El hijo pródigo

“Y añadió Jesús: Un hombre tenía dos hijos y dijo el más joven de ellos al padre: Padre, dame la parte de hacienda que me corresponde. Les dividió la hacienda y pasados pocos días, el más joven, reuniéndolo todo, partió a una tierra lejana y allí disipó toda su hacienda viviendo disolutamente. Después de haberlo gastado todo sobrevino una fuerte hambre en aquella tierra y comenzó a sentir necesidad. Fue y se puso a servir a un ciudadano de aquella tierra que le mandó a sus campos a apacentar puercos. Deseaba llenar su estómago de las algarrobas que comían los puercos y no se lo permitían. Volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia y yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose se vino a su padre. Cuando aún estaba lejos, lo vio el padre y, compadecido, corrió a él y se arrojó a su cuello y le cubrió de besos. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: Pronto, traed la túnica más rica y vestídsela, poned un anillo en su mano y unas sandalias en sus pies, y traed un becerro bien cebado y matadle, y comamos y alegrémonos, porque este hijo mío, que había muerto, ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado. Y se pusieron a celebrar la fiesta. El hijo mayor se hallaba en el campo y cuando, de vuelta, se acercaba a la casa, oyó la música y los coros; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Ha vuelto tu hermano y tu padre ha mandado matar un becerro cebado porque le ha recobrado sano. Él se enojó y no quería entrar; pero su padre salió y le llamó. Él respondió y dijo a su padre: Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado tus mandatos y nunca me diste un cabrito para hacer fiesta con mis amigos; y al venir este hijo tuyo, que ha consumido su fortuna con prostitutas, le matas un becerro cebado. Él le dijo: Hijo, tú estás siempre conmigo y todos mis bienes tuyos son; mas era preciso hacer fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado.” (Lucas, 15, 11-32).

…y la…

Vieja raposa.

Abajo quedas tú, Inglaterra,
vieja raposa avarienta,
que tiene parada la Historia de Occidente hace
más de tres siglos
y encadenado a Don Quijote.

Tu imperio es solo una torre artificiosa de
ambiciones encadenadas
que se las llevará el viento como las cuentas
vencidas de un avaro monstruoso.

A la larga, la Historia es mía porque yo soy el
Hombre
y tú eres solo un trust de mercaderes.

Vieja raposa avarienta,
has amontonado tu rapiña detrás de la puerta.
y tus hijos ahora no pueden abrirla para que
entren
los primeros rayos de la aurora del mundo…

(Fragmentos de “Vieja raposa” de León Felipe).

No nos alegramos del mal ajeno, tanto si es fruto del azar como si lo es buscado. Pero en este último caso quizá lo tenga merecido si, advertido de sus decisiones que con toda seguridad lo abocaban al abismo, las mantenía a pesar de todas las advertencias de propios y extraños.

¿Qué esclavitud la sometía a Europa? ¿Todo en aras de la independencia o de sus viejos sueños imperiales, aquella época en que era el terror de los mares?

¿A qué grandeza puede aspirar un dedo desgajado de la mano?

¿La ha envenenado la locura del pasado, cuando sus piratas amasaban rapiña tras rapiña con el beneplácito real? No vamos a alegrarnos de esas interminables colas de camiones, ¡pobres camioneros! a la entrada o salida de Dover o Calais.

No vamos a alegrarnos de la escasez de viajes desde el continente a la isla o viceversa, a causa de todos los, hasta ahora innecesarios, trámites burocráticos como el pasaporte, cuando hasta ahora bastaba con el carnet de identidad, como para andar por casa. No vamos a alegrarnos del encarecimiento de los precios a ambos lados del canal. No vamos a alegrarnos de la difícil situación en la que quedan los cientos de miles de británicos que se habían organizado aquí la vida, en muchos casos, quizá sus últimos y teóricamente más tranquilos, hasta este momento, años de vida. No vamos a alegrarnos de la incertidumbre a la que se ven abocados los cientos de miles de españoles que se han forjado la vida en Gran Bretaña. Ni tampoco de la esperpéntica situación en que quedan amplios territorios de la Gran Bretaña como Irlanda del Norte o Escocia, ansiosas mayoritariamente de permanecer en Europa y amputada, por el momento, esa posibilidad. ¿Cómo vamos a alegrarnos del clamor del mundo de las artes y las letras contra esa decisión que en lugar de abrirlas cierra las puertas que no existían? ¿Qué explicación tiene si no que el propio padre del rubio desmelenado, antiguo eurodiputado, haya pedido la nacionalidad francesa?

