Paseaba sin rumbo cuando el cielo comenzó a ensombrecerse con unas nubes altas y lejanas que no presagiaban lluvia, en esta tierra seca que tanto la necesitaba. Alguna racha de viento fresco me invitó a entrar a aquella amplia sala donde años atrás había ido, ya casi a media noche, con los dos amigos con los que, después de cenar de tapeo por la ciudad iba a echar, en raras ocasiones, unas partidas de billar. Ya alguna vez, después de tomarnos unas copas, íbamos Paco y yo a un pequeño local en esa corta calle que va desde la fachada de San Nicolás hasta la Rambla. Se encontraba enfrente del Yamboree, local con música de Jazz en lata y en directo, al que también acudíamos a tomar unas copas y ojear el ambiente. Habíamos renunciado al excitante encuentro con una de esas bellas y misteriosas señoritas que sólo aparecen en las historias de ficción o en algunas películas inolvidables aunque nunca se pierde la esperanza, claro que no queremos confesárnoslo, de que alguna vez… Creo que el local de enfrente se llamaba “Ramona”. Un buen día, no íbamos con mucha frecuencia, dejó de existir y lo lamentamos lo justo, tampoco demasiado. Fuimos buscando sucedáneos si bien eso suponía alejarnos del centro de la ciudad por donde nos movíamos como pez en el agua. Y nos obligó a buscar algún local por los barrios, siempre más peligrosos porque sus gentes suelen guardar menos las apariencias. Me refiero a las maneras de vestir, de hablar, de comportarse, en la mayoría de los casos más burdas pero mucho más sinceras y espontáneas que las de los del centro, cuya cortesía suele ocultar hipocresía. No muy lejos de la llamada plaza de las “pizzas”, por confluir allí varias factorías de la famosa comida, italiana dicen unos, otros importada de China por Marco Polo, entré a aquella sala descubierta con mis amigos Paco y el Pariente. Pedí en la barra principal una cerveza y un Jack Daniels, además de ficha para el billar y taco. Con la ficha y el taco me adentré en dirección al billar. El camarero me llevaría las bebidas. Sobre la mitad del billar habían extendido un mantel donde colocaban alimentos y bebidas. Me dirigí al barman de la pequeña barra enfrente del billar y le dije que me traían la consumición desde la barra principal mientras yo comenzaba a jugar.
–¿Cómo a jugar al billar? Ahora van a celebrar una fiesta estos clientes y están ocupando la superficie del billar para apoyar comida y bebida.
–Me lo podían haber dicho ustedes. ¿No están coordinados los camareros? Su compañero me ha dado el taco y las fichas.
Justo en ese momento llegaba el otro camarero y después de hablar entre ellos, el que me había atendido me dijo:
–Mire, señor, ha habido una confusión. Si usted quiere juega la partida.
–Hombre, no me gusta importunar pero comprenda que podía haberme avisado.
–Tiene usted toda la razón. Si quiere jugar, juegue. Se lo explicaremos a los chicos, clientes de toda la vida.
Explicación innecesaria porque los chicos cuchicheaban entre ellos mostrando su malestar por la inoportuna llegada de aquel forastero que iba a joderles su fiesta.
–Les aseguro que ocuparé el billar unos 30 minutos máximo.
Ya escuchaba por lo bajini, ¡ostias! Éste se tira más de media hora. Y el camarero me preguntó con quién jugaba.
–Solo, le dije.
–¿Cómo va a jugar usted solo? Aquí siempre hay alguien dispuesto a jugar cuando viene un cliente solo. No se puede resistir. Son como las normas de la casa y estaría muy feo que rechazara hacerlo con alguno de los clientes.
Mientras hablábamos observaba movimientos en el grupo de amigos, de entre los que uno se adelantaba sacando pecho y dijo, dirigiéndose a mí:
–¿Tiene usted miedo de enfrentarse a uno de nosotros? ¿Somos acaso poco rival para un señorito del centro? Aunque no vistamos como usted también sabemos darle a la bola.
Me vi en tal aprieto, nunca había jugado bien y ni siquiera recordaba las reglas del juego, que estuve a punto de renunciar y dejarles que celebraran su fiesta, pero la cosa había llegado demasiado lejos y me parecía una cobardía dejarme achantar por aquellos jóvenes de barrio.
–Vale, acepto la partida.
Quitaron el mantel que cubría el tapiz de la mesa del billar mientras se miraban entre sí con sorna y se hacían señales con los ojos. Yo metí la ficha, cayeron con estrépito las bolas y, lentamente comencé a colocarlas dentro del triángulo. Ya colocadas, mi adversario dijo:
–El honor del saque siempre para el forastero.
No sabía cómo acabaría aquella aventura inesperada en la que sin duda, y en el mejor de los casos, haría el ridículo más espantoso si no iba a más. Alargando la situación di tiza al taco, me agaché sobre la mesa, apoyé la mano izquierda sobre el borde y, encomendándome al destino, golpeé con todas mis fuerzas a la bola blanca pero ni se oyó la intensidad del golpe. El latigazo seco de un trueno, seguido del fogonazo de un relámpago silenció el golpe de mi taco y apagó las luces del local que se quedó totalmente a oscuras. Con una linterna los camareros invitaban a los clientes a abandonar el local. La tormenta había acudido en mi ayuda.
San Juan, 20 de febrero de 2021.
José Luis Simón Cámara.