Hoy, 1 de Noviembre, me dirigía en el coche, como todos los años, hacia el cementerio de La Aparecida, en la falda de la sierra, pero había un control de municipales en la base de la subida. La agente policial paró al coche que me precedía. Al acercarse al conductor reconoció a la chica, se acercó a ella, se quitó la gorra y se besaron. Conversaron más tiempo del que supongo aconsejable y entre sonrisas y saludos se despidieron permitiéndole subir hacia el cementerio. Cuando me acerco a la agente, sin quitarse la gorra ni besos, le pregunto si puedo subir porque hay una valla que lo impide y me responde que si no estoy impedido debo aparcar el coche por las proximidades y subir a pie para evitar la aglomeración porque además hay un entierro minutos después. No sé por qué no le pregunté si su conocida del coche que acaba de pasar estaba impedida. O si la dejaba pasar porque era conocida o amiga. Tampoco era timidez. Quizá se tratara de esa sensación de desidia que te proporciona la evidencia o constatación de que los favoritismos, las pequeñas corruptelas están tan interiorizadas en la sociedad que resulta inútil enfrentarse a ellas. Las pocas calles del caserío estaban abarrotadas de coches, pasé cerca de la comitiva con el féretro y me dirigí hacia la vereda de los Simones, camino paralelo a la carretera asfaltada por la que no me permitió subir la agente y antiguo camino por donde bajaban los coches desde el cementerio. Ahora ese camino está en mal estado como consecuencia de las lluvias torrenciales y del abandono, rodeado además de huertos escalonados en ruina y de una zona a la derecha dedicada a invernaderos de semillas o vivero de hortalizas con envases industriales amontonados por doquier. Dejé el coche a mitad de camino y comencé la ascensión a pie caminando sobre piedras, matorrales y socavones con el traje para la ocasión y zapatos de charol. Sorteando salados, espinos y pedruscos llegué hasta las herrumbrosas puertas metálicas, antiguo punto de salida de los coches, cerradas con un candado. De más de 2 metros de altura, era arriesgado saltarlas. Seguí el pedregal subiendo junto a la tapia hasta que en la parte más alta, subiendo hacia la sierra, vi un tramo más bajo de la pared. Sobre las piedras, un foso de un metro y pico de por medio hasta la tapia. Me apoyé con el brazo en lo alto de unos nichos y lancé la pierna izquierda hasta ponerla sobre la tapia. No vi gente por las proximidades, me senté sobre la pared y tratando de amortiguar la caída con la punta de los pies para no llamar la atención por el ruido me lancé al suelo. Ya abajo, llevaba una bolsa de plástico con las velas, recompuse la figura, nadie me vio saltar, creo, aunque vi caras de sorpresa, quizá pensaran de dónde podría haber salido si no me habían visto pasar y enseguida localicé el panteón de mis abuelos, después los de mis tíos, primos, y fui dejando las velas. Apenas encontré conocidos a esas horas, algún antiguo y envejecido compañero de la escuela. ¡Hacía ya tanto tiempo! Como resultaba arriesgado y muy a la vista saltar la valla de nuevo salí por la puerta principal y conseguí rodear por el exterior del perímetro del recinto hasta llegar al barranco por el que había subido sorteando desniveles, matorrales, pedruscos y espinos, algunos ya pegados al pantalón de un traje de boda, el que llevaba. Ya en el coche y arañado de los roces con paredes, matorrales y espinos me dirigí al Siscar donde, al fin, descansé.
San Juan, 1 de noviembre de 2022.
José Luis Simón Cámara.