¿Han sido las viejas consignas de la revolución francesa las instigadoras de esa decisión o más bien las más antiguas aún de la ambición y la avaricia?

¿Qué diría Shakespeare, conocedor de los entresijos de las pasiones humanas, de aquellos gobernantes, ebrios de poder que, por mantenerlo, no han dudado en arrastrar a su pueblo al aislamiento y la marginación?

¿Qué diría Lord Byron, que arriesgó y perdió su vida en la lucha por la independencia de Grecia para arrancarla de las garras del imperio otomano?

¿Alguien puede dar crédito a la grandilocuencia de políticos como Boris Jhonson que utilizan a su antojo el lenguaje diciendo que esta ruptura con la Unión Europea no es el final sino el principio? Acaba de romper con Europa dividiendo a la sociedad británica y habla a la vez de comienzo de una relación.

¿Cree que somos imbéciles británicos y europeos para dorarnos tan burdamente la píldora? ¿Cómo puede ser tan cínico como para simular que desea lo que acaba de denostar? Quizá por todo esto, y sin desearlo, sería educativo para la opulenta sociedad inglesa un período, volviendo a la Biblia, de vacas flacas, de sólo 7 años de escasez que la pusiera ante la cruda realidad de este mundo inevitablemente global y necesitado de agruparse las pequeñas entidades políticas, como esos peces pequeños que se juntan por miles formando figuras poderosas para defenderse de posibles agresiones. Y quizá algún día, Inglaterra, vuelva humildemente al regazo europeo que, sin duda, estará con los brazos abiertos para recibir al hijo pródigo que, deslumbrado por vanas ilusiones sufrió el espejismo hasta dar de bruces con la tórrida arena donde creía encontrar un paradisíaco oasis.

San Juan, 3 de Enero de 2021.
José Luis Simón Cámara.

Explicación

Me dicen mi primo el catalán y mi amigo Pepe el torero, que, hombre, que suelen leer, entender y, en algunas ocasiones, aplaudir mis artículos, estén o no de acuerdo, pero que aunque me agradecen el esfuerzo que les exijo a veces para conseguir sacarles todo el jugo, de vez en cuando me paso. Bueno, estoy dando por supuesto que conocéis a mi primo y a mi amigo Pepe aunque no tenéis por qué, ya que no os los he presentado. Digo mi primo, el catalán, porque a pesar de tener un número aproximado de 200 primos, sólo dos son catalanes y la otra es chica. No, no exagero; y hablo de primos hermanos, es decir, de hijos de los hermanos de mis padres. Os saldrán fácilmente la cuentas si os digo que mi padre tenía 11 hermanos y mi madre otros 11. Pero de toda esa larga familia sólo uno, Paco, hermano de mi madre, se marchó en su juventud a Barcelona y allí se casó y tuvo dos hijos, Joan y Fuensanta. Uno de nombre catalán y la chica, Fuensanta, como la virgen murciana. Y en cuanto a mi amigo Pepe, el torero, me podríais decir, si lo hubierais conocido, que por qué lo incluyo si hace ya varios años que dejó este mundo. Lo que no os he dicho todavía es que esta explicación no es más que la transcripción de un sueño donde, como sabéis, se mezclan la realidad presente y la pasada, la realidad y la ficción. Y en el sueño decían que me pasaba cuando hace unos días en un artículo que titulaba “Educación sentimental” introducía una palabra que no había utilizado hasta ese momento y, aunque les sonaba vagamente y la habían escuchado en alguna rara ocasión, sobre todo vinculada al mundo del teatro, al que no eran muy aficionados, desconocían su significado exacto. Se referían a la frase “para provocar en el auditorio o espectadores un efecto catártico como en la tragedia griega”.

