral. Muy poco consoladora la información. Nos hemos despedido y ha sido ya en un despacho donde entre el bullir de gente de un lado a otro, alguien se ha quedado quieto ante mí, a poco más de un metro de distancia. Todos allí con mascarilla. Eso dificultaba su identificación. Un ligero movimiento de cojera y el recuerdo de su operación de cadera me han ayudado a identificarlo a la vez que ya él se dirigía a mí. Qué tal. Bien. ¿Y tú? Mira, de gestiones. Sin más preámbulos le he preguntado por ella. Está muy mal. No habla nada. Apenas puede articular palabra si es que acierta con la que busca. Una afasia. Incapacidad de comunicarse mediante el habla o la escritura por lesiones cerebrales. No quiere comer. No quiere ver a los amigos. Le ayudamos a levantarse y a los 10 minutos ya quiere volver a la cama. Al menos no tiene dolor, ése es su consuelo y sus hijos. El pequeño lleva con ella tres semanas y el de Madrid ha pedido la excedencia para estar junto a su madre. Dile que todos deseamos saber de ella. Dile que la queremos. Dile que quisiéramos ir a verla cuando ella lo decida. Transmítele nuestro cariño. Ella lo sabe. Todos, nuestros hijos y yo, sabemos que la queréis. Con la tristeza tras las mascarillas nos fuimos alejando mientras él, con su cojera, se dirigía a una de las dependencias. Casi se me habían olvidado las gestiones administrativas. El martes, 30 de Junio, me llaman unos primos. Acaba de morir el tío Manolo, uno de los doce hermanos de mi padre, con 95 años. Hasta hacía unos días con una energía impropia de su edad. No le sentaba bien el vino pero el cubata lo ponía en su punto. Ictus cerebral. El miércoles, 1 de Julio, cuando me dirigía a La Aparecida, pedanía de Orihuela, donde habían nacido todos los hermanos de mi padre, recibí un WhatsApp de una compañera informándome del agravamiento de nuestra amiga. Germán, hijo mayor de Mercedes, lo envía a las 07.51: “Hola, Concha, mi madre está ingresada. Ayer llamaron a la ambulancia mi padre y mi hermano porque no respiraba bien. Aquí le están poniendo morfina. Está muy mal”. Asistí al entierro de mi tío Manolo en La Aparecida y cuando regresaba de allí a San Juan recibí otro mensaje de Concha a las 14.15, más escueto aún: “Me acaba de decir Germán que ha muerto Mercedes”.

Después ya todo daba igual. Dondequiera que estuviera, cualquiera que fuera la hora de visitarla o no visitarla. Coincidir o no con los compañeros, con los amigos de estos últimos 30 años. Lo importante ahora. Lo único importante ahora es que está muerta. ¡Qué más da ya todo lo demás!

San Juan, 9 de julio de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Lisístrata

Se abren, después de tanto tiempo, tantas posibilidades. No sé. ¿Adónde ir? Por otro lado la tentación de quedarse en casa no es pequeña. Aceptada, interiorizada la sumisión a órdenes jamás vistas, parece que desaparezcan si no las ganas, sí al menos la necesidad incontenible de salir que parecía asediarnos al principio del estado de alarma. Como si la furia, como si la rebeldía se hubiera amansado, se hubiera domado como un potro salvaje tras la férrea doma del cowboy.

Es hermoso el espectáculo de un caballo haciendo cabriolas bajo la férula de un jinete en la arena del coso, pero cuánto más hermoso es ver a ese corcel salvaje, indómito, recorrer las llanuras hinchándose la nariz del viento de la pradera.

La verdad es que, con tantos protocolos, mascarillas, geles, distancias, colas de espera, se quitan las ganas de salir a la calle, de recorrer los bares en busca de los mostradores llenos de las tapas más variadas, cuando las había y estaban a la vista, porque ahora o no las hay o están ocultas a la vista para protegerlas de las miasmas que generamos. ¡Somos tan acomodaticios! El hombre es un animal de costumbres. La misma especie es capaz de vivir a 50 grados bajo cero en las zonas más frías del planeta y a 50 sobre cero en los desiertos saharianos. Nos acostumbramos a todo. De algunas historias de adaptación al medio no quiero ni acordarme. Inevitablemente se me va la mente hacia, por ejemplo, “Portero de noche”. ¿Quién lo podría pensar? Llegar a añorar al propio torturador del campo de concentración. ¿Acaso es posible imaginarlo? Si no fuera real no podríamos creerlo. Porque además del confinamiento oficial, gubernativo, inevitable, también hay luego otra escala, quizá más delicada aún, el confinamiento familiar, aunque no sujeto a multa, sí al pago de otras monedas de cambio, no sé si más caras como es el caso, y lo sé de buena tinta, de algunos amigos a los que las parientas o “domadoras” o “máquinas de reñir”, como dice mi amigo Pinki, les han amenazado si no con la estratagema de Lisístrata, con otras parecidas. No me resisto a recordar la astucia de Lisístrata para conseguir sus objetivos. Lo cuenta Aristófanes en la comedia que lleva el título de esta mujer opuesta a las interminables guerras entre atenienses y espartanos. Las mujeres griegas, alentadas por Lisístrata, iniciaron una huelga de sexo hasta que los hombres acabaran la guerra. Éstos, incapaces de aguantar la huelga, más dura para ellos que la propia guerra, se vieron obligados a una cumbre a la que los espartanos acudieron, de tanta abstinencia con el pene en erección, para negociar la paz, única forma de satisfacer sus necesidades sexuales. Curiosa historia que encierra muchas enseñanzas, entre ellas que tanto la belicosidad de los varones como su inagotable apetencia sexual, vienen de bastante lejos. Estamos hablando de una historia contada por Aristófanes el año 413 antes de Cristo, hace ya la friolera de 2.400 años. En todo ese tiempo no solo no se han apaciguado esos impulsos sino que se han exacerbado aún más. Quizá convendría recordar estas enseñanzas de la historia. “Historia, magistra vitae”, la historia es maestra de la vida. Aunque no quiero dar ideas a ese movimiento feminista que podría plantearse conseguir algunos objetivos recurriendo a métodos ya probados con éxito en época de Aristófanes. Por lo que a mí atañe, estaría en la mejor disposición de ánimo para cambiar las batallas de sangre por las guerras de amor. Para vuestra tranquilidad, si la OMS os tranquiliza, los coronavirus no se transmiten sexualmente, sí por la saliva. Pero hay mucha geografía que recorrer hasta los labios.

