Iba precedida de tanta fama que conseguía sus objetivos sin dificultad. Amatoria Fernández Huesudo. Colombiana como tantos otros, incluido aquel famoso autor de la saga de los Buendía que lució en alguna ocasión cardenales, no de la iglesia de Roma sino de la de Venus. No se andaba con rodeos, desde sus primeras miradas y palabras exteriorizaba sus deseos siguiendo los pasos de otro de sus paisanos del que ella misma decía que se había follado a la mitad del país, actividad que no le restaba tiempo para ejercerla en los países limítrofes y aun lejanos. Tal era su encanto, que difícilmente podía nadie resistirse a sus pretensiones. Más bien era alguien de los muchos que conocía quien caía inevitablemente en sus brazos convirtiéndose en uno más de sus innumerables amantes. Yo no iba a ser una excepción. Por más que conociera, como conocía, los peligros de exponerme a su sola presencia, no pude resistir su atracción, como el astuto Ulises, pero sin tomar sus precauciones, imposibles en este caso. No se trataba de que yo la observara, como tantos otros, como todos los que abarrotaban la sala, el peligro radicaba en que, entre tanta gente, ella se fijara en mí. En apariencia, de cara a mí mismo, quería ver sin ser visto, observar sin ser observado. En el fondo, algo atemorizado, deseaba, estúpida presunción, que fijara en mí su mirada, aunque pasara a ser ya una más de sus presas. Como casi siempre ocurre, pasa lo que se teme. Incapaz de resistirme a sus encantos a pesar de conocer sus efectos perturbadores en todos aquellos en los que posaba sus ojos, sabedor de las irreparables consecuencias de caer en sus dulces garras, ¡oh ineludible destino!, sucumbí a sus desaires, porque incluso para atraerte aparentaba desgana, que aún acrecentaba más el deseo, la voluptuosidad. Encendido de lascivia la seguí como un cordero al matadero. Me daba igual donde fuera. Así que ella, insaciable en su afán destructor, me condujo justamente allí donde más podía gozar de mi herida, al lecho nupcial, a mi casa, donde era altamente probable que fuéramos sorprendidos por mi amante esposa. Como ocurrió. Era ella la que llevaba a aquel perro que se asomó, como tantas veces, a nuestra habitación. Me dio un golpe con el bolso en la cabeza, afortunadamente dura, pero no era el daño físico lo que más me dolió, aunque también lo consiguió. Amatoria tenía bien ganada fama de rompedora de parejas. Hay quien dice que en sus frascos de cristal guardaba, como se cuenta en algunas historias antiguas, “Las mil y una noches” por ejemplo, algunos pelos del pubis de todos sus amantes, como un trofeo de guerra.
San Juan,21 de nov. de 21.
José Luis Simón Cámara