Educación sentimental

Ya me parece demasiado tanto culto a la personalidad. ¡Y qué personalidad! ¿A santo de qué darnos pelos y señales con radiografías y diagnóstico de las roturas que por exceso de velocidad voluntariamente alcanzada se ha hecho en el hombro y el brazo Marc Márquez? ¿Qué nos importa que al emérito le instalen una prótesis en la cadera, izquierda precisamente, para prolongar su cojera? ¿Qué decir de los últimos y edificantes años del otrora excelente jugador de fútbol, Maradona? Nadie como él para ser justamente lo contrario que necesita nuestra juventud. O si Piqué tiene un esguince de la rodilla derecha. Si Ansu Fati es intervenido de la rotura del menisco interior de la rodilla izquierda. Si Sergio Ramos sufre una lesión en el bíceps femoral derecho. Si……. Podríamos seguir la relación interminable de casos.

A veces pienso si es una nueva forma de instruirnos en anatomía. A ver si este pueblo inculto se entera de los huesos, músculos y cartílagos que tenemos. Porque del escaparate exterior, que se deja a otras revistas y reality show del corazón, donde aparecen todo tipo de labios, tetas y culos, y de los líos amorosos, infidelidades, escapadas, enredos financieros, la gente está bastante bien informada. Trátese de la Pantoja, de los Ordóñez, de los Rivera o del mismísimo premio Nobel y la Preysler. En la mayoría de los casos casi siempre nos muestran las intimidades o extremidades de la gente menos digna de imitar. A no ser, aunque me extrañaría mucho tanto nivel de preocupación cultural, que fuera para provocar en el auditorio o espectadores un efecto catártico como en la tragedia griega. Tanto me sorprendería que no puedo creérmelo aunque, dado mi irredento optimismo vital, aún dejo un estrecho resquicio a esa remota posibilidad. ¿Y si, aunque no fuera pretendido, llegara a surtir ese efecto? No siempre se derivan las consecuencias pretendidas de los proyectos programados. Sorpresas nos da la vida. De todos estos asuntos, el populacho, sí, sí, el populacho, ¿a quién si no va dirigida toda esa carnaza? Como en el circo de Roma. “Panem et circenses”. Es lo que necesita. Pan y circo. Y esto incluso desde la televisión pública y en horas de máxima audiencia. Tampoco creo, aunque también está dentro de lo posible, que las guerras, siempre hay alguna aunque sea lejos, estén provocadas para instruir al pueblo en Geografía, porque de muchos países remotos e ignotos nos enteramos de su existencia y de su ubicación por las guerras. ¿Cómo si no íbamos a saber dónde se encuentran las Coreas o Burkina Faso o la Franja del Sinaí o esa ancha extensión de la inmensa África donde se descuartizan los Hutus y los Tutsis? O esas imprecisas aguas de Somalia ¿es África o Asia?, donde los piratas asaltan en lanchas a buques de transporte armados hasta los dientes. Porque las miserias de Bangladesh son ya tan viejas que desde niños, hace de esto muchos años, sabemos que es un territorio movedizo situado al este de la India y regado e inundado por Ganges, monzones y ciclones. Y ¿qué decir de Siria? Mi nieto Juan que nació el año de comienzo del conflicto, ya tiene 9 años, y desde antes de hablar veía sus horribles imágenes en la televisión, me pregunta a menudo, impactado por sus consecuencias en familias y niños: “Ito, ¿cómo sigue la guerra de Siria? ¿Aún no ha acabado?”. Como algunas otras guerras que se prolongan años y años hasta parecer eternas y acabamos habituándonos a ellas como lo hacemos con las muertes en la carretera o los muertos diarios por la pandemia. Creo que esta sociedad, cada vez más empobrecida culturalmente, posee aún nobles y discretos modelos más dignos de imitar que algunos de los aquí mencionados y tan presentes.

San Juan, 6 de diciembre de 2020.
José Luis Simón Cámara.

La Calle

No es que tuviera que dar ninguna explicación a nadie. Esos tiempos, no sé si añorarlos a pesar de las inquietudes inherentes, ya habían pasado. Ahora es a mí mismo a quien tengo que dar una explicación. Porque en el fondo, de lo que se trata, aunque quiera envolverlo con justificaciones de cualquier tipo, es de salir a la calle. El pretexto es lo de menos. En una época era el tabaco. ¡Diablos, me he quedado sin cigarrillos! Era razón suficiente no ya para mí, también para mi domadora, como dice mi amigo Pinki; tanto más que ella también fumaba y, aunque no lo creáis, aún sigue haciéndolo. Era y es una chica de convicciones. Cuando no, eran las cerillas. Algo tan elemental como una caja de cerillas, también se acababa. Porque los mecheros no se encontraban como ahora por todas partes. Aún recuerdo los viejos mecheros Zippo, cuyos poseedores se ufanaban del fuerte clic al cerrarlos. No todos los podían disfrutar. Y antes de éstos los de yesca o los de aquella larga mecha arrollada roja y amarilla con la rueda que hacía saltar la chispa al rozar la piedra. Todo esto ya nos retrotrae a la época de las petacas con picadura, aquellos cálidos recipientes de cuero oscuro, suaves de tanta caricia.

