Entre los especímenes que confluimos en esa franja, mitad arena mitad olas, hay uno poco abundante que siempre ha llamado mi atención. Y no es precisamente de las especies en peligro de extinción, al contrario, la situación de crisis, por los motivos que sea, pandemia, guerra, paro,… provoca que se multipliquen, no tanto como los conejos pero tampoco escasamente como los mastodontes. Caminan lentamente, siempre solos, vestidos de arriba abajo, a veces con pantalón corto, gorra o sombrero y, siempre una pequeña mochila o bolso sujeto a la cintura. Todo esto bien temprano, desde que sale el sol hasta dos horas después. Cuando la playa está limpia, solitaria. Las máquinas limpiadoras han pasado y apenas hay algún corredor o paseante mañanero, algún grupo de jóvenes que estiran la noche de diversión en bares o discotecas y la prolongan insaciables hasta la salida del sol sobre la arena entre caricias y juegos desganados.
Falta algo esencial en la descripción del espécimen. Una vara u objeto metálico alargado, una prolongación del brazo, que finaliza en una pequeña plataforma circular provista de detectores de metales, que va pasando a su alrededor en un movimiento calculado para no dejar ni un palmo de arena sin controlar. Esa especie de radar va unido por un cable a unos auriculares adosados a los oídos para detectar la más mínima alerta.
Una sortija, unos pendientes, alguna moneda, un reloj, a veces unas gafas o cualquier otro broche o adorno con alguna pieza metálica.
Son los modernos buscadores de oro, sin las duras condiciones de aquellos mineros que en situaciones extremas cernían rocas, arena y barro ayudados de potentes chorros de agua para conseguir alguna pepita de oro. Me recuerdan a los que buscan entre la basura en los contenedores de la ciudad. Con una diferencia importante. Éstos, parias entre los parias, buscan comida y otros objetos aprovechables, desecho de la sociedad del bienestar. Aquellos no se paran en la basura ni en los desechos arrojados voluntariamente por los ciudadanos. Buscan o escarban entre la arena objetos de valor perdidos, olvidados por sus dueños. Van a la caza del descuido, del olvido, de la pérdida. Sus ojos, enfebrecidos por su brillo, lo persiguen hasta las profundidades ardientes de la arena, como aquellos mineros del pasado que, enloquecidos por la fiebre del oro desconfiaban de los propios compañeros, de los amigos. “Sobre dinero no hay amistad” decía Celestina.
Cuando su artilugio detecta algún objeto y llega el aviso a los auriculares, una descarga de adrenalina les salta a la cara y el otro brazo pone en marcha la cazoleta que penetra en la arena, la eleva y ya filtrada por el tamiz, queda la ansiada pieza brillante, sola, deslumbrante.
Tras una mirada disimulada a ambos lados y al frente, la coge discretamente y sin apenas deleitarse en su contemplación la echa en la bolsa o riñonera y con una sonrisa incontrolable, como cuando se sale del aseo tras vaciar la vejiga, continúa plácidamente su trabajo. Esta mañana, caminando por la playa, he visto a lo lejos a uno de los “buitres” y he variado el rumbo para pasar a su lado y observarlo. Ya a su altura, escuchando el pitido del invento, me he parado a preguntarle.
–¿Cómo se llama ese artilugio, por favor?
–Detector de metales.
Su cara y su mirada me han parecido de lo más normales.
Quizás he sido demasiado duro en mis comentarios sobre su trabajo.
Quizá finalmente esos pequeños metales perdidos sean engullidos por el mar si los “buitres” no los recuperan.
Quizá con el paso de los años, de los siglos, vuelvan a formar parte de una nueva veta amarilla, vete tú a saber, en las Montañas Rocosas, por ejemplo.
Quizá recogida la pieza de metal eviten que se le clave en el pie a un despreocupado bañista.
Quizás impidan que un niño pequeño se la trague jugando con la arena.
Quizá me he precipitado en la valoración.
Quizás…hubiera debido titular de otra manera estas palabras.
San Juan, 24 de jul. de 22.
José Luis Simón Cámara.