Buscaba a Jorge López de reojo, con ojos de sapo y corazón acelerado mientras trataba de abrirme paso en la línea de salida, en sentido contrario a la carrera. Quería coger una “buena posición” al fondo, para no estorbar al restro de participantes y tener unos segundos para comprender qué estaba sucediendo. David Gil seguía saludando y ya no estaba en mi radar. Con ese inconveniente no contaba y perder las referencias en el mismo starting point comprometía mi desconocido pero bien hallado instinto de supervivencia, disparando todas mis alertas.
Antes de encontrar mi recoveco en la estrecha calle de la plaza, me topé con Cris Mantas, que hizo un carrerón (con podio incluido) y por un momento tuve la sensación de estar en la cola del comedor del colegio. Me hizo tanta ilusión ese breve y atropellado encuentro que tuve un intenso flash back y recordé hasta el olor del magnolio junto al que esperábamos, en un intento de fila india, para entrar ordenadamente al comedor. Parecerá algo hortera y exagerado pero al igual que sucede en la casa de Gran Hermano, cuando uno confrida las cosas se magnifican.
No recuerdo cómo se dio la salida, sólo que me dejé arrastrar por una marea de bastones, soft flask con pajita traicionera y los berridos de unos eufóricos montañitas dispuestos a confridar con determinación y tremenda alegría. Me pareció un ambientazo exclusivo y majadero, como el de una summer party vip con la flor y nata pero sin arrogancias.
De cómo llegamos a un 14 de mayo de 2022 a 7:00 hrs AM para recorrer 43 kms con +2700 m. sin experiencia previa en la montaña y sin haber afrontado antes una distancia similar (al menos en mi caso) sólo puedo decir; David Adalid Gil (en adelante aludido con el pertinente apelativo + complemento del nombre “de la Montaña”).
Habíamos quedado el día anterior en alojamiento rural El Gomis. Ángel Parra se había encargado de buscar un lugar cercano donde los 7 zangolotinos pudieran pernoctar para no tener que viajar de madrugada el mismo día de la carrera. Cuando llegamos a Confrides ya estaba Cuchi, tendente espontánea para llegar primera a cualquier sitio. Enri, Juanje y Ángel también habían llegado hacía un rato. Nos cruzamos con Josemi nada más aparcar y pudimos comprobar que la puerta de El Gomis era prácticamente coincidente con el arco de salida. Jorge, David y yo fuimos a que una Rosa en cabestrillo nos entregara el dorsal y nos deseara suerte. Fue una sorpresa algo perturbadora no encontrar bares con ánimo de servir una cerveza fría a los recién llegados urbanitas. Cuestión insólita para un pueblo que podría ver crecer su consumo y su turismo alegremente en el que seguramente sea el evento de año; La Maratón de Confrides.
Volvimos a El Gomis, repartimos las habitaciones y nos pusimos a hacer la cena. Casi todos traían su tupper hecho; cada cual con sus manías, sus intolerancias, sus hábitos, rituales, pociones mágicas y fórmulas magistrales. Buscando inspiración pregunté que llevaba cada uno y… ¡todos transportaban un triste arroz blanco hervido en casa! Pensé: “Eso es comida de pobres. Seguro que esta gente es de resolar zapatillas…” Y entonces Jorge abrió el vino, apareció la inspiración y preparamos con David una colorida ensalada de arroz (para no desentonar con los demás y reconocer el valor astringente y digestivo de este hidrato de pobres).
Terminamos apresurados para tratar de descansar en una corta noche de nervios, de cama ajena, de nuevo compañero de sueños y soporífero calor primaveral. Hablé por teléfono con mi familia. Mis hijos, que no tenían clara la línea espacio-temporal de la carrera, de forma autómata y con un somero “mucha suerte, mamá” (probablemente sin soltar siquiera el mando de la play) convinieron que era suficiente. ¡Hijos preadolescentes y desarraigados; vuestra madre puede morir, mostrad gratitud y amor! Nacho también me deseó suerte pero con bastante más empatía.
Pensaba ponerme el pijama, estirar un poco y meterme en la cama pero los alaridos frenopáticos de David para que dejáramos preparado el chaleco imposibilitaron tal circunstancia. Todo un contraste con mi roommate, que buscaba un podcast de meditación mientras repasaba ya en la cama, de cúbito supino y con la sábana a la altura del gaznate, el perfil de la carrera. Una mente pusilánime y llena de inseguridad me llevó a cumplir las órdenes del Cacique de la Montaña y dejé el chaleco cargado con pastillas de sales, barritas, un cortavientos, clinex y demás gadgets cuidadosamente seleccionados para la ocasión.
Acumulaba varios días de nervios de los de mitad miedo y mitad ganas y me sentía incomprendida. Y aunque Jorge manifestaba encontrarse igual, lo cierto es que me parecía un rollerito y un embusteret porque un tipo que lo que acumula son 100 medias maratones y 20 maratones de asfalto no puede sentirse pequeño, más bien lo contrario.
