Hoy, un día antes del 8 de Marzo, “consagrado” como día internacional de la mujer trabajadora, ni tenía pensado expresar mi opinión, dadas las polémicas, al respecto. Asentada está la moda de establecer un día del año para cada cosa que surge, unas más urgentes e importantes, otras no tanto, en cualquier caso respetuoso, sobre todo con aquellos días que se refieren a acontecimientos tristísimos como es el caso del 1 de Mayo en que se conmemora aquel asesinato a sangre fría de trabajadores reivindicando la jornada laboral de 8 horas en Chicago.
Hablo de día consagrado porque estos hábitos cada vez se parecen más a una religión que sacraliza y ritualiza lo que celebra. ¿Quién en su sano juicio puede oponerse a que se celebre el día internacional del trabajo o el día internacional de la mujer? Se puede estar más o menos de acuerdo, se puede simpatizar más o menos, se puede ser más o menos favorable, pero de ahí a oponerse va un trecho. No sólo no me opongo sino que defiendo el derecho a celebrar ese día y a manifestarse, incluso lo apoyo. Lo que no consigo entender es que el movimiento feminista, en cualquiera de sus versiones y bajo cualesquiera siglas, se desmelene y ponga el grito en el cielo porque la autoridad gubernativa avalada por decisiones judiciales, que son las que en un estado de derecho tienen la última palabra, prohíba las manifestaciones por razones de salud pública. En lugar de aceptar estas decisiones razonadas, y con el apoyo de centrales sindicales que debieran dar muestras de sensatez, montan en cólera y acusan al gobierno, a este gobierno, cualquiera que sea su signo, de coartar con sus decisiones la libertad de expresión y de manifestación por motivos ideológicos o políticos. Otro nivel, incomparable por lo demás, al de todos aquellos que en fechas aún próximas, bajo el paraguas de la defensa de la misma libertad de expresión y manifestación de un “burdo juntador de palabras”, campeón del insulto y enaltecedor de las pasiones más viles, monopolizan la calle, atemorizan a los vecinos, rompen escaparates, asaltan establecimientos donde destrozan y roban, lanzan adoquines contra la policía e incendian coches policiales con sus conductores dentro.
Actividades todas ellas denunciadas por parte del gobierno, pero a la vez alentadas por algunos socios de la coalición gubernamental.
Cuando se vulnera el derecho de los ciudadanos a conservar sus propiedades intactas, a su integridad física, a pasear tranquilamente por la calle, en nombre de la libertad de expresión y manifestación.
Cuando se pone en peligro la vida de ciudadanos empeñados, a pesar de las recomendaciones sanitarias, en salir a la calle para exigir derechos ya contemplados en las leyes y aceptados por la mayoría de la población.
Cuando todo esto ocurre, me viene a la cabeza aquella frase que encabeza el escrito, del autor francés George Bernanos en “Los grandes cementerios bajo la luna”, obra publicada en 1938 y escrita mientras se encontraba en Mallorca cuando estalla la guerra civil. Los primeros meses es favorable al bando nacional hasta quedar horrorizado por la represión franquista y la complicidad del clero local, incluido el “innoble obispo” de Mallorca. “La cólera de los imbéciles llena la tierra (el mundo)”. Porque, con todos mis respetos a la opinión de todo el mundo, me parece que encolerizarse por la prohibición o represión de esas vandálicas manifestaciones de los que apoyan “al juntador de palabras insultantes” o de las manifestaciones feministas por el posible peligro de contagio, es una cólera gratuita, sin sentido, sin razón. En suma, una cólera imbécil.
San Juan, 7 de marzo de 2021.
José Luis Simón Cámara.