Encuentro con Sergio Ramírez [1]

Vengo de un pequeño país centroamericano rodeado de mares. Su territorio, plagado de costas, lagos y volcanes alcanza más de 130.000 mil kilómetros cuadrados, pero sus habitantes, a mediados del siglo XX, cuando yo nací, apenas llegaban al millón. En este casi despoblado país había un poeta que veíamos desde niños retratado en las monedas y billetes de 500 córdobas y en las paredes de las escuelas. Todos aprendíamos a leer recitando sus poesías que nos sabíamos de memoria:

“Margarita, está linda la mar,

Y el viento,

Lleva esencia sutil de azahar…”

Esto aún lo medio entendíamos, pero:

“Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania

Fecunda…”

¿Quién podía entenderlo a los nueve o diez años?

Voy a hablarles de un país donde los embajadores no son políticos ni diplomáticos ni economistas, voy a hablarles de un país donde los embajadores son poetas. Sí, sí, poetas. Así como aquí ustedes se saludan ¿Cómo estás, tío?, allá se saludan ¿Cómo estás, poeta? O ¿Qué es de tu vida, poeta? Porque en mi pequeño país no hace falta ir a la Universidad y ser profesor o farmacéutico o escritor para ser poeta. Allá, primero todos son poetas y después pueden tener cualquier oficio, agricultor, barrendero, profesor o tendero, pero lo que sí son todos es poetas.

Como habrán adivinado hace rato, desde los primeros versos, les estoy hablando de Rubén Darío. Y de este poeta que fue embajador paso ahora a hablar de alguien que cambió la pluma por la espada para desalojar a Somoza y volvió a la pluma en defensa de la libertad.

Las tiranías no tienen color. Siembran miedo, hambre, miseria, torturas, exilios y muerte. Mantienen al pueblo en permanente sufrimiento. Es igual que sean de derechas o de izquierdas. Las diferencias, los matices se difuminan, y al que las sufre, sean de uno u otro color, le importa bien poco. Sólo quiere quitárselas de encima. Ese deseo fue el que animó a luchar contra Somoza en los años 70 del siglo pasado y el que mueve ahora a los jóvenes que se rebelan contra Ortega, antiguo sandinista y ahora más tirano aún que Somoza, al que conseguimos derrocar. ¿Quién nos iba a decir, cuando volvemos la vista atrás, que aquel compañero de armas, acusado como nosotros, de traición a la patria por Somoza, nos acusaría a nosotros de lo mismo 40 años después? Y ha dado orden de busca y captura a la fiscalía para privarnos de la libertad ya que no puede cerrarnos la boca y silenciar nuestras palabras. En esto somos privilegiados los que disfrutamos de la lengua española, porque aunque nos censuren en nuestro pequeño país, ahora ya de 5 millones de habitantes, hay aún cientos de millones que pueden leernos en nuestra lengua. Y digo que somos privilegiados si nos comparamos con autores como Milan Kundera o Sándor Maray porque la prohibición en sus países, Checoslovaquia y Hungría, los condenaba al ostracismo ya que su lengua se hablaba sólo en sus países de origen. Nunca los exilios son dorados pero por fortuna yo puedo moverme en mi lengua y entre ustedes por muchos países y por muchos lectores.

San Juan, 4 de marzo de 2022. José Luis Simón Cámara.

[1] Charla del escritor en la sede de la universidad de Alicante en Canalejas el 22 del 2 de 2022.

Señora con andador

“Antes yo me comía el mundo y ahora el mundo me come a mí.”

Al vuelo he escuchado esta frase mientras caminaba por la Rambla de San Juan, céntrica calle comercial y arteria principal de la localidad. Inevitable mirar de qué boca había salido reflexión tan contundente. Una señora mayor, apoyada en un andador, la dirigía a otro señor de su edad, ambos parados en la ancha acera. Continué, vencida la tentación de quedarme por las proximidades merodeando para seguir escuchando a aquella señora. No me hubiera resultado difícil ni embarazoso por la proximidad de escaparates donde pararse a mirar, o la presencia de un joven vendedor de la ONCE, que suele abordarme para venderme un cupón, incluso de algunos trabajadores del supermercado próximo, sentados en un portal tomándose el bocadillo.

