Intereses aparte, ahí están el opio, el litio, el oro y los diamantes, lo que no se puede permitir es que, amparados en su fuerza, traten de imponer sus leyes a quienes las aborrecen o desprecian. ¡Ah, la religión! Marx se quedó corto calificándola, ¡qué ironía por estas tierras! como el opio del pueblo. Aquí, donde se cultiva el 90% de la amapola de todo el mundo. Cualquier religión. Da igual. En el fondo son todas iguales. Un ser superior, ajeno a nuestro control, no al de los que lo interpretan, que decide sobre el bien y el mal, sobre la vida y la muerte. Al que en las más primitivas y en las más recientes se siguen sacrificando víctimas humanas. Sobre el altar, en un rito ya prefijado, o en la calle o en las montañas, en asaltos con Kalashnikov o cortando la garganta con un cuchillo de carnicero. Siempre la sangre. Ofrenda a los dioses. Excepto los griegos y los romanos que creaban sus dioses a su imagen y semejanza, como un juego, como un entretenimiento, sus filósofos no les permitían tomárselos en serio, el resto de pueblos, sobre todo los monoteístas, aquellos que sólo admitían la existencia de un dios, además el único verdadero, comenzaron una deriva intransigente, una deriva intolerante que acabó por imponer sus creencias como las únicas verdaderas. Conclusión: la solución única era la conversión o la eliminación del adversario. O estás conmigo o estás contra mí. No cabía otra solución. Esa leyenda de la convivencia de religiones monoteístas no es más que eso. Una leyenda. Casi siempre ha habido imposición, expulsión o exterminio. Y los sigue habiendo. Estos tiempos que vivimos me recuerdan por fuerza otros de nuestra historia. ¿Cómo pudo el pueblo español reivindicar la abominable figura de Fernando VII “el deseado” al grito de “vivan las caenas” frente al teórico progreso que supondría la invasión napoleónica con las modernas y liberadoras ideas de la revolución francesa? ¿Están todos los pueblos condenados a pasar por las fases más crudas de su desarrollo? ¿Intervenimos como Don Quijote en defensa del joven pastor azotado por su amo? ¿Toleramos, si está en nuestra mano, impedir que el maltratador abuse de su víctima?
No sé si los estrategas que elaboran sus teorías en los laboratorios de alta política tienen solución para estos problemas. Pero me cuesta pensar que esos países poderosos que anticipan con muchos años el futuro no prevean el desarrollo de los acontecimientos. ¿Qué los ha llevado a intervenir hasta el punto de hacer huir como ratas durante años a quienes ahora, como emergiendo de la nada, del desierto, de las montañas, son capaces de adueñarse de la situación en unas horas? ¿Acaso espera el gato que, confiadas, salgan todas las ratas de sus agujeros para, ya al descubierto, fuera de las catacumbas, asestarles el golpe definitivo? ¿Es aceptable que países que han invertido sus energías en apoyo de los afganos intentando frenar la ley del burka, ahora, no se sabe por qué, los abandonen a manos de sus verdugos? No sé si una lluvia de fuego, como en el Antiguo Testamento, pondría fin a tanto sufrimiento. O si eso no reproduciría el péndulo de la historia de esas religiones que tienen como respuesta la ley del Talión. No sé, no sé. Lo que sí sé es que cuando la gente huye es porque tiene miedo. Eso sí que lo sé.
San Juan, 26 de agosto de 2021.
José Luis Simón Cámara.