La Terracita es un bar situado en la plaza de Santa Faz, rodeada de antiguos edificios o casas de vecinos rehabilitadas y pintadas de colores y por la imponente fachada de la Iglesia-monasterio y las tres plantas del convento con sus quince ventanales sobre los que destaca la esbelta torre renacentista con sus matacanes y troneras…
Un grupo de niños juega a la pelota, otros corretean en monopatines o bicis sin pedales. Estos últimos apenas levantan cuatro palmos del suelo. Hace sólo 30 años zigzagueaba por este mismo lugar la carretera nacional 332 Alicante-Valencia. Los vecinos apenas podían asomarse al portal de su casa so peligro de verse afeitado el bigote por alguno de los muchos vehículos que pasaban en una u otra dirección.
Aquel bullicio, aquella barahunda del pasado ha dado paso a un entorno tranquilo donde los niños pueden jugar sin molestar a los clientes del bar, sentados en las mesas, gracias a la amplitud de la plaza con cabida y espacio para permitir el juego de los niños y el descanso sentado en una mesa mientras se bebe una cerveza, se teclea el móvil o se ojea un libro.
Ayer tarde, mientras hacía estas tres cosas simultáneamente, fue llamando poco a poco mi atención una larga mesa rodeada de una quincena de comensales: la más variopinta representación de deformidades humanas: unos con el baile de san Vito, otros inclinados sobre sí mismos, la mayoría ojos ausentes, deformaciones en brazos o piernas, cabezas desmesuradas.
–Vito, come despacio, por favor.
–Si te bebes la coca-cola de un trago ya no te doy más.
Unos ya adultos, ausentes, ensimismados, silenciosos, como pensando en el pasado.
–Paloma, no puede ser que te haya puesto dos trozos de pan y ya no te quede.
A otros, necesitados de ayuda para comer, les dan la comida en la boca. Algunos cabizbajos, tristes, como apesadumbrados.
Otros, sin dientes o con muy pocos, sonriendo sin cesar y mostrando la mella.
El jardín de las delicias es un pálido y paradisíaco retrato de esta inaudita y silenciosa cena de residentes del psiquiátrico. Acompañando a este nutrido grupo y guiándolos por su laberinto vital, varios monitores más cuidadosos de lo imaginable con estos seres, en su mayoría incapaces de dar un solo paso en la vida. De vez en cuando un piropo a la camarera que, comprensiva y solícita, les sirve la merienda. –¡Guapa!.
Sonriente y cariñosa me mira por encima de sus cabezas dándome a entender con su mirada la inexplicable sinrazón de estos seres, víctimas de absurdas anomalías de la naturaleza.
No, no mira al templo del altísimo, si autor como pensaban otros tiempos de todo lo que hay sobre la tierra, también cruelísimo tolerando tanta desgracia.
Un monitor, pacientemente, da con su mano croquetas a un joven que no acierta a llevarse las manos, autónomas, a la cara.
Más allá, otra chica, inclinada sobre la mesa, empuja la comida con los dedos al hueco de la boca, a ras del plato.
Acabada la merienda, algunos caminan por su cuenta, a trompicones, cojeando, con vaivenes. Otros en silla de ruedas, unos conducidos, otros con alguna autonomía, se van alejando de la plaza.
Los niños siguen jugando y retienen el balón a su paso.
En las otras mesas de la terracita, un silencio de estupor, sigue con los ojos la retirada del grupo.
María, la camarera, recoge platos y vasos, desmonta la larga mesa y minutos después se ha borrado en la plaza, no en las retinas, el rastro de los desventurados.
San Juan, 15 de Julio de 2022.
José Luis Simón Cámara.