Terminé con el chaleco y con el resto de mis cosas y me dejé atrapar por el exótico y blando rezumar zen de la habitación. Como si del interior de una jaima se tratara, a la habitación, que contaba con una mesa de té, un par de puffs sobre una alfombra de estampado tipo damasco y un armario caoba de madera tallada, solo le faltaba quemar un poco de incienso para conseguir un total look 100% Marraquech.
Me acerqué a Cuchi que seguía observando un pequeño trozo de papel con el perfil de la carrera y unas anotaciones hechas a mano. Se quitó los cascos y con voz bajita me contó su plan de carrera situando sobre el perfil la estrategia hippie-seria que seguiría en cada tramo. No le había prestado ninguna atención al perfil, ni a los puntos kilométricos, a los avituallamientos y tampoco a los topónimos de interés. Para ser honesta debo reconocer que me resultó de gran ayuda cuando me vi en carrera. La mentalidad ganadora de Cuchi determinaba que los 6 primeros kms eran correderos por lo que iría a un ritmo de 4mins./km para coger la 1a posición. Pensat i fet! Consiguió mantener la primera posición hasta más de la mitad de la prueba. Con sólo una mentalidad ganadora no se puede alcanzar esas cotas, hay que tener además unas capacidades físicas extraordinarias y una actitud deportiva y entusiasta.
Pusimos el despertador a las 5:30 AM. Cuchi lo puso a 5:15 AM evidenciando nuevamente esa mentalidad ganadora. Sonó el despertador de Cuchi y me levanté como un resorte. Estaba espitosa y desconcertada. ¿Era ya el día? ¿Iba realmente a correr una maratón de montaña? Me lavé los dientes antes de desayunar desafiando las leyes del orden para envalentonarme y coger confianza. Escupí con fuerza sobre el lavavo y me quité los restos con el brazo, sin usar toalla ni celulosa, para entrar con garantías en el “rollo supervivencia”.
El desayuno también estaba dirigido y vigilado por el Predicador de la Montaña al que venerábamos y honrábamos en las horas previas. Tal fue así que nos clavamos un porridge de avena con plátano y manzana y medio bote de canela. El aspecto era más el de una gachamiga dejada caer sobre el plato por un carcelero macilento pero esa apariencia rústica y la sensación de llenado mantenían vivo el “rollo supervivencia”. Jorge comió tres cucharadas pero yo me lo acabé casi todo. No recuerdo qué desayunaron los demás pero seguro que fue un desayuno de pobres…
Recogimos, nos aseamos, nos pusimos crema solar y cruzamos el umbral de El Gomis con sonrisa nerviosa. Anduvimos durante 7 segundos y nos encontramos con el torso de Borja García Rato, el pulgar de José Antonio Torregrosa, la barba cuadrada de Víctor Núñez y el comentario socarrón de Jaime Castells. El detalle de calidad y calidez de Jota me desestabilizó un poco emocionalmente. Habíamos coincidido recientemente en una salida por el Cabeçó y hablando sobre Confrides y el material obligatorio que se requería salió la cuestión de la manta térmica. Jorge dijo que no tenía y yo que debía buscar la que me dieron hace unos años en la Media Maratón de Edimburgo. Jota dijo que tenía varias y que nos las dejaba. Fue un comentario amable y solidario pero yo pensé que se asemejaba más a una conversación sobre el parte meteorológico cuando coincides fortuitamente con un vecino en el ascensor. Pero Jota había traído las mantas, nuestras mantas, y nos las ofreció nada más vernos. ¡Touché! Aún no he tenido oportunidad de darle las gracias por ello.
Le di apresuradamente mi movil a David para que me hiciera una foto y poder enviársela a José Manuel Albentosa, que me la había pedido para las redes sociales de Montemar. No podía parar de moverme con tanta emoción y la foto salió bastante regulera. Entonces David en un quid pro quo me entregó su móvil para que yo hiciera lo mismo y retratara, con su famosa pancarta de fondo, a todos los ATT que por allí se encontraban.
Me había enterado hacía un par de semanas que Jesús Jurado no corría este año la maratón sino la prueba de 23 kms porque se marchaba seguidamente a hacer el Camino de Santiago, esta vez desde Sevilla. A Jesús lo conocí siendo comercial de Fedex. Con su traje de chaqueta, sus deportivas, su labia cordobesa y su eterna sonrisa, no había quien le hiciera sombra en el mundo courier. No le había visto desde el último programa de radio al que acudimos con el sanedrín de la zapatilla y albergaba la esperanza de engancharme a su paso para asegurarme una carrera divertida, con ufanos relatos y anécdotas de montaña a un ritmo “prisa mata”. Sin embargo, pude encontrar todo eso y mucho más en una terna de 4 (en Tarazona de la Mancha se cuenta por pares) a cargo del Maestro de la Montaña.
