No es sorprendente que el informal grupo atlético Atotrapo, caracterizado por el afecto, la delicadeza y la camaradería como lazos principales de relación, más que por otros administrativos o jerárquicos que ni existen, homenajee a sus miembros cuando se llega a un decenio. Un acuerdo tácito lo ha limitado a esa periodicidad, de lo contrario estaríamos casi todas las semanas de celebraciones. Yo, que estoy en ese trance y no hubiera tenido que sorprenderme, no intuí ni por asomo que eso podía ocurrir el día 13 de Enero.
Primero porque aún faltaban unos días para el 21.
Segundo porque la trama urdida por Jesús y desarrollada por mi mujer había sido muy bien planeada.
¿Cuál era el montaje?
Inma había recibido la solicitud por parte de la concejala de Cultura del Ayuntamiento de San Juan de colaborar con un grupo de chicas jubiladas para orientarlas en sus lecturas literarias. A mí eso no me sorprendía lo más mínimo porque el año pasado yo también había dirigido la lectura a un grupo de personas. Además, este año, de la mano del concejal de Servicios Sociales y de nuestro colega Rafa Olivares, que dirige con guante de seda la Cruz Roja local, estoy dando clase de español a inmigrantes. Todo lo cual me llevaba a pensar que la dirección de las lecturas literarias por parte de Inma era algo de lo más normal, y por ser el primer día, yo mismo, sin que ella me lo dijera me ofrecí a acompañarla.
Es más, yo que acostumbro ser puntual y considero la puntualidad como una forma de respeto hacia los demás, le urgía, entretenida como estaba en pintarse los labios, para que no llegara tarde, sin barruntar ni de lejos que era a mí a quien esperabais.
Solo me di cuenta del montaje cuando comencé a ver vuestras caras distribuidas en forma de herradura en la fachada del hogar del pensionista.
¡Hombre, no hubiera sido muy adecuado celebrar los 70 años en una guardería, pero justamente en el hogar del pensionista! Parecía que fuera de coña. Por si acaso se me olvidaba la edad que llevo encima.
Ya en la calle empezaron los abrazos y los besos, uno a uno, una tras otra, percibiendo olores y perfumes familiares tan distintos al sudor, no menos amable, de las carreras. Fuimos entrando en tropel al recinto donde nos fuimos sentando y comenzaron las viandas, las copas, los brindis, los recuerdos. Tantos años dan para muchas historias. Y allí las fuimos echando sobre la mesa para regocijo de los comensales.
Como la noche en que iba yo caminando por la calle de San Fernando y de la puerta abierta de un coche que pasaba salió un brazo que, asiéndome con energía, me introdujo en el vehículo. En el asiento de atrás me vi escoltado por un antiguo amigo de la época de estudiantes en Murcia, ahora ya policía, y por una chica despampanante, digamos que de vida alegre. Envuelto en aquel torbellino me encontré de visita por todos los burdeles de la Albufereta, donde éramos recibidos con los brazos abiertos, con todos los honores, las mejores chicas y el champán chorreando por los rincones de los reservados. Todo esto sin pagar un duro. Yo no salía de mi asombro. Hasta que el alcohol y las estrellas se juntaron en el cielo de la madrugada.
O aquella otra ocasión en que la policía nacional disolvía una concentración de protesta, la primera, contra la subida de tasas estudiantiles frente a la Delegación de Educación, en la calle Maisonnave de Alicante. Yo salí corriendo, como todos, y me dirigí Paseo Gadea abajo hasta entrar aún con la respiración agitada al Dallas Junior, pub de encuentro entre la gente joven y más o menos pija de la época. Me acodé en la barra y pedí un gin tonic. Seguramente reconocido por la voz se giró hacia mí el joven de mi izquierda y exclamó: –¡Chico, José Luis, ¡cuánto tiempo! No estarás tú con esos comunistas que están corriendo delante de la policía. Porque tú has sido siempre muy ingenuo. Mira, de estos no te puedes fiar. Hace unos días, estando en comisaría, estábamos interrogando a uno de estos rojos que llaman Tarzán porque es muy fuerte. Y ¿sabes lo que hizo? Se lanzó de cabeza contra el radiador y la sangre le chorreaba por la cara de la brecha que se hizo en la frente. ¿Sabes para qué? Para luego acusar a la policía de malos tratos. Mientras bebía el gin tonic intentando calmarme escuchaba su discurso y recordaba lo que Tarzán, al que conocía muy bien, me había contado de su paso por comisaría. Cómo tuvo que lanzarse contra el radiador para evitar que el torturador especialista, venido desde Madrid, le rompiera el hígado con los puños envueltos en una toalla mojada para no dejar huella.
