Vaya por delante mi respeto, no admiración, por las fiestas llamadas populares. Digo llamadas porque populares implicaría la participación o aceptación, si no de todo el pueblo, sí al menos de la mayoría del pueblo. Y vengo observando que en la mayoría de los casos si no en todos, es sólo una parte más bien pequeña, en absoluto representativa de la mayoría, la que celebra, disfruta o participa en esos festejos “populares”. No tengo nada contra ellos en principio, si esos festejos tampoco tuvieran nada contra gran parte del pueblo que ni celebra ni participa ni disfruta de los mismos. Al contrario, los sufre. Uno de los derechos de los ciudadanos es el derecho al descanso y el derecho a la libre circulación. Ambos, si no más, son pisoteados por estas llamadas fiestas populares en honor, nada menos, que del Cristo de la Paz.
Tal como están ahora organizadas las fiestas suponen la instalación de muchas barracas que inutilizan las calles correspondientes impidiendo la circulación peatonal y de vehículos y a veces también de garajes de los que no se puede sacar vehículos ni meterlos. No es éste el mal mayor. Lo más grave a mi juicio es que la aglomeración humana en las barracas y su entorno, los petardos y, sobre todo, la música a volúmenes endiablados a lo largo de la noche y hasta la madrugada impide que miles de familias, incluidos bebés, niños, ancianos, enfermos y adultos en general no puedan disfrutar del merecido descanso. Y eso un día tras otro. ¿No tienen derecho acaso los jóvenes y adultos a divertirse, bailar, cantar, vociferar, escuchar música en pandilla?
Claro que lo tienen. ¿No tienen acaso derecho niños, ancianos, adultos, a descansar en su casa sin ruidos, estridencias y músicas a todo volumen? Claro que lo tienen. Si unos tienen derecho a la diversión, que cada cual entiende como quiere, y otros tienen derecho al descanso, a la paz, sobre todo en estas fiestas del Cristo de la Paz, que cada cual entiende como quiere, ¿dónde está el problema? Está claro que todo es un problema de espacio o de tiempo. Es un problema filosófico que nos lleva a las “categorías a priori de la sensibilidad” del espacio y el tiempo de Kant. En el mismo lugar no puede haber a la vez ruido y silencio. Y puesto que a nivel temporal es un problema insoluble ya que son coincidentes las horas de diversión y descanso, la solución quizá esté en la cuestión espacial. Es decir, habría que encontrar un espacio distinto para cada actividad, sea descanso o diversión. La primera alternativa sería que los miles de vecinos que viven en las calles o proximidades de las barracas abandonaran sus hogares para que los festeros pudieran libremente ejercer su derecho a la diversión. Esto obligaría a los poderes públicos, es decir, al Ayuntamiento, a costear el hospedaje durante una semana en hoteles de las proximidades para garantizarles su derecho al descanso. A los responsables municipales corresponde decir si el erario público puede asumir dicho dispendio. La otra alternativa sería que el entramado y montaje de las barracas, que es móvil por constitución, no como los hogares, se desplazara a lugares del municipio donde la fiesta pudiera prolongarse noche y día, hacerse, ¿por qué no? Ininterrumpida. De manera que ambos grupos, festeros y no festeros, pudieran divertirse o dormir a pierna suelta sin límite, sin restricciones. En algunas localidades se ha intentado. Y, a veces, se ha conseguido, como por ejemplo en la feria de Sevilla donde la diversión está fuera de la ciudad. Hubo un intento, no sé si fallido, en Torrevieja, donde el Ayuntamiento nombró una calle dedicada a esos festejos, la Calle de la Alegría. Esperando contribuir a la solución del conflicto de intereses se despide quien también fue joven y donde hubo siempre queda.
San Juan, 10 de sept. de 23.
José Luis Simón Cámara.