Se nos dio salida a bocajarro y como una manada de bisontes desgarbados y trastavillados por pies y bastones (unos propios, otros ajenos) tomamos la calle como vereda abajo. Había perdido a mi unidad antes de empezar y tenía que valerme de mi cuello periscópico, que se movía nervioso de lado a lado para avistar algún efectivo que me resultara familiar. Por encima del sonido líquido de las soft flask y los numerosos bidones que me rodeaban solo se imponía la percusión arrítmica del bongó de mi corazón. Hasta que de pronto escuché la voz en grito del Moisés de la Montaña que decía con risa contenida y tono burlesco: – “María, tranquila, que no te vas a perder. Sigue corriendo”. Bajé mi cuello de jirafa, recuperé una postura digna y fingí una autonomía segura y convincente hasta que el Chulito de la Montaña me alcanzó. Jorge seguía “de casquera” con Jaime un par de metros más atrás. Así, bajamos por una senda y atravesamos un pequeño riachuelo donde más de uno chapoteó o sumergió sus hoka último modelo. Justo delante podía ver una simpática cuadrilla de trapitos uniformados que brincaba pizpireta y que me recordaba a los Lemmings (Tractor Méndez, Torregrosa, Punzano, Jota y alguno más… creo recordar)
Al dejar el río subimos un tramo de asfalto y yo solo podía pensar en los 6 kms que Cuchi consideraba tan correderos como para llevar un ritmo endiablado de 4mins/km. Volvimos a bajar por una senda entre árboles y el Guía de la Montaña, que causaba sorpresa entre la cuadrilla por encontrarse detrás y no en su posición habitual, iba anticipándonos cada tramo del camino, jactándose de su labor de consultoría como Wikipedia de la Montaña.
El sol comenzó a asomarse tímidamente en nuestra subida hacia Pas del Comptador. Era la primera subida y la afontábamos frescos y con ganas. Jorge ya iba delante sacando alguna foto a traición y David de coche escoba flanqueando la retraguardia, así que yo subía escoltada tan ricamente. Una chica con camiseta underarmour de tirantes color rosa se coló en las instantáneas de Jorge. Aún no la conocíamos y no sabíamos quién era pero formaría, durante casi todo el recorrido, parte de nuestro equipo. Subimos por la piedra gris hasta el primer avituallamiento; Pas del Comptador. El Instructor de la Montaña ya nos había apercibido de la inviabilidad de la parada en el avituallamiento. Sólo en caso de que fuéramos faltos de agua nos permitiría rellenar los bidones. ¡Ar! De esta forma, pasamos obedientes, sin pena ni gloria por el kilómetro 8; el primer punto identificado en el perfil, que había cuasi memorizado, gracias a Cuchi, la noche anterior. ¿Dónde estaría ella en ese momento? Pensé que ya hacía un rato que había dejado de correr a 4 mins/km. Culminamos la subida en la Casa del Guarda y comenzamos a correr por una incómoda zona de cresteo que representaba una verdadera amenaza para los tobillos. Me resultó emocionante y conmovedor encontrarme con piedra lapiaz, un término que forma parte del léxico “Montañitas”. La primera vez que supe de su existencia fue durante una excursión al peñón de Ifach de la que guardo muy buenos recuedos.
La zona técnica de cresteo desembocó en una senda que se extendía por la ladera de la montaña. Un largo descenso donde Jorge seguía marcando el ritmo y David y yo le seguíamos al tiempo que hablábamos de banalidades entre pinos, matojos y alguna antipática aliaga que interrumpía de vez en cuando nuestra conversación. La bajada se complicó y pude observar algún resto de sangre sobre las piedras. “Ese batacazo no lo quiero para mí”, así que aminoré el ritmo y aseguré la pisada. Llegamos hasta una fuente con un estrecho abrevadero y aprovechamos para mojar nuestras cabezas porque el sol empezaba a apretar. La chica de rosa se había quedado atrás. Subimos unos metros, bajamos otros tantos y llegamos al avituallamiento de Quatretondeta en el kilómetro 17,5 donde teníamos permiso del Babysitter de la Montaña para detenernos 2 minutos, solamente a rellenar agua o beber isotónico porque “se come corriendo”. Fuimos disciplinados en el cumplimiento de las órdenes y continuamos pista arriba mientras David se quedaba hablando por teléfono: – “¡Seguid! Ahora os alcanzo”.
La chica de rosa se encontraba mal, tenía ganas de vomitar pero no podía y se había sentado en el avituallamiento con idea de retirarse. David le dijo que si tenía angustia no comiera pero que era importante que se hidratara, que se tomara un tiempo e intentara continuar. Ella también le hizo caso.
