Desolados por la historia que acababa de contarnos aquel pobre lisiado y habiendo comprendido ya por qué la tristeza se cernía sobre Chonina, la taberna y el entorno, reemprendimos la subida hacia Foncebadón, rodeados de matorrales, cardos y abrojos que, a pesar del cuidado, nos arañaban las pantorrillas. Dejábamos Rabanal, a 1.150 metros de altitud y subíamos a Foncebadón a 1.430. Muchas preguntas perforaban nuestra mente pero no quisimos perturbar con ellas el triste “modus vivendi” de Chonina. ¿Qué habría sido de la joven y hermosa viuda? ¿Había algún hijo fruto de aquella breve y truncada relación? ¿Qué habría sido del, en el mejor de los casos, homicida y, en el peor, asesino? Ni siquiera nos atrevimos a planteárselas a nuestro amable o interesado y apestoso informante. Porque he de decir que con nosotros se tomó más de tres cuartas de vino. Sin probar una sola aceituna. Lo tenía difícil el pobre porque los dientes brillaban por su ausencia. Rumiando todo esto en silencio y en fila india, la estrecha senda escoltada por jaras, enebros, brezos y retamas nos impedían caminar a la par, observamos que Alberto, el montañés precisamente, se retrasaba. En una de las ocasiones apoyado al tronco de una carrasca, con movimientos convulsos y amagos de vómitos. No sin esfuerzo, sobre todo de nuestro amigo, llegamos a Foncebadón, sede ¿quién lo diría? de un Concilio en el siglo X. Años después el obispo Gaucelmo construyó allí un albergue y un hospital de peregrinos, pero de todo aquello apenas quedaban unas piedras devoradas por la maleza. No sólo no quedaba rastro de aquellas épocas lejanas, tampoco de las recientes. Una ancha calle central flanqueada por casas en ruinas, apenas alguna pared tapada por la parietaria, unas tejas tambaleantes apoyadas sobre maderas carcomidas, y eso sí, aún se conservan algunos muros de la iglesia, llena de excrementos de ganado y la vencida torre con su campana, defendida con uñas y dientes por los dos únicos vecinos del lugar. Años atrás el obispo de la diócesis había ordenado su traslado pero una hermosa y salvaje o temible mujer de 60 años y su hijo de 30, “alobado”, según decían los de los alrededores, se opusieron hasta el punto de que la propia guardia civil, encargada de la protección de los obreros ocupados del traslado, se retiró ante las amenazas de aquel joven que les apuntaba con una escopeta y eran incapaces de localizarlo. Aparecía y desaparecía como un fantasma. Él apenas articulaba algún sonido. Había vivido siempre en la soledad de la sierra con los animales del bosque. Era su madre la que interpelaba, con argumentos bastante razonables, a quienes iban a quitarles su único instrumento de socorro, en caso de grave necesidad, porque su sonido llegaba hasta Foncebadón y Manjarín. Y también podía alertar a los caminantes. Un pueblo, en suma, fantasmagórico. Quien pase ahora por aquellas tierras podría pensar que invento la historia y exagero el deterioro del lugar. ¡Ah, si hubiera caminado por aquellas calles rodeadas de ruinas hace solo 30 años! Pasados aquellos parajes y la Cruz de Ferro, hubimos de buscar ayuda para nuestro amigo, tal era su descomposición, desarreglo y malestar general. Lo confiamos a unos desconocidos en un desvencijado albergue a la orilla del camino por Manjarín. Allí nos recibió, recuerda Alberto el manchego, un personaje mugriento que decía ser el último templario. Se llamaba Tomás y estaba escoltado por una joven templaria con la daga en la cintura. Le suministraron un brebaje de hierbas silvestres. Mientras él descansaba en un camastro nosotros nos recostamos bajo un deslumbrante castaño en flor hasta que nos aseguramos de que un taxi lo llevaría al caserío más próximo, El Acebo, donde continuó su lenta recuperación.
San Juan, 3 de abril de 2021.
José Luis Simón Cámara.