Otras veces era una barra de pan para la cena o para las tostadas de la mañana. O la leche. No queda ni para esta noche. Creía que aún quedaba alguna botella en la despensa y mira por dónde. Porque claro, cuando nacieron los niños recorríamos si era necesario todas las farmacias del pueblo y proximidades hasta encontrar el potito, el chupete, el pañal. A cualquier hora del día o de la noche. Pero ahora, sin fumar, sin bebés, con la despensa llena de leche y de pan. Con el cajón de las pastillas, no muchas, pero algunas, también lleno, con la basura ya en el contenedor, con… ¿Qué excusas voy a darme a mí mismo para salir a la calle? Ya no hay ninguna ni falta que hace. Lo que en el fondo me gusta, la razón oculta por la que a veces faltaban cerillas o cigarrillos, leche o biberones, no era otra que las ganas de salir, el deseo de estirar las piernas, el ansia de respirar el aire de la calle. No encontrarte con nada de frente que te corte el paso, poder avanzar sin tener que abrir ninguna puerta, ningún obstáculo, ninguna barrera, ninguna muralla.

Y claro, eso se da por supuesto, las piernas en forma, las rodillas engrasadas para caminar millas y millas sin necesidad de ir a ninguna parte, sólo por el placer de caminar. ¡Que le pregunten si no a quien no puede dar un paso! ¡Que le pregunten si no, aún me acuerdo de los pocos y tristes días pasados hace mucho tiempo en un estrecho y sombrío calabozo, a quienes tienen cercenada su libertad de movimiento entre los muros de la cárcel! ¡Que le pregunten si no a mi amigo Paco al que veía con frecuencia llegar caminando hasta el mar con la caña de pescar y ahora lo veo entristecido arrastrarse con el andador por las aceras del pueblo! ¡Que le pregunten si no a esos desconocidos armados de muletas articuladas para desplazarse unos metros! Ah! Y esto sin recurrir a los duros y largos días, semanas y meses en que por salud pública se nos ha confinado sin poder movernos libremente, sin poder caminar por las calles, sendas y veredas, sin poder acercarnos a la arena, sin poder sumergirnos en el mar. Si todas estas restricciones, ahora suavizadas, aún penden como espada de Damocles sobre nuestras cabezas, los pretextos, las excusas, todo se convierte en inútil, innecesario. No hace falta ninguna razón para salir a la calle, al aire libre, al aire.

4 de diciembre de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Tanto lamento

No consigo entender tanto lamento por doquier. No ya, claro está, por los muertos y tocados por la pandemia, ¡Dios me libre!; por ellos el mayor de los pesares. Pero no me refiero a ellos, no. Me refiero a las quejas por algunas de las consecuencias de la situación, me refiero al guirigay que montan los medios de comunicación, especialmente la televisión, sobre la imposibilidad, por ejemplo, de ir de compras o de ir a los restaurantes o de ir a casa de la familia. Me parece, en general, mucha blandenguería o mucha imbecilidad andar quejándose de medidas necesarias para conservar el pellejo, cuando es lo que hacemos en una situación de enfermedad, trátese de la gripe, de una subida de tensión, de una angina de pecho o de una gastroenteritis: quedarnos en casa, limitar los contactos, cuidarnos y tomar precauciones. No echemos las culpas a nadie. Ni a los chinos ni al clima ni al gobierno. Es algo que asumimos con naturalidad. Y a lo que intentamos poner remedio. ¿De qué sirve hurgar en los sentimientos de autoflagelación? ¿A qué poder oculto puede servir esa actitud? ¿Quién tiene interés en crear ese clima depresivo? ¿Es tan necesario reunirse con la familia en situaciones tan adversas? Y digo en general, porque entiendo y comprendo que hay casos excepcionales como el de los ancianos. Desde aquellos que, quiero creer que son la mayoría, son atendidos de forma inmejorable, como se merecen, hasta aquellos que están poco menos que arrumbados como un trasto, viejo, ya lo sabemos, en algún lugar donde no estorbe. Por citar los casos extremos y no entrar en una fastidiosa enumeración de la variedad de situaciones intermedias, casi siempre penosas. En todos estos casos pienso que el mayor celo es poco. Porque esos seres, ahora desvalidos en la mayoría de los casos, han sido durante muchos años los que han alimentado, vestido y cuidado de manera cariñosa y permanente a los que ahora, al menos en algunos, pocos, pero lamentables casos, los descuidan, olvidan o incluso maltratan con su falta de cariño. No hace falta pegar para que exista el maltrato. A veces el abandono o descuido afectivo es más cruel que el maltrato físico. Pero ahora me estoy refiriendo a ese gran sector de la población que circula libremente por la calle y lamenta no poder reunirse en bares o en las casas de familiares o amigos para tomarse unas gambas o unas botellas de champán. Y además de lamentarlo como una gran desgracia ponen el grito en el cielo diciendo hasta dónde vamos a llegar. Les sugiero que se relajen, que se tranquilicen y miren un poco a su alrededor.