La verdad es que, aunque nuestra lengua, tan hermosa como todas, para los que han aprendido a comunicarse en cualquiera de ellas, tiene sus raíces más extendidas entre las lenguas griega y latina, también la árabe y otras muchas, la palabra catarsis, de origen griego, no da el tipo de palabra castellana. Ha permanecido muy fiel a sus orígenes. Se ha erosionado poco con el paso del tiempo y sigue pareciendo extraña a nuestra lengua. ¿Y qué significa que es lo que les interesaba? Catarsis significa purificación o purga de personas o cosas afectadas de alguna impureza. Y ha estado y sigue estando vinculada al teatro porque es el efecto que una representación teatral, la tragedia sobre todo, causa en el espectador al suscitar la compasión, el temor u otras emociones. Puede provocar incluso un sentimiento de purificación o liberación suscitado por alguna vivencia causada por cualquier obra de arte o experiencia personal o ajena al sufrir una misma problemática. Cuando el espectador o el lector se identifica con el protagonista de una obra y éste muere es como si sintiera en sí mismo la muerte del protagonista y se liberara de la necesidad de morir él mismo porque ya la ha experimentado en el protagonista. Se cuenta que con motivo de la publicación a finales del siglo XVIII de la novela romántica “Werther” de Goethe, en la que el protagonista se suicida, cundió el miedo a que muchos jóvenes, desalentados por sus fracasos amorosos o desilusiones políticas, hicieran lo mismo y así ocurrió en algunos casos. Lo que nadie esperaba fue el efecto contrario. En las estadísticas de aquel año el número de suicidios se redujo notablemente. Se produjo una catarsis. Sin mucha convicción parece que mis dos amigos aceptaron la explicación.

No me extendí en que también una famosa secta medieval cristiana perseguida hasta la extinción en el sur de Francia llevó ese nombre: los cátaros o puros. Pero ésta es una historia que no se puede liquidar en unas líneas.

San Juan, 27 de diciembre de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Niños de ciudad

Me lo contaba un amigo. Así nos entretenemos habitualmente mientras vamos corriendo hasta la playa al amanecer; en algunas épocas aún de noche. Contándonos historias. Al principio de la carrera y aún fríos el cuerpo y el ánimo, comentamos la temperatura, el viento, la nubosidad; son datos que sabemos por experiencia pero que nos importan porque siempre se cierne sobre el grupo de cuatro o cinco la incertidumbre, sobre todo los días de frío y viento, del desafío habitual: si al llegar al paseo de la playa, al otro lado de la vía, alguno se adentra en la arena y se quita las zapatillas. Entonces ya todos le seguimos, nos desnudamos a unos metros de las olas y nos sumergimos en el mar. Ritual repetido desde hace años y no por eso menos sorprendente, inquietante. Desde las ocasiones en que disfrutamos del braceo hasta aquellas en que cuatro brazadas vertiginosas nos despiden de esa plancha móvil y fría a cuyo atractivo sucumbimos casi a diario. Ya bañados regresamos por la arena a esas duchas pigmeas instaladas junto al paseo y allí nos quitamos la arena de los pies. Aunque a veces está cortada el agua. Volvemos a las olas y primero limpiamos un pie, lo secamos con la camiseta y nos calzamos haciendo equilibrios, a la pata coja, como si fuéramos flamencos y luego, ya puesta una zapatilla, nos acercamos nuevamente al agua para limpiarnos el otro con el riesgo de que esa ola, más potente de lo esperado, nos moje zapatilla, calcetín y pie. No es la primera vez que hemos regresado al pueblo dejando un reguero de huellas. No sólo de las zapatillas, también a veces de los pantalones porque no siempre acierta el pie a colarse por el hueco apropiado y ese error provoca desequilibrio y damos de bruces en el agua. Vamos, como si nos hubiéramos bañado con ropa y zapatillas. Uno de esos días, ya calientes el cuerpo y el ánimo, escuchamos el canto del gallo en una de las fincas junto a las que pasamos. Y yo les contaba a mis amigos cómo mi nieta de nueve meses, lo he referido en otra historia, se agarra a las rejas de la ventana al amanecer y escucha sorprendida el canto del gallo que hasta ahora no había escuchado en Bruselas.