No era difícil imaginar a partir de aquella frase y viendo el cuadro o escena callejera, cuál hubiera podido ser el pasado de aquella señora que, aun ahora, con dificultad para caminar, no se amilanaba y, ayudándose de un andador, seguía moviéndose en este mundo que años atrás era capaz de comerse, de echárselo por montera y ahora se le echaba encima y le pesaba hasta el punto de necesitar un apoyo para soportarlo. Seguí caminando mientras reflexionaba, deformación profesional después de tantos años de docencia, en lo generalizado que estaba a nivel popular el uso de las figuras literarias. Todavía hay mucha gente, sobre todo mayor, que apenas fue a la escuela       de niño o ni siquiera la pisó, y aun así, entre esa gente, es frecuente escuchar expresiones en teoría atribuibles casi en exclusiva a profesionales de la cultura, más concretamente a poetas o literatos en general. Me estoy refiriendo al uso de figuras literarias como la que encabeza esta reflexión. Sinécdoque era el nombre de ésta. En muchos casos, quizá en la mayoría, desconociendo que se está haciendo uso de un tropo, teóricamente reservado a los escritores clásicos, trátese de Cervantes, Góngora o Quevedo y sus sucesores.

Seguía caminando y por la misma calle no paraba de ver a más personas con andador. Una, de vez en cuando, pero ya el colmo fue encontrarme en torno a un banco de madera a un grupo de señoras, todas ellas con su andador, como de tertulia o como si fueran a iniciar una carrera con obstáculos incorporados. Ninguna amargura en sus rostros. En animada conversación. Enfrente, sentado en un portal con persiana, un joven de unos 50 años, sin andador, cigarrillo en la mano, rodeado de colillas en el suelo, los ojos bajos y no sé si la tristeza o la desgana o la pesadumbre o la melancolía o la soledad o una mezcla de todas ellas en su rostro. Más allá el disminuido físico de cara deforme que veo todos los días, sentado en un banco, la mano levantada en forma de cuenco pidiendo una limosna, con abrigo y a veces sin calcetines.

¡Dios, qué desastre!

No lo pienso por las señoras con andador, tan, a pesar de todo, contentas o, al menos, resignadas. Lo digo por los más jóvenes.

Y sigo caminando ¡qué remedio! Pensando en las figuras literarias y en las etimologías y en aquellas inolvidables e irrepetibles reuniones de compañeros y amigos, con Pepe y Mercedes y Mari Paz, en que la rubia nos traía palabras para desnudarlas.

Desastre. Y entonces Antonio el fronterizo nos las vestía. Desastre: aquel que es abandonado de los astros y pierde la buena estrella y le acuden todas las desgracias.

En recuerdo de amigos aún presentes desde el más allá.

San Juan, 1 de febrero de 2022.

José Luis Simón Cámara.

Desde El Siscar

Desde hace algunos lustros, el primer día del año solemos comenzarlo, antes de salir el sol, corriendo hacia la playa. Ya allí vamos siguiendo casi en fila india la estrecha y húmeda línea entre las olas y la arena seca, a veces sobre bancos de algas que no siempre resisten el peso de nuestras pisadas que se hunden como si quisieran ser engullidas. Con los primeros guiños del sol que se va desperezando en lucha contra la niebla y la noche llegamos al pedregoso y estrecho sendero del Cabo de las Huertas, a un lado el mar y al otro peñascos, alguna casa, el faro, matorrales, chalets que han invadido las zonas de paseo, alguna pareja estirando los pegajosos besos de la noche cobijados entre las rocas, otros, pocos, lanzando el anzuelo a los desprevenidos, incautos y felices peces, el destello del sol en la blanca plancha de alguna embarcación sin relojes y al fondo la larga y accidentada línea de la costa erizada de edificios, como irregulares almenas de un castillo. Tras contornear cabos, golfos, arena, rocas y algas, llegamos al punto de baño. Nos desnudamos y, sorteando, ya descalzos, con inseguridad de pingüinos, las rocas más puntiagudas, acabamos lanzándonos al agua. Siempre fría. Algunos años nos mece, tranquila, otros, agitada, nos envuelve y restriega contra las rocas: rozaduras, heridas, sangre. Minutos después, ya vestidos, resguardados bajo las cuevas abiertas por las tormentas, champán, brindis, nueces y turrón.