Jorge y yo ascendíamos por una pista larga y tediosa volviendo la cabeza atrás por si aparecía David, que se había quedado en Quatretondeta hablando por teléfono y avisando de dónde nos encontrábamos a David Molina y Óscar Rodríguez. Moli y Óscar acababan de correr la Media Maratón de Lisboa el finde anterior y se habían organizado para venir a vernos y brindarnos su apoyo, a pesar del calor y del poco tiempo que les íbamos a poder dedicar. Estaba entre mis planes haber ido con ellos y el resto de Runners Montemar a Portugal. Era un plan pre-pandémico que se llevaba retrasando desde 2019 por las estrictas medidas sanitarias y la dificultad para celebrar eventos deportivos multitudinarios. Finalmente no pudo ser y no viajé a correr la media maratón de Lisboa con ellos. Así que la visita de Moli y Óscar era un gesto de compañerismo que intensificaba mis emociones y me ayudaba a afrontar los kilómetros con ganas de alcanzar el punto de encuentro. El Reportero de la Montaña les informó de nuestra situación y de los cálculos aproximados de llegada al avituallamiento de Famorca, lugar donde nos estarían esperando.
Antes de encarar una subida más pronunciada apareció David para acompañar nuestro hasta entonces, huérfano trayecto. No tardó en hacer acto de presencia la dueña de la camiseta rosa. Noté que el Samaritano de la Montaña se alegró al verla y la llamó por su nombre; Vanessa, y como buen Anfitrión de la Montaña la invitó a sumarse a nuestro equipo con la intención de ayudarla en los kilómetros que aún quedaban por delante. A mí me pareció una motivación extra para todos. ¡Por fin salían las cuentas en Tarazona de la Mancha!
Vanessa era de Jávea, de madre alemana y padre español y se daba un aire así como de nórdico aclimatado. Se la veía recuperada de su momento crítico en Quatretondeta y aunque aceptó con alivio nuestra invitación, no intervino demasiado en las conversaciones y solo cuando le preguntábamos, contestaba amablemente pero sin mucho adorno. David quiso amenizar la subida y romper el hielo con Vanessa mediante largas y divertidas anécdotas de su experiencia en UTMB de 2017 (Crónica a disposición del lector en el blog de ATT.) Disfruté de sus relatos y pregunté todo lo que se me pasaba por la cabeza. Vanessa solo escuchaba y Jorge ni eso. Ambos subían concentrados; la una taciturna a la cola, el otro lacónico en cabeza. Vanessa nos contó que venía de correr los 25K de la Infernal Trail, y que era la primera vez que se enfrentaba a 43 kms, al igual que yo, pero ella con más experiencia en estas lides. Su hermano también participaba en la prueba y a juzgar por sus marcas iba a terminar en unas 6 horas.
Antes de alcanzar el siguiente avituallamiento situado en el kilómetro 22, el ecuador de nuestra singladura, pasamos por una fuente con un abrevadero algo más generoso que el anterior. Nadie dudó en refrescarse. Hacía bastante calor y las fuentes resultaban un cotizado revulsivo en nuestro avance. Llegamos a Coll de Borrell y un voluntario con aspecto de vikingo tropical nos rellenó las botellas y nos ofreció fruta fresca en la mesa de avituallamiento. En este punto observé algunas caras desencajadas y algún participante derretido por el calor y el agotamiento e inevitablemente atrapado en la “temida disyuntiva”. Hasta Torregrosa recordó y nos comentó su atrapamiento el año anterior. Él lo saldó con éxito a diferencia de otros que no tuvieron opción. La verdad es que yo me sentía feliz y con fuerzas, con emoción y ganas de encontrarme con mis amigos en Famorca y la sensación de estar disfrutando muchísimo de la experiencia. Rematamos la subida con una Vanessa cariacontecida, un Jorge anclado en el “madre mía”, la cuadrilla de Lemmings dispersa y el Auditor de la Montaña haciendo balance.
Tocaba soltar dragoneras y guardar bastones.
No hacía mucho que había incorporado con cariz cómico el vocablo “dragoneras” en mi nuevo léxico “Montañitas”. Este neologismo se nos presentó de forma didáctica durante la fase práctica del “bastoneo” en una mañana de Maigmó auspiciada por el Entrenador de la Montaña y el Cangrejo de la piedra suelta. Según este último, Jorge y yo teníamos un espíritu más botánico que atlético, pero en cualquier caso, solo podíamos mejorar de cara a Confrides. “Dragoneras” sonaba tan cool y divertido que hacía mucho más épica toda nuestra aventura. Y a nuestro paso por Maissonnabo (así llamaba el Cangrejo a la peña más transitada del Maigmó) ya me podía imaginar como la Khaleesi en mi propio “juego por el trono” o como Diana, la acróbata de “Dragones y Mazmorras”, que siempre me gustó más que la chica de la capa que desaparecía. A Jorge lo podía visualizar perfectamente como el “Amo del Calabozo” pero en versión “transformismo disparatado de Joaquín Reyes”; ¡Su-su-su suave!
Con los palos en el cinturón y la ilusión de bajar nos desperdigamos hasta el Pou de Neu. El Virtuoso de la Montaña realizó una bajada liberadora, como cuando suena la campana en clase y el maestro abandona el aula (sin ambages) antes que el alumnado. El verdor de un vasto paisaje y un momento de paz convencieron a David para grabar nuestro paso por el pou. Torregrosa también decidió grabar mientras esperaba el desfile de su cuadrilla. Yo bajaba muy alegre, brincando como Heidi. Me seguía de cerca Vanessa y bastante más alejado llegaba Jorge, que se había pegado una buena “tollina” y bajaba tipo “Clara”, pero sin silla de ruedas.
