De viaje

De regreso de aquel viaje me encontré, yo no sé cómo, tumbado en el hueco del asiento del copiloto. Sólo tenía un asiento aquel coche, el del conductor. Había, por tanto, una extensión en forma de ele, en la que podía extender el cuerpo plegándolo alrededor del único asiento, de modo que la cabeza se situaba a la altura del inexistente asiento del copiloto a ras del suelo. Esta posición me obligaba a mirar las piernas desnudas de la generosa conductora que poco después de pasar la frontera desde Portugal había tenido la amabilidad de parar ante mi gesto de auto-stop, vieja costumbre de mi juventud, ya en desuso. Atribuyo a la generosidad lo que también podría ser consecuencia del aburrimiento o del deseo de compañía. Mi equipaje se limitaba a una pequeña mochila en bandolera que me sirvió de almohada en el improvisado lecho. La conversación no era muy fácil en aquella posición. Yo me veía obligado a hacer una brusca contorsión para ver el rostro de la chica y ella tenía que hundir la barbilla en su pecho para poder mirarme mientras me hablaba, movimiento además peligroso porque la distraía. No es fácil conversar sin mirarse, al menos de vez en cuando, a la cara. Agotados los temas recurrentes en estas ocasiones como el tráfico, no muy denso por aquellas tierras, la temperatura, algo fría ya, se aproximaba una tormenta, la conversación fue decayendo. El golpeteo de la lluvia sobre techo y capó, el movimiento ininterrumpido de los limpiaparabrisas acabaron por hacer imposible la conversación. Ella estaba además abstraída en la conducción. Yo observaba cómo su cuerpo se tensaba concentrándose hacia delante como si todo fueran ojos. Sin otra ocupación, no me habían pasado desapercibidas sus piernas desde el principio. Era lo que tenía delante de mis narices. Y además no se trataba de unas piernas cualesquiera. Eran unas piernas bonitas. Como decía mi amigo Pablo, el cabrero, eran unas piernas que pertenecían al tipo de mujer llamado por él, del hueso fino. Perfectamente formadas, marcándose ligeramente los músculos cuando se contraían al presionar el acelerador, el embrague o el freno. Tampoco me gustan esas piernas de gimnasio donde el músculo está marcado como un mendrugo de pan, como un ejemplar de halterofilia de revista. Pero lo que llamaba especialmente mi atención eran sus tendones de Aquiles. Finos, alargados, llenos de vida en sus estiramientos o acortamientos. Quedé embelesado por esa parte de su cuerpo aunque podía seguir el sugerente curso de su pierna, pantorrilla hacia arriba, gemelos apenas dibujados, corva acogedora y muslo alargado y desnudo, apenas tapado por la escasa falda aún más acortada por los sucesivos envites hacia delante, intentando vislumbrar a través de la cortina de agua que dificultaba la visibilidad. Yo, tentado de acariciar aquella parte de su cuerpo, seguramente ni se hubiera dado cuenta tan atareada como estaba y tan lejos como estaba, en su geografía, de los puntos de toma de decisión, conseguí controlar mis impulsos que varias veces iniciaron un movimiento de aproximación hacia aquellos pies que cada vez se movían más frenéticamente en lucha con los pedales del vehículo. Hubo un momento, pasajero, en que me creía incapaz de controlar aquellos impulsos sensuales que podían trascender lo erótico para convertirse en suicidas, dada la intensidad de la tormenta. Varias veces conseguí detener, ya casi rozando el objeto de deseo, mis manos que se crispaban en lucha consigo mismas, hasta que un brusco frenazo me despertó del sueño. Me encontraba en la cama, en la misma posición curvada que había soñado en torno al asiento del coche, con mi mujer al lado y la almohada que ya no era la mochila.

San Juan, 12 de marzo de 2021.
José Luis Simón Cámara.

Otra despedida (más).

