Porque si me pongo a hablar de otros asuntos, de lo que pasa por la calle, por ejemplo, o de lo que se habla en las tertulias de la radio, de la televisión, incluso de esas conversaciones discontinuas, informales que se escuchan en los bares donde un parroquiano dice desde una punta de la barra “A esos los metía yo en verea” y otro desde la otra punta le responde “Querrás decir en cintura, pero a estas alturas eso ya no es posible”, todo esto como si no hablaran entre ellos, pero dejando su sentencia ahí, bien clara, como un Aristóteles o un Sócrates cualquiera que se deja por un momento su clase de filosofía para echar un “vale”1 y tomarse un cafetito en el bar de la esquina.
Por no ponernos a hablar de los políticos. ¿Qué dirían, por cierto, de nuestros políticos, aquellos personajes de la antigüedad citados, 2.500 años después de que escribieran los primeros tratados sobre la política, cuyo origen viene, ya sabéis, de “polis”, “ciudad” y “político”, el que se ocupa de la ciudad y de los ciudadanos?
¿Quién lo diría cuando, con contadas excepciones, vemos el desprestigio de que, la mayoría de las veces con razón, disfrutan los que se dedican a ese, en teoría, digno arte de gestionar los intereses de los ciudadanos? Cuando vemos una y otra vez cómo incumplen compromisos, cómo abandonan programas, cómo rompen acuerdos, cómo abusan del poder, cómo, incapaces de reconocer errores, actitud propia de sabios y prudentes, se empecinan orgullosos en mantenerlos aun a costa del bien común que tanto reivindican.
Porque no vayáis a pensar, volviendo al cafelito, que aquellos filósofos, aquellos antiguos amantes de la sabiduría, se pasaban la vida solo dándole vueltas a la cabeza, ni mucho menos, también, para eso eran filósofos, se juntaban un rato con sus amigos, paseaban, como Horacio, entre la engañosa multitud, echaban de vez en cuando alguna cana al aire, divertían su vista contemplando las caderas de aquella hermosa joven o empinaban el codo, si hacía falta, y eso siempre hacía falta. No, no solo lo hacía Epicuro, él es el que crio la fama y se echó a dormir en el huerto donde plantaba los rábanos y los tomates. En este mundo que rodea el Mediterráneo y todavía más allá, en realidad por todas partes, la gente, incluso aquellos que se consideran a sí mismos incultos porque no han ido a la Universidad o porque apenas saben leer o simplemente porque no leen aunque sepan, saben diferenciar entre lo que se piensa y lo que se hace, entre la teoría y la práctica, no siempre coincidentes, pero tampoco contrapuestas siempre.
Imposible no recordar a mi ya desaparecido amigo “El Chalao” cuando aquella mañana junto a la carretera me recogió en su destartalada camioneta, como recogieron a Elías en el carro de fuego, y fuimos al monte de caza, lo de caza es un decir porque escopeta en bandolera solo disparábamos palabras mientras liebres y perdices campaban a sus anchas entre la maleza. Él trataba de convencerme, tropezando con piedras y sorteando matorrales, de su incultura porque apenas leía nada.
–Eres hábil, le respondía yo, en el manejo del hacha para cortar las ramas de los árboles y echárselas como pasto al ganado que pasturas. Conoces el vuelo y el rumbo de las águilas y como ellas acechan buscando comida para sus polluelos así tú has ido por esos mundos en busca del pan de tus hijos.
–Eso es verdad, pero no quita…
–Apenas has leído nada en los libros, le interrumpía, pero has sabido leer la realidad, observar el comportamiento de la gente, las lecciones de la naturaleza, sus ciclos. ¿Qué sino eso es lo que hacen los escritores para plasmarlo en sus libros? Tú lo lees directamente en todo lo que te rodea. No me digas más que eres inculto. ¿Acaso era la gente inculta hasta que se escribió el primer libro? ¿Y fueron capaces de inventar algo tan difícil como la palabra primero y luego de encontrar los símbolos para ponerla por escrito? ¿Eran acaso incultas aquellas gentes?
Sin disparar apenas la escopeta y conversando sobre estos y otros temas nos sentamos sobre unas piedras y devoramos unos trozos de bacalao con un tomate cada uno y algún trozo de pan, un rato antes de regresar con las alforjas vacías en busca de la camioneta que habíamos dejado al final de la serpenteante vereda que nos acercó hasta la falda de la montaña. El sol se alejaba enrojeciendo las elevadas cumbres de Sierra Espuña.
Difícil tarea la de los humanos, siempre oscilando entre lo sencillo y lo complejo.
También escrito en El Siscar, junto a la vieja estufa. 21 de enero de 2023.
José Luis Simón Cámara.