Descendí contagiada por la emoción que sentía alrededor. Un fotográfo con música me puso a bailar y me aceleré tanto que perdí a todo el equipo. Escuché que había una fuente en la bajada y decidí que allí pararía a refrescarme y reagruparme con los demás. La fuente resultó ser un manantial natural que debíamos atravesar. Salpiqué simpáticamente a los que iban bajando hasta que llegaron los míos. Vi las rodillas ensangrentaditas de Jorge y su cara lastimera pero me dijo que estaba bien y David ratificó con gesto salomónico, así que continuamos los cuatro hasta un infierno de tramo asfaltado que concluía en el esperado avituallamiento de Famorca, a mitad del kilómetro 29.
¡Qué alegría ver a Moli y Óscar! ¡Un verdadero chute de energía! Oir sus provocaciones, sus sainetes puñeteros sobre el ritmo pausado de la montaña o el recurrente paradigma de los Walkers Montemar, me resultó reconfortante y tranquilizador, valga la paradoja. Nos abrazamos en plan covid free, regalando suarda generosamente. El Oráculo de la Montaña nos permitía una parada inferior a 15 minutos habida cuenta de que la ocasión lo merecía. Nos hicimos una foto todos juntos, recargamos agua, nos mojamos en la fuente y nos pusimos crema solar. Jorge y David invirtieron el orden de estos dos últimos pasos pero a mí me parecía más del “rollo supervivencia” lo caótico de la crema sobre el agua.
Les presenté a Vanessa y Vanessa nos presentó a su hermano. Al parecer éste se había retirado porque no se encontraba bien y llevaba un buen rato en Famorca esperando a que Vanessa llegara.
El catecumenado de Confrides se puso en marcha con más fé que nunca, ungido en crema solar y hermanado en procesión. Y como si se hubiera obrado el milagro de los panes y los peces, de ser 4 pasamos a 7. (En Tarazona de la Mancha son todos primos menos los números). El Prelado de la Montaña, mediante su mesiánico discurso, convenció a Moli, a Óscar y al hermano de Vanessa para que nos siguieran durante los primeros metros de inclinado asfalto hacia la Mallada del Llop. Subiríamos ese último tramo sin pensar, peripatéticos y adoctrinados por el dogmatismo del avance.
Nuestros amigos no tardaron en darse la vuelta, ya habían cumplido su cometido con creces. Por contra, el hermano de Vanessa, que había reviscolado, decidió cumplir el suyo antes que nosotros y desapareció grácilmente senda hacia arriba.
Sabía que en ese momento empezaba la carrera. Recordaba la noche anterior, con el pequeño trozo de papel donde se veía el perfil y los comentarios de Cuchi sobre esa última subida… ¡Todo el mundo hablaba de la dureza de esa subida! Yo estaba preparada mentalmente, incluso sentía una curiosidad inaudita que me inquietaba y me motivaba a partes iguales. Subíamos en el orden habitual; Jorge primero, yo después y David, o vigilante a la cola, o entre Vanessa y yo. Hacía mucho calor y el sol caía sin parapetos como una pesada armadura de fuego sobre nuestros cuerpos. Creo que la temperatura llegó a alcanzar los 37 grados. Nos encontramos con Tractor Méndez en un momento de flaqueza y malestar. Se había detenido en una de las pocas sombras existentes en nuestro ascenso y se recompuso para unirse al cuarteto de 5. (En Tarazona de la Mancha se prefiere el trío de 4, pero no se le hacen ascos al cuarteto de 5 si hay “primos” incluídos).
En pocos minutos pasé de la exaltación al abatimiento, como del annus mirabilis al annus horribilis, con el peso incandescente del sol y el incesante ahogo por calor. Ése era mi talón de aquiles y era vox populi. Jorge y yo, que corríamos en autosuficiencia por orden del Sátrapa de la Montaña, habíamos previsto la toma de pastillas de sales cada hora y lo habíamos cumplido religiosamente para evitar la deshidratación, pero lo que me estaba sucediendo no tenía que ver con eso. Sentía que mi cuerpo irradiaba calor como una estufa y mi cara como una bombilla. Parecía que en cualquier momento podría autocombustionar. Como si una especie de ignición espontánea estuviera a punto de acontecer, la tensión me bajó al subsuelo y comencé a debilitarme física y mentalmente; ¡Marasmo!. David se dio cuenta. Paré con agobio y busqué en el interior del cinturón elástico lurbel una de las muestras de crema solar que nos había dado Cuchi antes de salir. No sé si esperaba sentir alivio untándome de crema o si pensaba que se apagaría el fuego de mi cara al hacerlo, pero apreté el pequeño bote de muestra como si no quedara producto y con un gesto arrebatado de desesperación me puse crema a discreción. El Cómico de la Montaña me miró y me preguntó si un elefante me había eyaculado en la cara. Con esa pregunta tan descriptiva pude imaginar el aspecto que presentaba mi rostro. Miré a David con desaprobación de madre indignada, sin ningún tipo de esfuerzo por revertir o adecentar mi imagen, aunque sabía que la intención del comentario iba más allá de la risa. Pude reanudar la marcha a la cola del equipo con mi animal print style y la sucesión de sandeces del Antropólogo de la Montaña, que prometía un oasis en pocos metros. Yo solo podía pensar en ese oasis sanador, en zambullirme y arrancarme el calor a tiras. Así que avanzaba como un walking dead, imaginando un hotel de 5 estrellas en mitad del agreste descenso. Cada metro me parecía un suplicio y el oasis a escasos metros, una falacia malvada y retorcida. Creo que fue el único momento en carrera en el que me cayó mal David, que fue súper riquiño todo el tiempo, aunque yo albergaba mis dudas de que pudiera serlo y Jorge estaba más que convencido de que acabaríamos peleados.