Ha sido entonces cuando Rafa, el microrrelatista, nos ha contado una historia ocurrida en una excursión de la guardería donde va su nieta a una especie de granja escuela. O la visita de una granja con sus pertenencias a la guardería para que los niños se familiarizaran con los animales. Asisten diez o doce niños, no más; ahora con la pandemia se ha reducido mucho la afluencia a las guarderías. Algunas incluso han cerrado. Hay un pequeño cercado o vallado de madera. Los niños se aproximan y van girando alrededor para observar a los animales. Hay gallinas, conejos, pollos de distintos tamaños, un gallo cantarín,.. Todos se mueven de un lado a otro picoteando entre la paja, comiendo grano, bebiendo agua, con esa forma tan característica de hacerlo las aves de corral, agachando la cabeza y luego levantando el pico para tragarla. Los niños, poco acostumbrados a ese trasiego en todas direcciones de los animales domésticos, hay también dos perritos pequeños, los observan sorprendidos siguiendo sus movimientos. Todos de un lado para otro en distintas direcciones. Pero de momento les llama la atención una gallina que deja de moverse. Se queda estática, como paralizada, sin pestañear siquiera.

Hay una pregunta en el ambiente. ¿Qué le ha pasado a esa gallina? Entonces una niña del grupo da la explicación: “Se le ha acabado la cuerda”.

San Juan, 14 de diciembre de 2020.
José Luis Simón Cámara

Irresponsabilidad cívica

Otra vez la misma historia puede llegar a ser ya muy pesada. Acabaremos soportándola, pero eso no quita para que pueda convertirse en insoportable. Como un dolor de esos de muelas o un cólico nefrítico, que te mantienen toda la interminable noche en vela, un dolor de esos que llamamos insoportables pero que irremediablemente acabamos soportando. Porque además, ahora parece que no se le ve el final. En la ocasión anterior y única hasta ahora, la contundencia de las medidas, su universalidad, incluso su novedad, la hacían más soportable. Digamos que todos intuíamos por la gravedad de la situación y la seriedad de las medidas adoptadas, que se trataría de algo pasajero, de algo que no podía durar mucho en el tiempo. Ahora en cambio, tenemos la sensación de que aquellas drásticas medidas de la primera ocasión no sirvieron de mucho puesto que el virus se reprodujo, en muchos casos incluso con más fuerza. Y el hecho de que muchas actividades educativas y económicas se mantengan nos hace pensar que esto se va a prolongar tanto que es inevitable mantenerlas para sobrevivir. Como esas actividades se mantienen, el contagio puede sobrevenir desde las escuelas y desde los centros de trabajo que en la primera ocasión estaban mucho más limitados. Quiere eso decir que si hay algún miembro en casa que mantiene la actividad laboral, cuando regrese a casa deberá adoptar las medidas de precaución para evitar el contagio de las personas con las que convive, sean padres, hijos o hermanos. Igualmente los niños y jóvenes en edad escolar tanto en los centros escolares como en sus casas deberán guardar las medidas de protección, como el uso de las mascarillas y las distancias aconsejadas. Esto quiere decir que se traslada hasta el corazón de los hogares, hasta la intimidad familiar las consecuencias de la pandemia. Estamos llegando ya a un número de muertos diarios inasumible. Hoy, charlando con algunos, pocos, amigos, le ha tocado el turno, ¡cómo no! al Covid y decía un colega que el número de muertos diarios equivale a que cada día hubiera dos o tres aviones estrellados solo en España, y se preguntaba: ¿Montaría la gente en avión con esa media diaria de accidentes? Creo que no. Ese mismo día, mientras tomaba café en el bar Pepe, un antiguo alumno que trabaja en el sector sanitario contaba la siguiente conversación telefónica entre un enfermero del servicio de seguimiento y el paciente:

–Hola, buenos días, pregunto por fulano.

–Sí, es mi marido.

–Dígale que se ponga, por favor.

–Es que ha salido.

–¿Cómo que ha salido? Su marido está confinado. Le han autorizado a dejar el trabajo porque es positivo y tiene que permanecer confinado en su casa.

–Sí, pero tenía que hacer unas gestiones.

–Su única gestión ahora mismo es permanecer en casa y con las medidas de seguridad y distancia con respecto a todos los miembros de su familia.

–Se lo diré cuando vuelva. No se preocupe que se lo diré. A lo mejor no lo sabía con exactitud.

