Me gusta caminar por la ciudad, por el campo, por la montaña. Junto al mar escuchando el susurro de las olas. Caminar solo y acompañado. Estos días pasados en Madrid lo he hecho en las dos modalidades. Por el día, con Inma y mis nietos, casi siempre rodeados de gentes a las que también nosotros rodeamos. Quizá sea Madrid una de las ciudades donde más acompañado se encuentra uno por la calle. A cualquier hora. Porque también he paseado solo por la noche cuando ellos ya dormían y temprano por la mañana cuando aún no se habían despertado. ¡Qué placer caminar a mis anchas en cualquier dirección sin estar sujeto a los gustos, deseos o cansancio de los otros! Ir mirando escaparates, observar de reojo a los vagabundos ya recostados sobres sus cartones, tapados con mantas, un pie descalzo fuera y bien arrebujada la cara. Llegar a lo más alto de la Gran Vía y desde allí observar el movimiento de gentes que vienen como de la Plaza de España. Son oleadas. Hasta que veo que todos llevan una bolsa con el dibujo del Rey León. Todos salen de esa representación en una de los teatros de la calle. En la otra dirección ese amplio giro hasta la bifurcación con Alcalá. Apenas hay portales libres de vagabundos. ¿Cómo ha podido esta sociedad del bienestar tolerar situación que avergüenzan al más insensible? Opulencia y miseria. Aquí y en Sebastopol. Los he visto en París, en Munich y en Nueva York. No sé de otros países ni quiero pensar lo que pueden hacer en Venezuela, Bombay o Manila. Porque sé que hay donde los centrifugan. Y no me pregunto, de pavor, lo que eso significa.
Íbamos una de las mañanas, en este caso con Inma y los nietos, de visita a los Reales Lugares. Bajando la cuesta de Santo Domingo tropezamos con el Teatro Real de cuya fachada colgaban como pendones banderolas con la programación operística de la temporada. Fresca mañana de Abril. Caminamos hacia el Palacio Real donde veríamos un rato después el solemne cambio de guardia que se hace el primer miércoles de mes. Exhibición de caballos blancos, peinadísimas cola y crin, montados por caballeros de rojo, precedidos por bandas militares, seguidos por caballos negros aún más brillantes, compañías de la guardia civil de gala, la multitud sorprendida vitoreando, haciendo fotos y al final, colofón clarificador, carros tirados por cuarterones portando sendos cañones. Es la guardia ¿no?. Pero no fue eso ni con mucho lo que más nos impresionó. Más que el desfile les asombró, me refiero lógicamente a mis nietos, el paseo por el Viaducto, ese puente altísimo protegido por una muralla de cristal a ambos lados para dificultar el salto de los suicidas. Altura, como decía Max Estrella en Luces de Bohemia, desde donde regenerarse con un vuelo. Aún más que el desfile y el Viaducto les pasmó aquel señor que nos tropezamos tumbado sobre un banco de los jardines de la plaza de Oriente, entre el teatro y el palacio real. Como ya empezaban a deslumbrar los rayos del sol, se incorporó de su lecho, cartones y mantas, y desperezándose nos dio los buenos días. Mi nieto le preguntó dónde vivía, si no tenía casa y el vagabundo, con una sonrisa irónica, le dijo: “Esta es mi casa, jovencito. Vivo en los jardines del Palacio Real”.
San Juan, 18 de abril de 2023
José Luis Simón Cámara.