El llamado “oasis” resultó ser una diminuta fuente con un chorro de caudal insultante. El llenado de una botella suponía un par de minutos y nos agolpábamos en la boca de la fuente esperando que nos dieran la vez. El agua salía lenta pero muy fría y David se ofreció para llenarme las botellas deslomándose amablemente. Bebimos rápido, con calor y ansia. Tractor Méndez parecía haberse recuperado y yo, tras despojarme del golpe de calor, también comencé a sentir alivio y fuerza para continuar. Retomamos el camino fresquitos y aunque el calor era el mismo ya no se sentía igual. Podía ver la cara compungida de Vanessa que iba quedándose atrás, algo no iba bien. Se quejaba de los isquios y nos pidió que siguiéramos sin ella, pero el 112 de la Montaña no podía permitirlo.
Fue una casualidad inusitada la cuestión del dorsal de David. Cuando Jorge y yo empezamos a entrenar para poder confridar, David debía habernos acompañado, se comprometió a enseñarnos y ayudarnos con la preparación. Él había sido el artífice de esta idea loca y nuestro éxito era un futurible comprometido con su labor. Las circunstancias no permitieron que David pudiera acompañarnos en los entrenamientos ni al principio ni al final de la preparación. Varias molestias y alguna lesión leve lo mantuvieron en reposo con la prudencia del que quiere garantizarse la participación en las carreras. El caso es que las primeras salidas con Jorge fueron un disparate del que pactamos no hablar en presencia de David para poder mantener nuestro ego intacto. No conocíamos ni el Cabeçó ni ninguna montaña de nuestro entorno, por lo que íbamos “a la aventura” con los tracks que nos descargábamos en el reloj y con la inconsciente confianza de “saber lo que se hace”. No recuerdo ninguna salida en la que no nos perdiéramos un poco o un mucho. La primera vez que fuimos solos al Cabeçó decidimos subir por Racó Caldero y tuvimos que hacer una videollamada con David (que siempre estaba pendiente) para poder llegar a la pedrera. A Jorge le daba igual pero a mí me arañaba el orgullo tener que recurrir a David (que suele ir de crecidito) cada vez que nos perdíamos. Luego había que aguantarlo hablando ex cátedra con ínfulas de sabio pretencioso pero cercano al trato. Durante las primeras veces que nos perdimos Jorge siempre propuso llamar a David pero yo aseveraba: – “Mira lo que te digo, Jorge, ¡¡antes llamo al 112!!” Pues el karma me lo devolvió en forma de dorsal y a David le tocó el 112 en el Maratón de Confrides.
Pudo ser una consecuencia, un presagio, una lotería… pero me fascina fantasear con la magia de las casualidades. A David le tocó el dorsal 112 por pura vocación.
Vanessa se sentía acalambrada y decía que no podía continuar. David, una vez más se quedó con ella: – “¡Seguid! Ahora os alcanzo”. El paisaje era espectacular. Unas enormes formaciones rocosas emergían de la tierra y mostraban cuevas naturales en una gama cromática de grises; plata, ceniza, antracita… Yo quería compartir el sentimiento de belleza y le gritaba a David desde más arriba lo bonito que era y él trataba de explicar con chillidos que ahí se refugiaban las cabras en verano. Los calambres de Vanessa se fueron apaciguando en la medida en que continuaba en movimiento, o al menos eso decía el Doctor de la Montaña, que no dejó que Vanessa se detuviera. Tras unos minutos de ascenso sin sobresaltos, Jorge, que iba el primero, empezó a encontrarse mal y a palidecer. Nos dijo que necesitaba parar porque estaba mareado, que sentía un incómodo hormigueo en las manos y que no podía continuar. Miré de soslayo; imagen demacrada, aciago presagiar. ¡Pero si Jorge iba perfectamente! ¿Qué había podido pasarle para que su estado diera un giro de 180 grados? Se detuvo bajo un árbol y noté que se ponía más nervioso, que se agobiaba con nuestra atención y todas nuestas preguntas. El Samur de la Montaña espetó: – “¡Seguid! Ahora os alcanzo”, para poder quedarse a solas con Jorge y que éste no sintiera la presión de nuestra presencia. Mientras Vanessa y yo nos alejábamos, pude ver como Jorge hacía ademán de tumbarse. Estaba preocupada, pero pensaba que ya había visto a Jorge alguna vez en esa tesitura y había conseguido sobreponerse con relativa rapidez.
