Alguien que no me conozca puede pensar que no ceso de lamentarme por la pérdida de amigos. Nada más lejos. Si supiera leer entre líneas apreciaría que lo único que intento es prolongar su presencia, ya imposible de verdad, pero sí en el recuerdo. ¿Quién va a arrebatarme todos aquellos ratos, todos aquellos momentos que, juntos, hemos saboreado los dulces licores de la amistad? Por eso los traigo a mi presencia con alegría, no con tristeza, en todos aquellos lugares, que son muchos, por los que me he paseado con ellos, en los que me he sentado con ellos, donde he comido y bebido con ellos, donde, tembloroso he osado rozar su piel temiendo su rechazo, donde, atrevido, he echado sobre la mesa asuntos en los que estaba clara la discrepancia, donde, temerario, he puesto a prueba su confianza llevándolos al límite, donde, ahítos de vino y copas, hemos entrelazado por el rabo las lagartijas de la botella de tequila, colgándolas de nuestras orejas.
Igual que leemos, enfervorizados, el regreso de Ulises a Ítaca, donde Penélope es asediada por sus pretendientes y esperamos, nerviosos, intrigados, cuál será la respuesta de aquel miserable anónimo vestido de harapos y sólo reconocido por su fiel perro, Argos, ya enfermo, al que Ulises no puede acariciar para no levantar sospechas, pero por el que derrama una lágrima.
Igual que nos sentimos atrapados por el destino de Romeo y quisiéramos encontrarnos a su lado para arrancarle de las manos el veneno e interponernos en su trágico destino que lo separará irremediablemente de Julieta.
O como nos sobrecoge el dolorido lamento de Gilgamesh ante su amigo Enkidu muerto, o el llanto de Príamo ante Aquiles pidiéndole el cadáver de su hijo Héctor, muerto y arrastrado por el suelo fuera de las murallas de Troya.
O como la triste estampa de Aylan Kurdi, aquel niño kurdo de 3 años que apareció ahogado en una playa de Turquía cuando huía con su familia a causa de la crisis humanitaria en Siria. O como la del joven negro, blanco o asiático, baleado por un policía borracho de wisky y sediento de sangre.
Igual que nos acercamos emocionados a estas y otras historias lejanas o próximas, ¿por qué no hacerlo con las que he compartido con mis amigos?
Aquellas noches de la October Fest en Calpe, cuando ya con gran parte de un barril de cerveza en el cuerpo, ascendíamos hacia el Peñón y mirábamos asombrados los blancos vientres de las gaviotas que volaban sobre nuestras cabezas.
Aquellas noches de carnaval, nunca nos habían gustado los disfraces, en que provistos de unas rudimentarias caretas que no conseguían ocultar nuestra cara, nos lanzábamos a la conquista de las calles en la ciudad deslumbrante de máscaras y colores. Aquella noche que Pepe, siempre tan serio, siempre tan responsable, se vino con nosotros y Lillian, temerosa de su falta de costumbre en el arte del beber, me encargó a mí, precisamente a mí, a juicio de muchos el menos abstemio, de su custodia para que no se pasara de rosca.
El recuerdo de aquellos buenos momentos es como una forma de repetirlos. Como si se tratara de una obra de teatro o de la historia de una novela que sólo ocurrió una vez pero cada vez que alguien ve representarla, cada vez que alguien vuelve a leerla, es como si volviera a ocurrir de nuevo. Y así, en esa nueva representación, me imagino felices y sonrientes a todos los actores, a todos los personajes, estemos sobre la tierra o estemos bajo ella. ¡Tan poca es la distancia! Cuando hablo de mis amigos es como si prolongara el contacto, como si prolongara su presencia, como si prolongara su vida.
San Juan, 16 de abril de 2021. José Luis Simón Cámara.