Ya no está la bicicleta en la puerta del supermercado. Ni la caja de plástico atada al portaequipaje donde llevaba parte de sus pertenencias, entre ellas el transistor donde se podían escuchar músicas de su tierra, el móvil con el que, a veces, se le oía hablar en otra lengua y también, y sobre todo, sus medicinas, porque aunque pobre y sin techo sufría una afección cardíaca. Era tan habitual su presencia en la puerta del supermercado que podría llegarse a pensar quién estaba allí antes, si él o el supermercado. Hasta hace pocos días su imagen era inseparable de aquel espacio. La bicicleta apoyada en la pared, una banqueta de tijera junto a la puerta para sentarse mientras esperaba que le echaran algunas monedas y un pequeño cuenco donde caían las de cinco, diez o veinte céntimos, ya sin brillo de tan desgastadas. Nunca vi allí un billete ni siquiera de cinco. De vez en cuando dejaba allí, solas, todas sus cosas y entraba al supermercado donde cogía una barra de pan o una botella de agua que pagaba en caja como cualquier otro ciudadano. Nunca vi, como en otros casos, que las dependientas lo siguieran con la mirada. Vivía en una colorida tienda de campaña junto a la avenida de Benidorm, instalada entre los cipreses de una vieja urbanización y algunos arbustos que la semi-ocultaban a la vista de los viandantes. Desde los coches apenas se la veía. Conociendo su existencia se podían ver colgada ropa de una cuerda. No de cualquier manera. Las camisas en sus perchas y los calcetines con sus pinzas. Cambiaba de atuendo con frecuencia. Supuse que gastaba mi número de zapatos un día que lo vi llevar puesto aquel par que le había regalado. Siempre agradecía con un “Gracias, señor”, la poca o mucha ayuda que se le prestaba. Alguna vez lo vi entablar conversación con alguien que se paraba ante él. Su presencia irradiaba serenidad. Jamás lo vi agitado ni enfurecido. Ni siquiera intranquilo. Hoy, caminando hacia el mar, un amigo me lo ha dicho:
–Dimitri ha muerto.
–¿Cómo ha sido?
–Hace ya unas semanas le robaron el bolso donde llevaba sus pertenencias y entre ellas la medicación. A través de la Cruz Roja, donde él acudía con frecuencia, le gestionaron de nuevo los papeles para conseguir la medicación cardiológica que necesitaba y venía tomando hacía ya un tiempo. Fue en estas circunstancias cuando se le produjo un ictus cerebral del que lo atendieron en el Hospital General de Alicante.
Ya más recuperado lo trasladaron al de San Juan donde, imprevistamente, falleció.
No se sabe si por causa del corazón o del ictus.
–¿Tenía familia y han podido comunicarse con ella?
–A las 24 horas de su muerte se presentó aquí un hijo suyo residente en Canadá y se ocupó de los restos de su padre y de sus pocas pertenencias. Tenía 63 años.
¿Cuáles serían las razones para que un día abandonara su país, Bulgaria, y a su familia, puesto que al menos tiene un hijo, y viniera a establecerse aquí, tan lejos de su tierra y de su gente? ¿Qué historia habría detrás de aquella persona pacífica que pasaba los días sentado a la puerta de un supermercado y las noches en la soledad de su tienda?
¿Quién podría imaginar, viendo al pobre Edipo, ciego, andar por los caminos, cuál era la historia que llevaba a sus espaldas? ¿Qué sabemos de tantos seres que pasan a nuestro lado cada día?
San Juan, 7 de abr. de 24. José Luis Simón Cámara.