¡Qué fácil sería volver a encontrarme con ellos si pudiéramos viajar a través del tiempo! El sábado pasado, lluvia persistente, acompañé a mi nieto al polideportivo de La Albufereta, justo detrás de la antigua ciudad romana de Lucentum, ahora ruinas. Antes de llegar al polideportivo, donde la hospitalidad brilló por su ausencia, tuvimos que aguantar en el exterior bajo la lluvia, pasamos por delante del bar. Del último café y cañas conservo una foto: Concha, Mercedes y yo mismo. Pepe, al que envié una copia, me regaló una ampliación después de la muerte de Mercedes. Allí fue donde nos encontramos en los últimos años, ya jubilados, con motivo de nuestro santo o cumpleaños, para pasar el rato y hacernos los regalos de costumbre, ¡hermosa costumbre que ya estoy empezando a echar de menos! Algún libro, botellas de vino o bisutería de escaso valor económico y alto valor sentimental, a la que era aficionado Pepe, que incluso llegó a ser su artesano en ocasiones. Desde que murió Mercedes, ya desatada la pandemia y decretados los confinamientos no habíamos vuelto a ir a aquel lugar. En alguna ocasión lo habíamos mencionado pero para qué acercarnos allí sin ella. Donde inicialmente íbamos por complacerla. La verdad es que durante muchos años fue ella la que daba los pasos para vernos en San Juan. Todos aquellos años del Instituto donde trabajábamos, donde nos reuníamos, donde nos cruzábamos por los pasillos, donde nos sentábamos en medio de la algarabía del recreo, rodeados de alumnos, a tomarnos un café, unas tostadas. Después ya, cuando el cáncer, ¡qué impresión que un día me llamara por teléfono y, como si me hablara de un libro, me lo dijo. Tengo cáncer. ¿Cómo es eso, chica? Como lo oyes. Cáncer de mama. Aquellos pechos turgentes que ella lucía con pudor, sonrojándose si se sentía observada. Después ya los tratamientos, la pérdida del pelo, las angustias. Íbamos a verla al Blanco y Negro, cerca de su casa. Los días buenos iba a pie hasta el bar. Los malos, Pepe pasaba por ella y después la devolvía a su casa. En el bar hablábamos de todo. Libros, política, hijos, amigos y también de nosotros. Estás más delgada. Cuando iba a la piscina. Luego los ganglios no la dejaban nadar. Esos michelines. Te fulminaba con la mirada. Pepe, si solo, pedía café, acompañado, caña y alguna tapa. En los buenos tiempos yo sacaba la navaja y troceaba la tostada o el bocata con queso y anchoas. Unas “astillitas” decíamos y ellos también tomaban. Ella, por guardar el tipo, se resistía. Pepe tenía que controlarse. Siempre con la gana hecha. Pero su circulación, su barriga, sus pantorrillas ennegrecidas, y, sobre todo, conservarse para atender a Lillian. ¿Qué sería sin él de ella?. Es lo que más envidio de José Luis. Que come lo que quiere. Y Mercedes con sus hijos. El menor, tan grave como estuvo con el tumor cerebral, ahora en Alemania, que si novia, que si…El mayor, ya trabajando de psiquíatra por Madrid… Siempre pendiente de ellos. Como casi todas las madres. Pepe pirrado por sus nietos, allá lejos, cerca de Ginebra, con aquellos fríos. Hablando de los amigos, tan variados. ¿ Y Juanito? Preguntaba Pepe por mi nieto. Recuerdo aquel día por mi cumpleaños. Estábamos muchos en casa y después de la comida, como siempre, Pepe sacó sus papeles del bolsillo y comenzó a leer. Mi nieto, 5 años, lo observaba en silencio desde la escalera. Cuando acabó la lectura, después de los aplausos, le dijo. Pepe, muy bien, pero muy largo. Es que tú siempre hablas mucho. Aquello a Pepe se le quedó grabado. Con frecuencia lo recordaba. El día del partido abandoné unos minutos el campo y fui a tomarme un café al Blanco y Negro. Ni una sola camarera de las que yo recordaba. Nadie conocido. Tampoco mis amigos. Sólo el rótulo del café.
San Juan, 13 de abril de 2021. José Luis Simón Cámara.