Curiosamente, el policía de las dos historias era el mismo. También es verdad que a veces aprovechamos estas relaciones para encubrir nuestras actividades, en aquella época consideradas subversivas. Más de una vez, embadurnamos con barro la matrícula del coche para no ser localizados mientras echábamos panfletos de denuncia contra la dictadura, y después, ya de madrugada, acabábamos por aquellos tugurios como coartada.
Durante varios veranos estuve yendo a Suiza para practicar francés y me buscaba la vida trabajando en distintos oficios: moviendo bloques de cemento en una fábrica de materiales de construcción o en un campo de golf arrancando malas hierbas o en una bodega de vino junto al lago Leman y también de pintor de brocha gorda. Allí conocí a Ramli, un chico marroquí. Cuando se trasladó a España necesitaba legalizar su situación y me pidió ayuda. Yo acudí al único policía, que ya había ascendido a inspector, en el que creía poder confiar.
Me dijo que acudiera con el árabe y me pondría en contacto con un colega que llevaba los temas de inmigrantes. Pasados unos días vinimos a la capital desde la Vega Baja, donde Ramli vivía. Tuve la prudencia de decirle que me esperara en un bar a unas manzanas de la comisaría. Cuando llegué allí mi antiguo compañero de pensión me dijo que lo acompañara a un bar donde estaba el policía de inmigración. Me lo presentó y fue directamente al grano. Yo le dije de lo que se trataba y me respondió hecho una furia:
— “Dime dónde está para detenerlo. Es un ilegal”.
— No ha venido conmigo, le dije. Se mueve por la Vega Baja y lo veo esporádicamente. Ni siquiera sé dónde vive.
Desde aquel momento decidí no volver a pedirle ningún tipo de ayuda nunca más a mi antiguo, quizá ya no, amigo de la época de estudiantes en Murcia.
Corrían los años 70 y aún estaba vivo el dictador. Desgranando estas y otras historias fue pasando la velada. Después de algunas palabras comenzó la sesión de fotos. Una para todos y todos para uno. Pasada la media noche nos fuimos despidiendo, como siempre, entre besos y abrazos.
Independientemente de los regalos que me habéis hecho, especialmente el libro, una preciosidad, con fotos y alguno de mis artículos, el monigote de cerámica con pinta sumeria y el olivo que supongo es deseo de inmortalidad, lo que más me ha alegrado es ser la causa de esta reunión, haber podido disfrutar de vuestra presencia, de vuestra conversación, de vuestro contacto sobre mi rodilla a la hora de las fotos, de vuestra singularidad. La mayor alegría es gozar de vuestro aprecio, de vuestro cariño, de vuestra valoración. Saber que leéis con gusto mis escritos es la mayor recompensa y a la vez estímulo para continuar haciéndolo y abrigar la esperanza de poder seguir ocupando vuestro precioso tiempo. Eso es para mí un orgullo. Que dediquéis a mis escritos parte de vuestro tiempo.
Que os sirvan, como siempre ha sido la literatura, para aprender algo nuevo, para mirar de otra manera la realidad, para entretener y hacer más llevadera la, a veces, pesada carga de la vida.
Muchas gracias a todos por vuestra amistad.
Un abrazo.
San Juan, 17 de enero de 2017.
José Luis Simón Cámara.