Desde que la vi, a pesar del porte, señora alta, entre los 60 y los 70, erguida espalda y cabeza, paso firme, supuse lo que pocos segundos después se confirmó. Al menos para mí. Siempre que me encuentro con una persona mayor de las llamadas sin techo, esa es al menos mi impresión, me pasa por la cabeza la imposible probabilidad de que se encontraran entre ellas mis padres ya fallecidos hace años y que nunca afortunadamente se encontraron ni de lejos en esa triste situación. Pero la sensación se acrecienta, quizá por ser menos frecuente, cuando se trata, como en este caso, de una mujer. Los “clochards”, así llamados los sin techo o vagabundos en Francia, son mayoritariamente varones. No es que haya o no una razón que lo justifique o explique, pero suele ser así. Aunque hay excepciones como me ocurrió aquella vez en París. Hace de esto muchos años, pero no se me olvida con el paso del tiempo. Caminaba yo solo por aquella ciudad, siempre grande para cualquiera y más aún para un joven de provincias ni siquiera de cualquiera de las regiones de Francia sino del Levante de España y apenas acostumbrado a la soledad de un aislado monasterio en la montaña. Ya sin el aturdimiento de los primeros días, con gentes cruzándose en todas direcciones por las anchas aceras de la ciudad, casi tropiezo con una señora tumbada sobre unos cartones. Había visto el bulto desde lejos, pero nunca pensé que pudiera tratarse de una persona. Quizás una bolsa de basura tirada en la calle, un abrigo arrugado caído a un paseante, pero no, era una persona acostada encima de unos cartones sobre unas rejillas metálicas, respiradero del Metro. La gente pasaba a su lado sin hacerle el más mínimo caso. Muchos ni la miraban, otros desviaban la mirada al verla, pero nadie reducía el paso o detenía la mirada en aquel desecho humano. Yo me detuve a su lado sin saber qué hacer. ¿Cómo pasar de largo con una persona tirada en el suelo? Lo más probable es que necesitara algún tipo de ayuda. No suele la gente andar tirada en medio de la calle sin algún motivo. Un desvanecimiento, un mareo, un infarto… ¿Quién sabe? Mientras la gente pasaba a nuestro lado indiferente a la escena me agaché y la toqué tímidamente intentando llamar su atención: “¡Madame, madame!” Pero parecía dormida. Al menos no daba muestras de escucharme. Minutos después se paró a mi lado una joven, también extranjera, como averigüé enseguida. De habla francesa pero canadiense. También impresionada de ver a aquella señora por los suelos. Ante la falta de respuesta me incorporé como buscando ayuda y vi a lo lejos a un policía al que hicimos señas de ayuda. El policía se acercó y cuando llegó a nuestra altura, la señora, que había permanecido inmóvil a mis requerimientos, giró la cabeza y mirándome a mí y al policía gritó: “Il m´a volé!” (“Me ha robado”). Yo no sabía cómo reaccionar, tampoco la joven canadiense, perplejos de sorpresa e indignación. El policía hizo con las manos un gesto de calma, tranquilizador, a la vez que nos decía:
“Ne vous inquietez pas, c´est une clochard. Allez vous en calmement” (“No se preocupen, es una vagabunda. Váyanse ustedes tranquilos”).
Volviendo a la actualidad seguí con la mirada a aquella mujer que caminaba por la acera delante de mí, como ausente. En la puerta de un supermercado, junto a su bicicleta con una caja de plástico en el sillín, donde guarda objetos que le dan o recoge de los contenedores, un señor pide limosna sentado en su banqueta. Al paso de la señora le pregunta: “¿Cómo estás?”. La mujer, que ya lo había rebasado, giró la cabeza y sin decir nada hizo una mueca de aflicción y siguió caminando sola por la acera con su carrito.
San Juan, 16 de abril de 2023.
José Luis Simón Cámara.