Y vean que hay gente, bastante gente, cada vez más gente, que no solo no tienen posibilidad de tomarse unas gambas ni una botella de champán. Ni siquiera tienen casa donde poder tomárselas ni amigos con quienes tomárselas. Si acaso un tetrabrik de vino sin refinar, del de antes, un Jumilla o un Don Simón, y unas migajas de pan duro con un pedazo de tocino del terreno sobre el culo de un bidón de latón vuelto del revés. Y, con mucha suerte, con una hoguera al lado, hecha de ramas y maderas recogidas de cualquier derribo. No, no penséis que exagero. ¿Hace acaso tiempo que no vais por esas calles sin escaparates ni luces de navidad, esas calles sin aceras y sin asfalto, esos barrios mal iluminados y con los baches llenos de charcos de las escasas lluvias?

Mirad un poco a vuestro alrededor antes de levantar las manos o los puños en son de queja.

San Juan, 3 de diciembre de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Del gallo y otros cantos

Mi nieta pequeña, Teresa, cuando se despierta muy temprano por la mañana en mi casa, ayudada por su padre se agarra a las rejas de la ventana por donde ya empieza a romper la luz del día y busca con sus ojos, con sus oídos y con sus dedos descubrir el intermitente canto del gallo. La pobre, sólo había podido escuchar hasta ahora, el monótono y sordo zureo de las tórtolas que se enredan en las redes de la galería de la cocina de su casa. Y digo la pobre en el sentido más cariñoso y tierno que puede aplicarse a una niña de apenas 9 meses que ha tenido ¿la suerte, la desgracia?, dejémoslo mejor en la circunstancia de haber nacido en Bruselas. Dios me libre del chovinismo de decir ni de pensar que haber nacido en un lugar u otro de la tierra es una suerte o una desgracia, aunque la verdad es que hay algunos lugares de este planeta donde quizá sea mejor no haber nacido. Pero, bueno, por concretar y limitarnos a los lugares donde hubiera podido nacer de forma, digamos, natural, me referiré a los orígenes de sus padres que en el caso de la madre sería Italia, más concretamente Sicilia, y en el caso de su padre, España, a lo largo de la franja mediterránea entre Murcia y Alicante. Habría que incluir también dentro de ese espacio natural el lugar de trabajo de sus padres, en este caso y ya durante algunos años, Bruselas. Pues bien, de esas tres posibilidades naturales ha sido justamente la última donde la niña vino al mundo. Esa circunstancia unida a que sus padres se conocieron en Londres y utilizaron el inglés como lengua de comunicación, ha contribuido a que la niña, desde el vientre de su madre y a través de las frágiles paredes de su encierro, haya escuchado una jerigonza de sonidos, por el momento indescifrables pero que poco a poco irá identificando. Sin ella saberlo los tiernos pabellones de sus lindas orejitas captan las articulaciones y sonidos más variados, aun sin entenderlos. Eso creemos al menos. Sonidos que van del italiano y el español, lenguas maternas de sus padres, al inglés y el francés e incluso el flamenco. También el zureo de las tórtolas, el piar de los pájaros y, ¡cómo no! el impertinente ruido de la batidora en la cocina, el relajante del agua en el grifo y la ducha, el roce de la escoba sobre el piso,… Pero hasta ahora, y por eso se agarra a los barrotes de la reja de la ventana, aún no había tenido ocasión de escuchar el limpio, transparente y sonoro kikirikí de los gallos que, poco antes de salir el sol, se quitan las legañas de la garganta y despiertan a la luna, dormida en la sedosa almohada de cualquiera de las nubes que se le acercan para arrullarla. Y despiertan a Teresa y despiertan con su carnoso canto a todos los niños de San Juan y de Sicilia y del Siscar y también de Bruselas, si allí aún hubiera gallos y no los hubiera degollado, como dice la leyenda negra, Don Fernando Álvarez de Toledo, Gran Duque de Alba. Algún día le contaré a Teresa cuentos de nuestra historia. Algunos los desmentiré por falsos, por haber sido tergiversaciones interesadas de algunos países contra el floreciente y fructífero imperio español a pesar de sus sombras, pero otros se los confirmaré a fuer de honesto y respetuoso con la historia de los hechos, como la injusta e ingrata decisión de detener a traición y ejecutar vilmente a un heroico defensor de los intereses españoles en Flandes, como demostró su participación en las batallas de san Quintín y de Gravelinas. Me refiero al conde de Egmont, decapitado el 5 de junio de 1568 en el Mercado de Caballos de Bruselas ante los ojos de una multitud sollozante y las lágrimas incluso de su propio verdugo, el Duque de Alba. Felipe II, nacido en Castilla, entendió menos a Europa que su padre, Carlos V, nacido y educado en Flandes, recriado en España y viajero por toda Europa.