–Esto es más grave de lo que parece. Mucho más grave de lo que alguna gente se cree. Su marido en la calle es un factor de difusión del virus por donde quiera que pase: calle, bus, oficinas, bares,…Tienen ustedes que tomárselo más en serio. El siguiente paso es denunciarlos a las autoridades. Se trata de una grave irresponsabilidad sanitaria y cívica.

San Juan, 15 de diciembre de 2020.
José Luis Simón Cámara.

De perros y otros animales

Ni los perros muerden la mano que les da de comer. No quiero establecer comparaciones. También entre los perros hay doberman o pit bull y san bernardos o labradores. En cualquier caso ni el perro más agresivo ha causado tanto daño como algunos animales racionales, me resisto a llamarlos humanos. De lo que quiero hablar realmente, a pesar de estos preámbulos, no es ni de perros ni de hombres. No voy a sucumbir a la ola de decir perros y perras, hombres y mujeres. Me parece innecesaria, ridícula y aburrida. Además de un despilfarro en la economía del lenguaje. De lo que quiero hablar es de la Constitución. Me da igual con mayúscula o con minúscula. Pero una cosa es cierta. Es la única norma, carta o ley que permite que podamos convivir todos en el mismo corral. Sí, en el mismo corral. Como en las antiguas casas de la huerta en cuyo corral, muchas veces sin alambradas, que se prolongaba hasta donde estaban los naranjos, limoneros, higueras y ciruelos, así recuerdo yo el corral de mis abuelos, convivían cerdos, gallinas, pavos, conejos, perros, gatos, palomos, gorriones, merlas, culebras, ratones, borregos, cabras,… Todos los animales del terreno. Y no había conflictos. A veces alguna escaramuza que se resolvía con un revolcón, pero poco después tan amigos. A comer de los mismos cuencos y beber de las mismas vasijas. Y fijaos qué fauna tan distinta. Por no hablar de la flora, también variada, porque no he citado membrillos, cañas, mandarinos, olivos, manzanos, almendros, jinjoleros, entre los árboles y luego las patatas bajo tierra pero con su hermosa flor azulada a la vista, los tomates, berenjenas, pimientos, zanahorias, ajos, cebollas,… un sinfín de verduras y hortalizas, arroz, trigo, cebada, avena… Tanta variedad de fauna y flora conviviendo en un espacio al alcance de los juegos y carreras de los niños cuando en silencio y sin pisar las ramas del suelo para evitar alertarlos, nos acercábamos a los árboles en busca de los nidos de gorriones cantarines y de merlas afónicas de vuelo rasante. ¿A cuál de esos animales se le ocurriría quejarse de su suerte en el corral? ¿Qué gallina se quejaría de las andanzas del gallo si la tenía bien atendida? ¿Cómo se le iba a ocurrir al perro maltratar a los gatos que ahuyentaban a los ratones? ¿O a los gorriones que se ocupaban de los insectos? ¿O a las merlas que desparasitaban a los borregos, cabras y cerdos apoyadas sobre sus lomos?

Cada cual tiene su terreno pero ninguno en exclusiva, aunque claro, el cerdo no se va a subir a los naranjos, pero sí las gallinas cuando huyen de la taimada zorra que trata de sorprenderlas por la noche aunque los despiertos ojos de los gatos las proyectan en los perros que consiguen, con sus ladridos, ahuyentarlas. Las fábulas han sido a lo largo de la historia de la literatura un género, ¡quién lo diría! para enseñanza de los niños. Que lo han entendido siempre sin más explicaciones.

Son los adultos los que no parecen entenderlas. Todos esos que se creen propietarios en exclusiva de su pequeña parcela en el corral. Por cualquier razón. Cada cual esgrime la suya. Que si no les gusta la jerigonza, también suya, porque es de los otros. Que si en sus libros antiguos esas tierras les pertenecían desde tiempos inmemoriales y nadie como ellos manejan el hacha y sabe bailar sus danzas sobre los troncos cortados. Que si les estorba la mitad del zoo que habría que eliminar. Que si todos tengan el mismo peso, la misma altura, la misma pelambre y la misma cara. Que si……..Así, amigos, no puede funcionar el corral. Aunque es el único donde todos pueden levantar la voz para decir que no les gusta.

San Juan, 9 de diciembre de 2020.
José Luis Simón Cámara.