Como levantarse y escuchar el crepitar de la leña en el fuego, sentir su calor, levantar la tapadera de la vieja estufa y juntar con las tenazas los troncos para que ardan con más furor, echar si es necesario algún otro palo para que en la cocina se mantenga la temperatura agradable.
Fuera en el patio y en la calle, con un sol espléndido, el termómetro marca cinco grados.
Como entrar al aseo, llenar el lavabo de agua caliente, sacar de debajo del mueble la barra cilíndrica de jabón de afeitar, la brocha que se deshilacha y va dejando hebras por la cara junto con el jabón y a continuación la maquinilla de afeitar, ya asomando el óxido, pero se me ha olvidado comprar y reponerlas, aunque seguro que venden en la pequeña tienda del pueblo donde, como antes, tienen un poco de todo sin llegar, por fortuna, a ser un supermercado. Desde un trozo de queso hasta unas alpargatas.
Como lavarse los dientes, pero ¿con qué cepillo entre los muchos que hay en la vasija de barro, de mi mujer, de mis hijos, de mis nietos? Con cualquiera de ellos, después de meses los miasmas no habrán sobrevivido al paso del tiempo.
Como recoger la ropa del sillón junto a la estufa, donde me la quité anoche y volver a ponérmela calentita.
Hechas estas actividades, poner unas rebanadas de pan en el tostador, una taza de leche en el microondas y sacar el jamón, la mantequilla y la mermelada. Verter con el porrón el aceite sobre las tostadas, sobre otras extender la mantequilla y apreciar esos sabores mientras veo a los pájaros saltar de rama en rama por el jazminero recién podado, picotear entre las macetas y beber el rocío acumulado sobre las cóncavas y labiadas hojas de los geranios.
Reposar la cabeza en las orejeras del sillón en el que me mezo y pensar en lo poco que hace falta, si se puede, para ser feliz o algo que se le parezca porque aún no sé si los humanos hemos llegado a saber, desde luego nunca se han puesto de acuerdo, sobre lo que es o no es la felicidad. Mucho más sabemos todos de la infelicidad. Eso sí.
Pero no quiero perturbar con disquisiciones inoportunas estos momentos que relato, si no felices, bastante se le deben parecer, porque no concibo, aun habiendo vivido muchos otros más intensos, que ni siquiera estos últimos se les aproximen tanto como los que serenamente vengo describiendo junto a la estufa a cuyo calor escribo estas reflexiones.
No invento nada. No exagero nada. No sueño nada.
Sólo describo lo que veo a mi alrededor y lo que eso despierta en mi interior.
Todo esto a la vez que contemplo los viejos cacharros y muebles de la casa de mis padres. Los cacharros en los que mi madre cocinaba. La vasija de bronce en la que cocía, dándole vueltas y más vueltas con una vara de olivo o de morera, el dulce de membrillo. La vieja caña que pende del techo, donde mi padre colgaba las ristras de morcillas, la longaniza, el morcón, para que se secaran antes de meterlos a la orza embadurnados en manteca para que se conservaran cuando aún no había neveras ni frigoríficos, cuando la botella de vino se metía en el pozal para bajarlo hasta el agua del pozo o del aljibe y enfriarlo antes de la comida.
El gancho, también suspendido del techo de la cocina o de la despensa, del que colgaba el jamón untado de una mezcla de aceite y pimentón para conservarlo y evitar las picaduras de moscas y moscardas.
Aún se conserva, sorprendente en estos tiempos de despilfarro, alguna vasija, algún plato de barro, algún lebrillo con lañas o grapas que ponían los lañadores, aquellos artesanos ambulantes que a pie o en bicicleta cargaban con sus herramientas en una caja de madera y establecían su taller en el patio o la puerta de la casa.
Salir después a la calle, saludar a los conocidos, en el pueblo, aunque ha llegado gente de otros lugares, la mayoría se sigue conociendo.
Tomarse un café y preguntarle a un vecino por la cosecha de limón este año. Escuchar las eternas quejas de los agricultores, llueva o no llueva, suban o bajen los precios, casi siempre las mismas historias, el precio de la naranja está como cuando la vendía mi abuelo. No sabemos cómo podremos salir de ésta.
Cosas tan sencillas como éstas, al alcance de la mano. Y luego quizá, si quedan ganas, visitar algún viejo amigo, de los pocos que quedan, y recordar cosas como éstas, tan sencillas, delante de un vaso de vino, de un trozo de pan, de unas tiras de tocino y un puñado de habas tiernas.
Cosas tan sencillas.
Escrito en El Siscar, 14 de enero de 2023.
José Luis Simón Cámara.