Hoy, 22 de Febrero, he asistido con Alberto Mejía, Lillian hija, su tía Rosa y dos parejas de amigos y sobrinos, al funeral por Lillian madre en el tanatorio de San Juan. Desangelado en todos los sentidos. La imagen doliente y llorosa de su hija, siempre acompañada, por fortuna, de su tía. Nueve personas solas, incluido el oficiante, separadas por varios metros en la amplia capilla para tan poca gente. Sin ángeles, sin misa, el féretro y tres golpes de flores de la familia, de los amigos y de la feligresía. Los interesados saben muy bien a qué me refiero. El hijo de Leví hablaba sin que nos enteráramos, lo mejor que podía hacer, una melopea ininteligible y adormecedora mientras algún rayo de sol asomaba apenas por la pared vidriada. Si al menos estuviera Pepe para lamentarnos juntos de la muerte de Lillian. Si al menos estuviera Lillian para lamentarnos juntos de la muerte de Pepe. Si al menos estuviera la rubia para lamentarnos juntos de la muerte de Pepe, de la muerte de Lillian, de su propia muerte. Pero cada cual tiene su propia muerte en exclusiva. Y los demás, por mucho que te quieran, siguen con su vida y tú te marchas solo y solitario hacia lo desconocido, hacia el lugar del que nadie sabe nada porque nadie ha regresado nunca. Si al menos quedara Lillian, aunque desvalida, para arroparla y lamentar a su lado la muerte de su amado, de la que, por fortuna, no ha tenido tiempo de enterarse. Apenas un gesto, nos dice su hija, reflejo del brazo en busca, cree, del de su eterno y permanente acompañante que la ha amado hasta cuando ya no era ni sombra de lo que fue. A la que ha dedicado sus días y sus noches. Por la que ha sacrificado hasta su pasión por la lectura, por los libros, echándolos, si hacía falta, al suelo, para equilibrar la silla en la que ella se movía en los últimos tiempos. Aún tengo sobre la mesa alguno de sus regalos recientes. Aunque a él en su cumpleaños le regalábamos vinos, ¡con qué libros podríamos sorprenderte, a ti, el máximo conocedor y devorador de la última novedad editorial casi en cualquier materia! ¡Imposible!. Por eso, aunque también te gustaba investigar en las vinotecas y demás bebidas espiritosas, especialmente en aquellas que sabías gustaban a tus amigos las veces que íbamos a vuestra casa, siempre al menos en el cumpleaños de Lillian. ¿Cómo si no ibas a tener aquellas cervezas que sabías gustaban a Manolo? ¿O aquellos coñacs que le gustaban al Pariente o aquel wisky, el Jack Daniels´, que sabías le gustaba al que te escribe? Los libros, era lo tuyo. Ahí nadie te adelantaba. En la carrera de los libros, a pesar de tu humanidad, siempre llegabas el primero. Bastó que José Luis Alonso te dijera que su nieta se llamaba Atala para que un día le llegaras con una edición antigua del libro de Chateaubriand. Bastó que un día te hablara de un libro, bastantes años agotado, para que pocas semanas después te presentaras en mi casa con “La gare de Finlande”, de Edmund Wilson, el más célebre crítico americano contemporáneo. Agotado en cualquier lengua lo conseguiste en francés. Tú sabías de mí y de casi todos tantas cosas que no te escapaba mi pasión por el francés, del que con tanto cariño cantaba a Lillian y los amigos “Ne me quitte pas” de Jacques Brel durante tantos años. Las canciones hermosas, como las buenas poesías, ésas que tanto te gustaban a ti de Eloy Sànchez Rosillo, el poeta murciano, nunca pasan de moda. Cada hoja que paso de cualquiera de los libros que me has ido regalando en estos años es ahora como un paso lento que se hunde en la arena de la playa. Como si temiera llegar a la última página porque entonces ya no habrá duda de que te has marchado para siempre. Como si cada página fuera un día de tu vida y la última fuera el último día de esa vida.
San Juan, 4 de marzo de 2021. José Luis Simón Cámara.