San Juan, 27 de junio de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Fronterizos.

Como si no hubiera pasado el tiempo, ayer, 21 de junio de 2020, nos reencontramos después de cuatro largos meses. Tampoco es para tanto, diréis, yo me paso muchos meses más por razones de trabajo sin ver a mis hijos, o yo incluso años sin ver a mis amigos al otro lado del Atlántico. Y tenéis razón. Pero yo no estoy hablando de trabajos en una plataforma petrolífera de los mares del Norte ni en relaciones familiares con miembros emigrados a los Estados Unidos de América. Yo estoy hablando de un país mediano, si no pequeño, como España, y de dos provincias limítrofes como son Alicante y Murcia, si bien con esa variante división administrativa, heredada del romanticismo más individualista del siglo XIX, pertenecientes a Comunidades Autónomas diferentes, nueva frontera añadida a la provincial. No es mi propósito hablar de estas arbitrarias divisiones administrativas, tan lejanas a menudo de la realidad humana de sus habitantes, no pienso invertir ni un solo segundo más de mi vida en estas ridículas cuestiones, pero inevitablemente tengo que hacer referencia a ellas pues condicionan mis amistades, mi parentesco y mis afectos. Tan es así que durante casi 100 días no he podido cruzar la frontera o raya divisoria, sólo existente en las cartografías de la administración, porque jamás he tenido que saltar un obstáculo para cambiar de provincia. Cuanto más que mi padre nació a 500 metros de la marca fronteriza en La Aparecida, pedanía de Orihuela, perteneciente a la provincia de Alicante, y mi madre, a menos de 500 metros de la misma raya en El Siscar, pedanía entonces de Murcia y ahora de Santomera, provincia de Murcia. Raya fronteriza que coincide en un largo tramo con la Rambla del pantano de Santomera, normalmente seca y esporádicamente desbordada y amenazante. Acabo de decir que “no he podido cruzar la frontera”. Expresión absolutamente inexacta. Porque sí he podido. Hubiera debido escribir “no he debido” porque poder podía. ¿Qué autoridad política o policial hubiera podido decirme que el árbol al que estaba subido pertenecía a una u otra provincia, a una u otra comunidad? Y si el árbol fuera fronterizo, qué rama pertenecería a una u otra provincia? Eso por no hablar de la sierra, donde las águilas, ¿quién decide si esta piedra o aquel guijarro quedan a uno u otro lado? ¡Hemos visto ya tantos cambios de fronteras en tan pocos años desde la 2ª guerra mundial y el telón de acero hasta las guerras balcánicas!

Si hubiera querido hubiera podido saltarme la raya, nací casi en el filo de la navaja, por uno de los muchos lugares en que ésta se diluye, se deslíe, se difumina, se borra. Pero ¿de qué hubiera servido? ¿Sólo por el placer de pasar al otro lado? ¡Cuántas veces me he acordado de Cicerón, no sé si en “De senectute” o “De amicitia”, cuando habla del respeto a la ley y dice algo así como que es mucho más grave saltársela por poco que por mucho, porque saltársela por poco implica menos respeto que saltársela por mucho. También de Gide, en otro intento de consolarme. “La sensación de deseo es más fuerte que la satisfacción del mismo”. Anoche finalmente y en el incomparable marco del chiringuito del reciento de fiestas del Siscar sin fiestas, en medio de la huerta, con ese fresco que sólo posee la vega cuando sopla el levante, hemos podido sentarnos y conversar amigos y parientes después de tanto tiempo. En la mesa pequeños y variados platos de pisto, michirones, caracoles, variantes y montaditos de chorizo, morcilla, panceta. Esos sabores de nuestra tierra que ya paladearon nuestros antepasados y que siguen contribuyendo, pequeños placeres, a nuestra merecida felicidad. ¿Acaso nos vamos a resignar a esa malintencionada y amedrentadora afirmación de que esto es un valle de lágrimas?

San Juan, 22 de junio de 2020.
José Luis Simón Cámara.