En el primer bar de entrada al pueblo por la calle Real, poco después de la Casa de las Cuatro Esquinas, lugar donde se dice que pernoctó Felipe II en su viaje de peregrinación a Santiago, ya bastante lejos el roble centenario, tomamos un ligero desayuno. Alberto el montañés apenas un yogourt, seguía con el estómago revuelto. Nos reservábamos para almorzar poco después en la Chonina, bar del que guardábamos buen recuerdo. Cuando llegamos a la gran explanada triangular formada por una irregular y ondulada tira de casas, ya en la falda del monte, y por la carretera que atravesaba en diagonal, vimos el bar, donde años atrás habíamos tomado de todo: tortilla, cerveza, cecina, vino,.. En aquella ocasión hasta le sacaron una zafa a Alberto el de Valdepeñas con agua caliente y sal para meter los pies, suavizarle y curarle las ampollas de unas primerizas y disparatadas etapas de más de 30 kilómetros y con mochilas de más de 12 kilos. Este día que refiero ni tortilla ni zafa ni cecina. Apenas un vaso de vino y unas aceitunas. Tampoco la sonrisa ancha que esperábamos de aquella simpática mujer que daba nombre a la taberna. ¿Qué había pasado para que la alegría de antaño al recibirnos se hubiera trocado en saludo desganado? Ni ansia tenía la Chonina para abrir la boca. Sólo monosílabos. Enlutada en su silencio, el negro pañuelo a la cabeza, se movía como alma en pena lentamente, de un lugar para otro sin un solo gesto de alegría en su cara surcada por las arrugas. No entendíamos qué había podido pasar para cambio tan brusco. Su actitud tampoco invitaba a preguntarle nada. Fue un lisiado, sentado a una mesa, con las muletas apoyadas en la silla, quien observó nuestra perplejidad y, como en las antiguas historias contadas por Homero, cual ciego vidente, nos fue revelando, vino tras vino, lo triste de la historia. Chonina tenía dos hijos, una chica y un chico. El hijo, la envidia del lugar, se había casado con una de las chicas más guapas del entorno. Aficionado a la caza, había salido una mañana aún de madrugada, con su amigo del alma al monte en busca de los jabalíes que marraneaban los pocos cultivos de la zona. No se sabe cómo ocurrió la tragedia. Lo único que se sabe es que el hijo de Chonina apareció muerto tras un matorral con un balazo en la cabeza. Eso es lo único cierto. Luego se han contado muchas historias. Esto último lo decía el lisiado en voz tan baja que hubimos de aproximarnos a él más de lo deseable porque su olor a vino mezclado con suciedad vieja nos repelía. Estaba claro que no quería que lo escuchara Chonina. Unos dicen, continuó, que con la niebla de la mañana el chico confundió a su amigo con un jabalí. Otros, que le gustaba la mujer de su amigo. También había quien decía que antes de salir y casarse con su marido, había estado prometida con el amigo. Historias para todos los gustos. Lo único cierto es que José Antonio apareció muerto. Y desde entonces la tristeza se ha apoderado de esta casa que era la taberna de la alegría. Después de todos los vinos que llevábamos en el cuerpo, aún pedimos una botella que compartimos con aquel pobre hombre, intentando aliviar así el pesado fardo que acababa de echarnos a las espaldas para continuar nuestro camino de subida a Foncebadón.
San Juan, 1 de Abril de 2021.
José Luis Simón Cámara.