San Juan, 1 de Diciembre de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Como truhanes

Hoy, en la explanada aparcamiento de un centro comercial a las afueras de la ciudad, entre coches y casi ocultos bajo las ramas de los árboles, nos hemos reunido a intervalos premeditados un grupo de enmascarados para preparar nuestro próximo asalto. Las cosas se han puesto de tal manera que, como los forajidos del Oeste o los matones del Este, nos vemos obligados por prudencia a reunirnos poco y en lugares donde por la aglomeración podemos pasar más desapercibidos. Estrictas medidas de seguridad. Siempre una coartada. El tique de la compra, la factura de reparación del automóvil en el taller de al lado, la cesta de frutas y verduras de la huerta de Muchamiel o la ficha del carro de compra.

Vamos llegando uno tras otro, tan discretamente que algunos están extraviados en un punto del aparcamiento desde el que no ven al señuelo por la acumulación de coches y el permanente trasiego de personas. No por casualidad se ha elegido aquel punto de encuentro, confluencia de gentes de todo tipo y edad que se desplazan indistintamente al supermercado, a las fruterías y verdulerías, al hospital clínico, a la universidad o incluso al tanatorio. Aparte de gentes que viven en las urbanizaciones adyacentes. Es el lugar menos sospechoso en el que encontrarse gentes con cualquier finalidad, desde la más confesable hasta las más inconfesables. Después de un tiempo, ya largo, desde las últimas actividades conjuntas, estábamos tan distanciados y las circunstancias habían operado tantos cambios que en algunos casos no fue fácil reconocer no solo a los antiguos compañeros sino incluso a los amigos. Los cortes de pelo, el cambio de atuendo, las barrigas crecidas o su ausencia y hasta el aire, dificultaban el reconocimiento. En algunos casos eran los andares, el movimiento, los gestos; y, claro, ya cerca, la voz. El oído puede reconocer a veces mejor un sonido, una voz, que la vista una cara. Parece que la voz cambia menos con el paso del tiempo. Es más reconocible, no sé si tanto como el olor. Resulta curioso que las cosas más intangibles, como la voz y el olor, sean más permanentes y por lo mismo más reconocibles que el aspecto físico de una persona, más cambiante a lo largo del tiempo. Reconocidos todos, después de los preámbulos que incluían preguntas por el estado de salud y por los familiares próximos en estos peligrosos tiempos de pandemia, ha comenzado el objeto de la reunión. En presencia del jefe del operativo, uno de sus lugartenientes ha extraído de una de las mangas del chaleco una cartera bastante bien disimulada. El color y la textura podían confundirse con los de tan inusitada manga, y ha comenzado a distribuir los sobres, cada cual con el nombre correspondiente al del destinatario allí presente. En el interior se encontraban las instrucciones y contraseña del operativo en el que todos nos habíamos conjurado. La fecha era clara, precisa; la hora quedaba en suspenso hasta minutos antes de entrar en acción. Cada uno desde su puesto, estaríamos todos dispuestos, si el azar nos era favorable, porque la necesidad era obvia, a levantarnos al unísono con la consabida consigna, con el grito de guerra que ya transmitió aquel soldado, Filípides, a los atenienses tras la batalla de Maratón: Nike, ¡Victoria!. La única, la gran diferencia con los forajidos o los matones es que estos conjurados no son más que un grupo de profesores y amigos jubilados con casi 70 o más años a la espalda, y el factor aglutinante, el hecho conspirativo, el contenido de esos sobres tan bien guardados no es más que un número de la lotería de navidad conseguido por nuestro compañero y amigo Imanol el riojano. Pues sí, las circunstancias nos han llevado a tanto ritual para tan fútil hecho.

San Juan, 26 de noviembre de 2020.
José Luis Simón Cámara.