Jorge tiene facilidad para marearse (creo que más aún desde que come como un pajarillo) y acaba vomitando como la niña del exorcista.
Se cumplía justo un año desde que él y yo hiciéramos lo mismo que Moli y Óscar con nosotros; ir a Confrides a animar a nuestros amigos en su maratón de montaña. Nosotros quisimos darles una sorpresa y no dijimos nada. Nos presentamos en Famorca y cuando vimos llegar a Ramonet nos dijo que ya habían pasado David y compañía. Íbamos preparados con pistolas de agua y muchas ganas de verlos así que preguntamos dónde podíamos volver a encontrarlos y nos dijeron que en el avituallamiento del Abdet. Fuimos hasta allí en el coche de Jorge dando un rodeo interminable lleno de curvas y de caminos impracticables, metiéndonos por sitios imposibles con la preocupación de no llegar a tiempo. Fue la primera vez que vi a alguien conducir y vomitar a la vez. No conozco a nadie más con esas capacidades. En el Abdet vimos a David y a Cuchi, y también a Enri y Ángel, que pasaron un poco más tarde.
¡Afortunadamente conseguimos nuestro objetivo!
También en otra ocasión vi a Jorge marearse cuando fuimos con Fran Carrasco a una clase de pilates. Nos tocaba clase de fuerza pero había fallado un monitor y Fran fue a cubrir esa sesión. Nos dijo que nos metiéramos y siguiéramos la clase, que íbamos a trabajar el core. Jorge era el único varón después de Fran por lo que se convirtió en el inevitable centro de atención. Todos los ejercicios se basaban en la respiración profunda y él siguió las instrucciones de Fran al pie de la letra hasta que lo vi bajar con preocupante dificultad de la fit ball. Tenía los labios violetas y el color de la piel del prota de Crepúsculo.
¡Afortunadamente no llegó a vomitar!
Sin embargo, sí lo hizo y siguió corriendo un martes cualquiera en el que el entrenamiento de Fran no se le había volcado en el reloj debido a un problema de vinculación con Training Peaks y en un gesto de compasión con la pobre criatura, me ofrecí a crearle el entrenamiento directamente en la app de garmin. Con mi interpretación generosa de las cosas, entendí que una repetición (×1 rep.) eran dos veces (Todo el mundo sabe que si “repites” es porque ya lo has hecho antes, ¿no?) y dupliqué el entrenamiento de Jorge. Cuando el de Tarazona de la Mancha iba por el kilómetro 28 tuvo que detenerse a vomitar, aunque siguió corriendo obstinado hasta que el garmin le dijo que podía parar.
¡Afortunadamente para mí aún conservo su amistad!
Hubo otro momento en el histórico de Jorge en el que también pude apreciar sus altas capacidades.
¡Afortunadamente para él no lo voy a contar!
Jorge siempre había resuelto la situación y yo esperaba que en esa ocasión también lo hiciera.
En mi lento avance ya no conseguía ver ni a David ni a Jorge porque el árbol en el que se habían detenido lo impedía con su frondosidad. Les gritaba desde arriba para que me actualizaran la situación y David, que tuvo claro que se trataba de un corte de digestión, me dijo que necesitarían un poco más de tiempo. Y entonces Vanessa me dijo que iba a vomitar, y aunque me sonó a vacilada, tampoco me parecía apropiado tirar de humor idiomático y acabé por tomarla en serio. Le dije que parábamos pero ella se retiró buscando intimidad y capté el mensaje. Seguí sola, despacio, aturdida y preocupada, encarando una subida lampiña de árboles y matas. Tractor Méndez ya casi había llegado a la cima. Probé la potencia de mi voz preguntando a grito pelado y haciendo cueva con las manos en los laterales de la boca; primero a los chicos y después a Vanessa. Podía ver el punto geodésico un poco más arriba y a Vanessa reanudar la marcha un poco más abajo. También vi salir del árbol, mucho más abajo, a David y a Jorge y respiré aliviada. Decidí esperarles donde había perdido de vista al Tractor, en el punto geodésico. Vanessa llegó primero y al rato lo hicieron David y Jorge. Jorge confesó haberse visto fuera, con retirada obligatoria y pensando en su epitafio.
¡Afortunadamente se recompuso!
Nos abrazamos y nos hicimos una foto todos juntos en el punto geodésico, rondando el kilómetro 32.
