Desde hace algunos lustros, el primer día del año solemos comenzarlo, antes de salir el sol, corriendo hacia la playa. Ya allí vamos siguiendo casi en fila india la estrecha y húmeda línea entre las olas y la arena seca, a veces sobre bancos de algas que no siempre resisten el peso de nuestras pisadas que se hunden como si quisieran ser engullidas. Con los primeros guiños del sol que se va desperezando en lucha contra la niebla y la noche llegamos al pedregoso y estrecho sendero del Cabo de las Huertas, a un lado el mar y al otro peñascos, alguna casa, el faro, matorrales, chalets que han invadido las zonas de paseo, alguna pareja estirando los pegajosos besos de la noche cobijados entre las rocas, otros, pocos, lanzando el anzuelo a los desprevenidos, incautos y felices peces, el destello del sol en la blanca plancha de alguna embarcación sin relojes y al fondo la larga y accidentada línea de la costa erizada de edificios, como irregulares almenas de un castillo. Tras contornear cabos, golfos, arena, rocas y algas, llegamos al punto de baño. Nos desnudamos y, sorteando, ya descalzos, con inseguridad de pingüinos, las rocas más puntiagudas, acabamos lanzándonos al agua. Siempre fría. Algunos años nos mece, tranquila, otros, agitada, nos envuelve y restriega contra las rocas: rozaduras, heridas, sangre. Minutos después, ya vestidos, resguardados bajo las cuevas abiertas por las tormentas, champán, brindis, nueces y turrón.
Todo esto no son más que recuerdos. Recientes, pero recuerdos.
Porque este primer día de este año que ha dejado atrás a uno de los más terribles de nuestra, en muchos casos, ya larga vida, no he tenido el placer y la suerte de hacer todo este recorrido con vosotros.
Desde hace unos meses, exactamente desde la muerte de mi sobrina Nerea por Covid el 10 de Septiembre de 2021, a la edad de 32 años, mis estancias en El Siscar, pueblo murciano donde nacimos mi hermano y yo, se han multiplicado tanto que es rara la semana que no voy a pasar allí dos o tres días. La razón principal, aparte de mi natural apego al pueblo donde mantengo parientes y amigos, es acompañar a mi hermano tras el durísimo golpe de la pérdida de su hija. Nos juntamos, como si el peso de la pena se repartiera y se hiciera más llevadero. Aunque sé muy bien que, como decía Miguel “Mi verdadero gesto es desgraciado / cuando la soledad me lo desnuda”.
Y así, entre cenas, abrazos, comidas, llantos y silencios, van pasando los días, tamizándose el dolor, creciendo los recuerdos, algún amago de sonrisa,…
Hoy, 1 de Enero, recordando vuestra carrera hacia el mar y las rocas, he caminado hacia la montaña de mi pueblo y al acercarme a su falda, como si soñara, contemplo extasiado las interioridades de su entrepierna y me adentro por esas zonas sombrías sembradas de matorrales cada vez más espesos que anuncian la proximidad de concavidades húmedas donde se pueden beber, como en El Cantar de los Cantares, los néctares que enajenan, olvidado de penas y pesares.
San Juan, 2 de enero de 2022
José Luis Simón Cámara.
golpes que dejan marca, pero toca continuar…………. animo.