Todo esto no son más que recuerdos. Recientes, pero recuerdos.

Porque este primer día de este año que ha dejado atrás a uno de los más terribles de nuestra, en muchos casos, ya larga vida, no he tenido el placer y la suerte de hacer todo este recorrido con vosotros.

Desde hace unos meses, exactamente desde la muerte de mi sobrina Nerea por Covid el 10 de Septiembre de 2021, a la edad de 32 años, mis estancias en El Siscar, pueblo murciano donde nacimos mi hermano y yo, se han multiplicado tanto que es rara la semana que no voy a pasar allí dos o tres días. La razón principal, aparte de mi natural apego al pueblo donde mantengo parientes y amigos, es acompañar a mi hermano tras el durísimo golpe de la pérdida de su hija. Nos juntamos, como si el peso de la pena se repartiera y se hiciera más llevadero. Aunque sé muy bien que, como decía Miguel “Mi verdadero gesto es desgraciado / cuando la soledad me lo desnuda”.

Y así, entre cenas, abrazos, comidas, llantos y silencios, van pasando los días, tamizándose el dolor, creciendo los recuerdos, algún amago de sonrisa,…

Hoy, 1 de Enero, recordando vuestra carrera hacia el mar y las rocas, he caminado hacia la montaña de mi pueblo y al acercarme a su falda, como si soñara, contemplo extasiado las interioridades de su entrepierna y me adentro por esas zonas sombrías sembradas de matorrales cada vez más espesos que anuncian la proximidad de concavidades húmedas donde se pueden beber, como en El Cantar de los Cantares, los néctares que enajenan, olvidado de penas y pesares.

San Juan, 2 de enero de 2022
José Luis Simón Cámara.

La colombiana

Iba precedida de tanta fama que conseguía sus objetivos sin dificultad. Amatoria Fernández Huesudo. Colombiana como tantos otros, incluido aquel famoso autor de la saga de los Buendía que lució en alguna ocasión cardenales, no de la iglesia de Roma sino de la de Venus. No se andaba con rodeos, desde sus primeras miradas y palabras exteriorizaba sus deseos siguiendo los pasos de otro de sus paisanos del que ella misma decía que se había follado a la mitad del país, actividad que no le restaba tiempo para ejercerla en los países limítrofes y aun lejanos. Tal era su encanto, que difícilmente podía nadie resistirse a sus pretensiones. Más bien era alguien de los muchos que conocía quien caía inevitablemente en sus brazos convirtiéndose en uno más de sus innumerables amantes. Yo no iba a ser una excepción. Por más que conociera, como conocía, los peligros de exponerme a su sola presencia, no pude resistir su atracción, como el astuto Ulises, pero sin tomar sus precauciones, imposibles en este caso. No se trataba de que yo la observara, como tantos otros, como todos los que abarrotaban la sala, el peligro radicaba en que, entre tanta gente, ella se fijara en mí. En apariencia, de cara a mí mismo, quería ver sin ser visto, observar sin ser observado. En el fondo, algo atemorizado, deseaba, estúpida presunción, que fijara en mí su mirada, aunque pasara a ser ya una más de sus presas. Como casi siempre ocurre, pasa lo que se teme. Incapaz de resistirme a sus encantos a pesar de conocer sus efectos perturbadores en todos aquellos en los que posaba sus ojos, sabedor de las irreparables consecuencias de caer en sus dulces garras, ¡oh ineludible destino!, sucumbí a sus desaires, porque incluso para atraerte aparentaba desgana, que aún acrecentaba más el deseo, la voluptuosidad. Encendido de lascivia la seguí como un cordero al matadero. Me daba igual donde fuera. Así que ella, insaciable en su afán destructor, me condujo justamente allí donde más podía gozar de mi herida, al lecho nupcial, a mi casa, donde era altamente probable que fuéramos sorprendidos por mi amante esposa. Como ocurrió. Era ella la que llevaba a aquel perro que se asomó, como tantas veces, a nuestra habitación. Me dio un golpe con el bolso en la cabeza, afortunadamente dura, pero no era el daño físico lo que más me dolió, aunque también lo consiguió. Amatoria tenía bien ganada fama de rompedora de parejas. Hay quien dice que en sus frascos de cristal guardaba, como se cuenta en algunas historias antiguas, “Las mil y una noches” por ejemplo, algunos pelos del pubis de todos sus amantes, como un trofeo de guerra.