Hoy, 22 de Febrero, he asistido con Alberto Mejía, Lillian hija, su tía Rosa y dos parejas de amigos y sobrinos, al funeral por Lillian madre en el tanatorio de San Juan. Desangelado en todos los sentidos. La imagen doliente y llorosa de su hija, siempre acompañada, por fortuna, de su tía. Nueve personas solas, incluido el oficiante, separadas por varios metros en la amplia capilla para tan poca gente. Sin ángeles, sin misa, el féretro y tres golpes de flores de la familia, de los amigos y de la feligresía. Los interesados saben muy bien a qué me refiero. El hijo de Leví hablaba sin que nos enteráramos, lo mejor que podía hacer, una melopea ininteligible y adormecedora mientras algún rayo de sol asomaba apenas por la pared vidriada. Si al menos estuviera Pepe para lamentarnos juntos de la muerte de Lillian. Si al menos estuviera Lillian para lamentarnos juntos de la muerte de Pepe. Si al menos estuviera la rubia para lamentarnos juntos de la muerte de Pepe, de la muerte de Lillian, de su propia muerte. Pero cada cual tiene su propia muerte en exclusiva. Y los demás, por mucho que te quieran, siguen con su vida y tú te marchas solo y solitario hacia lo desconocido, hacia el lugar del que nadie sabe nada porque nadie ha regresado nunca. Si al menos quedara Lillian, aunque desvalida, para arroparla y lamentar a su lado la muerte de su amado, de la que, por fortuna, no ha tenido tiempo de enterarse. Apenas un gesto, nos dice su hija, reflejo del brazo en busca, cree, del de su eterno y permanente acompañante que la ha amado hasta cuando ya no era ni sombra de lo que fue. A la que ha dedicado sus días y sus noches. Por la que ha sacrificado hasta su pasión por la lectura, por los libros, echándolos, si hacía falta, al suelo, para equilibrar la silla en la que ella se movía en los últimos tiempos. Aún tengo sobre la mesa alguno de sus regalos recientes. Aunque a él en su cumpleaños le regalábamos vinos, ¡con qué libros podríamos sorprenderte, a ti, el máximo conocedor y devorador de la última novedad editorial casi en cualquier materia! ¡Imposible!. Por eso, aunque también te gustaba investigar en las vinotecas y demás bebidas espiritosas, especialmente en aquellas que sabías gustaban a tus amigos las veces que íbamos a vuestra casa, siempre al menos en el cumpleaños de Lillian. ¿Cómo si no ibas a tener aquellas cervezas que sabías gustaban a Manolo? ¿O aquellos coñacs que le gustaban al Pariente o aquel wisky, el Jack Daniels´, que sabías le gustaba al que te escribe? Los libros, era lo tuyo. Ahí nadie te adelantaba. En la carrera de los libros, a pesar de tu humanidad, siempre llegabas el primero. Bastó que José Luis Alonso te dijera que su nieta se llamaba Atala para que un día le llegaras con una edición antigua del libro de Chateaubriand. Bastó que un día te hablara de un libro, bastantes años agotado, para que pocas semanas después te presentaras en mi casa con “La gare de Finlande”, de Edmund Wilson, el más célebre crítico americano contemporáneo. Agotado en cualquier lengua lo conseguiste en francés. Tú sabías de mí y de casi todos tantas cosas que no te escapaba mi pasión por el francés, del que con tanto cariño cantaba a Lillian y los amigos “Ne me quitte pas” de Jacques Brel durante tantos años. Las canciones hermosas, como las buenas poesías, ésas que tanto te gustaban a ti de Eloy Sànchez Rosillo, el poeta murciano, nunca pasan de moda. Cada hoja que paso de cualquiera de los libros que me has ido regalando en estos años es ahora como un paso lento que se hunde en la arena de la playa. Como si temiera llegar a la última página porque entonces ya no habrá duda de que te has marchado para siempre. Como si cada página fuera un día de tu vida y la última fuera el último día de esa vida.

San Juan, 4 de marzo de 2021. José Luis Simón Cámara.

“La colère des imbéciles…”

Hoy, un día antes del 8 de Marzo, “consagrado” como día internacional de la mujer trabajadora, ni tenía pensado expresar mi opinión, dadas las polémicas, al respecto. Asentada está la moda de establecer un día del año para cada cosa que surge, unas más urgentes e importantes, otras no tanto, en cualquier caso respetuoso, sobre todo con aquellos días que se refieren a acontecimientos tristísimos como es el caso del 1 de Mayo en que se conmemora aquel asesinato a sangre fría de trabajadores reivindicando la jornada laboral de 8 horas en Chicago.