Comenzó un cresteo de sube y baja y seguidamente un descenso muy incómodo por una pedrera complicada. Ahí empecé a notar por primera vez el cansancio en cuádriceps, que se activaban con pocas garantías, para frenar la aceleración de unos pies kamikazes. Había letreros en el suelo advirtiendo del peligro y me recordó a cuando entras en un sitio recién fregado y una señal te avisa del suelo mojado. No entendí muy bien lo de la señalítica, pero justificaba cualquier posible caída sin riesgo de parecer un torpe desmañado. Vanessa se volvía a quedar atrás, no le gustaban las bajadas y pensé que se trataba de falta de destreza. La vimos hablar por el móvil y el Censor de la Montaña se indignó y le dijo que colgara. Entonces Vanessa explicó que estaba llamando a su cuñada y que se iba a retirar, que por favor nos marcháramos. ¿En serio? ¡Si ya no quedaba nada!
David dio media vuelta y, con paso rabioso y contumaz, subió a por ella mientras repetía su ya famoso mantra; – “¡Seguid! Ahora os alcanzo”.
Jorge y yo le oíamos esgrimir argumentos lapidarios en plan apisonadora con voz recalcitrante y autoritaria. Estábamos convencidos de que David sacaría a Vanessa de ese pozo mental y que bajaría como un troglodita, arrastrándola de los pelos si fuera necesario, pero ella venía con una obsolescencia programada para el kilómetro 33-34. Todos ya cansados incluso para discutir, permitimos que nuestra insurgente compañera se quedara atrás sin dar crédito a una retirada tan cerca de la meta.
Estabamos a punto de llegar a Racó de Llosa, el siguiente avituallamiento situado en el kilómetro 36, y nos encontramos con un errático y dolorido Tractor Méndez. Se enganchó a nuestra inercia y llegamos al pequeño tenderete de Racó de Llosa, donde no quedaba nada de isotónico y apenas unos litros de agua. Bebimos un poco y sin detenernos seguimos bajando presionados por la hora de corte. La calurosa bajada hacia el Abdet contaba con bastante tramos de sombra mientras duraba la montaña y David insistía en que había que seguir corriendo aunque a mí ya me costaba mucho. Sonó el móvil de Jorge y resultó ser Juan Enrique Garrigós, “El largo”. Juan Enrique había corrido la prueba de 23 Kilómetros y llamaba, ya desde casa, para saber cómo le había ido a Jorge. El largo debió pensar que ya teníamos que haber llegado a meta, pero poca gente tiene un ritmo tan “pintón” como él. Volvimos a cruzar un riachuelo y conforme dejamos el monte, el calor comenzó a castigarme nuevamente sin compasión y amenazando con recudrecer sus consecuencias. Llegamos los 4 al Abdet y recordé la escena del año anterior, cuando veía los toros desde la barrera. David me pedía que corriera un poco más pero yo estaba al límite y no me seducía la idea de una victoria pírrica. El calor era tan agotador que sólo deseaba tapar el sol; pensaba en el bien que me haría un puñadito de nitrato de plata para provocar una lluvia tonta o un pequeño apocalipsis que lo dejara todo oscuro durante 2 kilómetros. Dejamos atrás una zona de regadío y nos enfocamos en la última y pequeña subidita hasta Confrides. Pasamos el puente y bajamos entrando al pueblo. Tractor Méndez aceleró para asegurar su entrada en meta antes de las 9 horas. El Motivado de la Montaña me azuzó para coger ritmito y adopté un trotín meritocrático y resignado. En cuanto pisé la cuesta que llevaba a El Gomis convertí mi trotín en un correr petulante al tiempo que veía aparecer a Enri, Ángel, Juanje, y Cuchi con sus gritos de ánimo.
Nos cogimos de la mano los tres y entramos en la plaza como un polímero; unidos por la formulación de una carrera y toda la química de un laboratorio. Cruzamos el arco de meta con la flagrante satisfacción del maratoniano in péctore. Nos miramos, nos abrazamos y el suspiro sirvió para respirar.
Esa sensación que te aporta la montaña y que se te queda dentro puede hacerte parecer un chalado. Hay un dicho popular que me parece magistral y que en su rica polisemia lo resume a la perfección incluso de forma literal: “Cuando un tonto coge una linde, la linde se acaba y el tonto sigue”
Esta carrera ha sido para todos especial y única. Para mí lo ha sido y lo es por muchos motivos que no puedo explicar, y sin duda por ser la primera. También lo es para un centenario como Jorge, que cambia la línea blanca por la piedra suelta, o para alguien como David, que ha acabado con todas las lindes existentes y drisfruta llevando “aloramigos” a que las conozcan. Ha sido única y especial para Cuchi, que logra hacer podio aún teniéndolo todo en contra o Enri, que lo toma como entrenamiento para la UTMB y consigue resolver a qué huelen las nubes. Incluso es única y especial para un Ángel que atesora el recuerdo de ¡todas las ediciones!. Y, cómo no, lo es también para Jaime, que se la dedica a su padre…
¡Enhorabuena a todos!
Es momento de resolar.
Que podamos seguir confridando y se cumpla el eslogan: Salut i Muntanya!
María Mompó Guerra