San Juan,21 de nov. de 21.
José Luis Simón Cámara

La ley del Talión.

Intereses aparte, ahí están el opio, el litio, el oro y los diamantes, lo que no se puede permitir es que, amparados en su fuerza, traten de imponer sus leyes a quienes las aborrecen o desprecian. ¡Ah, la religión! Marx se quedó corto calificándola, ¡qué ironía por estas tierras! como el opio del pueblo. Aquí, donde se cultiva el 90% de la amapola de todo el mundo. Cualquier religión. Da igual. En el fondo son todas iguales. Un ser superior, ajeno a nuestro control, no al de los que lo interpretan, que decide sobre el bien y el mal, sobre la vida y la muerte. Al que en las más primitivas y en las más recientes se siguen sacrificando víctimas humanas. Sobre el altar, en un rito ya prefijado, o en la calle o en las montañas, en asaltos con Kalashnikov o cortando la garganta con un cuchillo de carnicero. Siempre la sangre. Ofrenda a los dioses. Excepto los griegos y los romanos que creaban sus dioses a su imagen y semejanza, como un juego, como un entretenimiento, sus filósofos no les permitían tomárselos en serio, el resto de pueblos, sobre todo los monoteístas, aquellos que sólo admitían la existencia de un dios, además el único verdadero, comenzaron una deriva intransigente, una deriva intolerante que acabó por imponer sus creencias como las únicas verdaderas. Conclusión: la solución única era la conversión o la eliminación del adversario. O estás conmigo o estás contra mí. No cabía otra solución. Esa leyenda de la convivencia de religiones monoteístas no es más que eso. Una leyenda. Casi siempre ha habido imposición, expulsión o exterminio. Y los sigue habiendo. Estos tiempos que vivimos me recuerdan por fuerza otros de nuestra historia. ¿Cómo pudo el pueblo español reivindicar la abominable figura de Fernando VII “el deseado” al grito de “vivan las caenas” frente al teórico progreso que supondría la invasión napoleónica con las modernas y liberadoras ideas de la revolución francesa? ¿Están todos los pueblos condenados a pasar por las fases más crudas de su desarrollo? ¿Intervenimos como Don Quijote en defensa del joven pastor azotado por su amo? ¿Toleramos, si está en nuestra mano, impedir que el maltratador abuse de su víctima?

No sé si los estrategas que elaboran sus teorías en los laboratorios de alta política tienen solución para estos problemas. Pero me cuesta pensar que esos países poderosos que anticipan con muchos años el futuro no prevean el desarrollo de los acontecimientos. ¿Qué los ha llevado a intervenir hasta el punto de hacer huir como ratas durante años a quienes ahora, como emergiendo de la nada, del desierto, de las montañas, son capaces de adueñarse de la situación en unas horas? ¿Acaso espera el gato que, confiadas, salgan todas las ratas de sus agujeros para, ya al descubierto, fuera de las catacumbas, asestarles el golpe definitivo? ¿Es aceptable que países que han invertido sus energías en apoyo de los afganos intentando frenar  la ley del burka, ahora, no se sabe por qué, los abandonen a manos de sus verdugos? No sé si una lluvia de fuego, como en el Antiguo Testamento, pondría fin a tanto sufrimiento. O si eso no reproduciría el péndulo de la historia de esas religiones que tienen como respuesta la ley del Talión. No sé, no sé. Lo que sí sé es que cuando la gente huye es porque tiene miedo. Eso sí que lo sé.

San Juan, 26 de agosto de 2021.
José Luis Simón Cámara.