Hablo de día consagrado porque estos hábitos cada vez se parecen más a una religión que sacraliza y ritualiza lo que celebra. ¿Quién en su sano juicio puede oponerse a que se celebre el día internacional del trabajo o el día internacional de la mujer? Se puede estar más o menos de acuerdo, se puede simpatizar más o menos, se puede ser más o menos favorable, pero de ahí a oponerse va un trecho. No sólo no me opongo sino que defiendo el derecho a celebrar ese día y a manifestarse, incluso lo apoyo. Lo que no consigo entender es que el movimiento feminista, en cualquiera de sus versiones y bajo cualesquiera siglas, se desmelene y ponga el grito en el cielo porque la autoridad gubernativa avalada por decisiones judiciales, que son las que en un estado de derecho tienen la última palabra, prohíba las manifestaciones por razones de salud pública. En lugar de aceptar estas decisiones razonadas, y con el apoyo de centrales sindicales que debieran dar muestras de sensatez, montan en cólera y acusan al gobierno, a este gobierno, cualquiera que sea su signo, de coartar con sus decisiones la libertad de expresión y de manifestación por motivos ideológicos o políticos. Otro nivel, incomparable por lo demás, al de todos aquellos que en fechas aún próximas, bajo el paraguas de la defensa de la misma libertad de expresión y manifestación de un “burdo juntador de palabras”, campeón del insulto y enaltecedor de las pasiones más viles, monopolizan la calle, atemorizan a los vecinos, rompen escaparates, asaltan establecimientos donde destrozan y roban, lanzan adoquines contra la policía e incendian coches policiales con sus conductores dentro.

Actividades todas ellas denunciadas por parte del gobierno, pero a la vez alentadas por algunos socios de la coalición gubernamental.

Cuando se vulnera el derecho de los ciudadanos a conservar sus propiedades intactas, a su integridad física, a pasear tranquilamente por la calle, en nombre de la libertad de expresión y manifestación.

Cuando se pone en peligro la vida de ciudadanos empeñados, a pesar de las recomendaciones sanitarias, en salir a la calle para exigir derechos ya contemplados en las leyes y aceptados por la mayoría de la población.

Cuando todo esto ocurre, me viene a la cabeza aquella frase que encabeza el escrito, del autor francés George Bernanos en “Los grandes cementerios bajo la luna”, obra publicada en 1938 y escrita mientras se encontraba en Mallorca cuando estalla la guerra civil. Los primeros meses es favorable al bando nacional hasta quedar horrorizado por la represión franquista y la complicidad del clero local, incluido el “innoble obispo” de Mallorca. “La cólera de los imbéciles llena la tierra (el mundo)”. Porque, con todos mis respetos a la opinión de todo el mundo, me parece que encolerizarse por la prohibición o represión de esas vandálicas manifestaciones de los que apoyan “al juntador de palabras insultantes” o de las manifestaciones feministas por el posible peligro de contagio, es una cólera gratuita, sin sentido, sin razón. En suma, una cólera imbécil.

San Juan, 7 de marzo de 2021.
José Luis Simón Cámara.

El tren y la higuera

Hoy, paseando por el pueblo, he visto las hasta hace unos días desnudas ramas de las moreras vistiéndose poco a poco de esas tiernas hojas verde claro que una mirada paciente y atenta podría ver crecer por momentos. Es un espectáculo que no por repetido cada año deja de ser siempre sorprendente. Acabada casi la explosión de la flor del almendro, el verde se va extendiendo por las sarmentosas ramas de las moreras, abundantes por esta tierra, en otros tiempos como alimento del gusano de seda y ahora ya como uno de los árboles más frondosos y de sombra más refrescante. Pero lo que realmente me ha llamado la atención ha sido pasar junto a una de las no tan abundantes higueras de la localidad. Hay algunas, incomparablemente menos que moreras o acacias o jacarandás o almeces. Quizá en el patio medio-abandonado de una vieja casa o a las afueras, en esas huertas antaño cultivadas y ahora ya pasto de la fiebre constructora, sólo atemperada por las repetitivas crisis económicas que paralizan la voracidad especulativa o por la acción de la pandemia.

Desde que un día mi padre me contó la historia, siempre que veo aparecer los brotes de una higuera la recuerdo. Iba él, hace ya bastantes años, en el tren que comunica Orihuela con Murcia en los últimos días de Febrero o los primeros de Marzo, contemplando distraído la densa variedad de verdes a un lado y otro de las interminables paralelas de la vía férrea. El ritmo era tan lento, aún funcionaba el tren con aquellas viejas locomotoras echando el humo inseparable de su imagen, como en el antiguo Oeste americano que, si no bajarse y subirse del tren en marcha, posible en algunas ocasiones, sí lo era poder mirar el arbolado de los alrededores. Le llamó especialmente la atención la observación de una higuera cuyos brotes comenzaban a “desperezar” sus tiernas hojas hasta perderlas de vista, grabadas en su retina. Era uno de esos días en que, todavía invierno, parecía que había avanzadillas de la primavera. El viaje continuó hasta Murcia capital, se apeó en la estación del Carmen, poco después bordeó el jardín de Floridablanca hasta atravesar el río por el puente de los Peligros y llegó al Ayuntamiento donde habría constancia de los papeles de propiedad de su casa del Siscar, todavía pedanía de la capital, de no haber desaparecido por los estragos de una riada del Segura que anegó los sótanos del Ayuntamiento, a la vera izquierda del río, donde se encontraba toda la documentación. Su insistencia en conseguir demostrar, como finalmente ocurrió, los derechos de propiedad sobre su casa, lo volvió a llevar otra vez a Murcia dos meses después, a finales de Abril. Por esos días un inusitado descenso de las temperaturas había vuelto a sacar las ropas de invierno guardadas en los armarios. Ni el vaho de las gargantas ni el chorrear de la humedad concentrada en los cristales del ferrocarril le impidieron ver a su paso por aquella zona donde había visto florecer las tiernas hojas de la higuera, cómo se retorcían sin vida, caídas, mustias, pegadas a las ramas de las que semanas antes brotaban llenas de vida.

