“Antes yo me comía el mundo y ahora el mundo me come a mí.”
Al vuelo he escuchado esta frase mientras caminaba por la Rambla de San Juan, céntrica calle comercial y arteria principal de la localidad. Inevitable mirar de qué boca había salido reflexión tan contundente. Una señora mayor, apoyada en un andador, la dirigía a otro señor de su edad, ambos parados en la ancha acera. Continué, vencida la tentación de quedarme por las proximidades merodeando para seguir escuchando a aquella señora. No me hubiera resultado difícil ni embarazoso por la proximidad de escaparates donde pararse a mirar, o la presencia de un joven vendedor de la ONCE, que suele abordarme para venderme un cupón, incluso de algunos trabajadores del supermercado próximo, sentados en un portal tomándose el bocadillo.
No era difícil imaginar a partir de aquella frase y viendo el cuadro o escena callejera, cuál hubiera podido ser el pasado de aquella señora que, aun ahora, con dificultad para caminar, no se amilanaba y, ayudándose de un andador, seguía moviéndose en este mundo que años atrás era capaz de comerse, de echárselo por montera y ahora se le echaba encima y le pesaba hasta el punto de necesitar un apoyo para soportarlo. Seguí caminando mientras reflexionaba, deformación profesional después de tantos años de docencia, en lo generalizado que estaba a nivel popular el uso de las figuras literarias. Todavía hay mucha gente, sobre todo mayor, que apenas fue a la escuela de niño o ni siquiera la pisó, y aun así, entre esa gente, es frecuente escuchar expresiones en teoría atribuibles casi en exclusiva a profesionales de la cultura, más concretamente a poetas o literatos en general. Me estoy refiriendo al uso de figuras literarias como la que encabeza esta reflexión. Sinécdoque era el nombre de ésta. En muchos casos, quizá en la mayoría, desconociendo que se está haciendo uso de un tropo, teóricamente reservado a los escritores clásicos, trátese de Cervantes, Góngora o Quevedo y sus sucesores.
Seguía caminando y por la misma calle no paraba de ver a más personas con andador. Una, de vez en cuando, pero ya el colmo fue encontrarme en torno a un banco de madera a un grupo de señoras, todas ellas con su andador, como de tertulia o como si fueran a iniciar una carrera con obstáculos incorporados. Ninguna amargura en sus rostros. En animada conversación. Enfrente, sentado en un portal con persiana, un joven de unos 50 años, sin andador, cigarrillo en la mano, rodeado de colillas en el suelo, los ojos bajos y no sé si la tristeza o la desgana o la pesadumbre o la melancolía o la soledad o una mezcla de todas ellas en su rostro. Más allá el disminuido físico de cara deforme que veo todos los días, sentado en un banco, la mano levantada en forma de cuenco pidiendo una limosna, con abrigo y a veces sin calcetines.
¡Dios, qué desastre!
No lo pienso por las señoras con andador, tan, a pesar de todo, contentas o, al menos, resignadas. Lo digo por los más jóvenes.
Y sigo caminando ¡qué remedio! Pensando en las figuras literarias y en las etimologías y en aquellas inolvidables e irrepetibles reuniones de compañeros y amigos, con Pepe y Mercedes y Mari Paz, en que la rubia nos traía palabras para desnudarlas.
Desastre. Y entonces Antonio el fronterizo nos las vestía. Desastre: aquel que es abandonado de los astros y pierde la buena estrella y le acuden todas las desgracias.
En recuerdo de amigos aún presentes desde el más allá.
San Juan, 1 de febrero de 2022.
José Luis Simón Cámara.