Me limito a recordar esta curiosa observación que contaba mi padre y a recordarlo a él por muchas otras razones cada vez que en esta época me encuentro con una higuera. Aunque no se trata de una historia entre animales sino de un encuentro casual entre una planta y un humano, si yo fuera un fabulista podría extraer alguna moraleja o conclusión de la misma, pero como no lo soy……

San Juan, 4 de marzo de 2021.
José Luis Simón Cámara.

Otras miradas

En un supermercado he tropezado con una antigua alumna. El nombre no siempre lo recuerdo, sí la cara en casi todos los casos a pesar de que el paso de los años va deformando aquella imagen que, inalterable en el recuerdo, guardamos de sus años jóvenes, los que los tuvimos, los que en muchos casos, los moldeábamos entre nuestras manos. Se mantiene, a pesar de eso, en su silueta de siempre, incluyendo la simpatía que se le escapa por los cuatro costados.

— ¿Qué tal, Simón, cómo estás?

Y por primera vez en mi vida, aunque me he visto ya en situaciones parecidas con amigos, le he respondido:

— Pues, mira, enterrando amigos.

Aunque ya suponía por el amago de tristeza en sus hermosos ojos negros que sabía de su muerte.

— Sí, ya me he enterado. A Satorre le tenía yo mucho afecto.

— Y pocos días después, Lillian.

— También lo sabía. ¡Vaya tragedia! Eso sí que es una tragedia. En casos tan tristes como éstos, recuerdo aquellas cosas que nos explicabas sobre el origen de la tragedia y su etimología. Aquellos cantos desgarrados que se acompañaban con el sacrificio de un macho cabrío, donde había sangre, donde había muerte.

— Además de María Blasco, la profesora de dibujo, y unos meses antes Mercedes Herrera, la profesora de Lengua y Literatura Españolas.

— ¡Ah, también! No me digas. Aquella chica algo más joven que vosotros, rubia y elegante que paseaba su tipo por los pasillos. ¡Vaya racha, Simón! Un compañero de estudios me decía hace unos días a propósito de Lillian que al principio de curso solía repetir el primer día de clase de inglés:

— Si alguien quiere que le llame por un nombre diferente al suyo, un apodo, un diminutivo, como él quiera, por favor que me lo diga. Yo no tengo ningún problema en llamaros en clase por el nombre que os guste.

Así la voy a recordar siempre, con mucho cariño. Y alguien me contó que una alumna que se llamaba Marina quiso que la llamara Navy, como si fuera ésa la traducción de su nombre al inglés. Ella había oído que a la marina americana la llamaban “The american navy” y estaba tan convencida de que ése era su nombre en inglés. Aunque le explicó el error de su interpretación, a Lillian no le importó llamarla como le pedía. Y así se quedó durante un tiempo para la profesora y para los compañeros.

Ya nos acercábamos a la cinta de la caja en el supermercado y, mientras empujaba con el pie un pack de cerveza que había dejado en el suelo, continuamos el diálogo y le dije:

— Aún me la encuentro distribuyendo camisetas con distintos logotipos para los equipos deportivos del polideportivo de Muchamiel. Tan menuda y despierta como siempre. Y tú, ¿qué haces?

— Trabajar, trabajar y trabajar.

— ¿Aquí en San Juan?

— No, en Alicante, como administrativa en un despacho de abogados.

Ya depositando las compras en la cinta de la caja casi nos despedimos.

— Me alegro mucho de verte, guapa.

— Y yo también. Cuídese mucho, Simón.

San Juan, 27 de Febrero de 2021.
José Luis Simón Cámara.