¿Será posible que hayamos entrado en un nuevo ciclo de la historia de la humanidad? Hasta ahora ningún acontecimiento, ni siquiera las dos grandes y terribles guerras mundiales del siglo XX, había extendido tanto sus largos brazos como éste que tiene a todo el mundo sin excepción bajo su tenaza. Aquí se han roto los frentes clásicos de las ideologías, de los imperios, de las religiones, de las culturas. El enemigo es ubicuo. Está en todas partes. Salta fronteras, razas, pueblos, calles. Se introduce en la familia. En tu propia familia. Quien te da un abrazo, precisamente ése, puede, sin saberlo, apuñalarte por la espalda. Ya sabéis a qué puñal me refiero. Ése no puede descubrirse con el detector de metales. El que se acerca a ti puede sembrar el veneno, el que te ofrece la mano, el que te ayuda a cruzar la calle. Y la ubicuidad es esencialmente en sentido físico. Se transmite por todos los elementos. Salta por mar, tierra, no sé si también por el fuego y aire, que lo transporta como a aquella lluvia de oro de la que se sirvió Zeus para poseer a Dánae. Y esa ubicuidad es tan sutil que bien podríamos decir que es casi espiritual porque penetra por los intersticios más herméticos, como ha demostrado ya en repetidas ocasiones asaltando al personal sanitario que asiste totalmente enmascarado a los afectados por el virus. A partir de ahora cambiará el concepto de amigo. Ahora será el distante, el que guarda silencio, el que no dice nada. Porque, ya sabéis, por la palabra, por la boca y por la nariz. Sólo la mirada y a distancia. Y no quiero recordar aquí aquellas supersticiones, bastante arraigadas, del “mal de ojo”, ese poder maligno que se atribuía a algunas mujeres capaces de echar un maleficio transmitiendo desgracias, daños, enfermedades, sobre todo a los niños. Dante situaba en la puerta del Infierno aquella frase temible: “Olvidad toda esperanza”. Podemos actualizarla. Olvidad los abrazos y los besos. Olvidad las caricias. ¿Va a conseguir este minúsculo microorganismo que se instale la desconfianza entre los humanos?. Ya estaba entre nosotros. Pero dependiendo de otros factores, quizá con este nuevo rostro, ya trasnochados. Como los orígenes, las procedencias, las razas, las religiones, los atuendos, las costumbres…. Se ha alterado esa antigua escala de valores que nos alejaba o acercaba a las personas, por la costumbre, los prejuicios o el razonamiento. O quizá este nuevo factor se sume a los otros que pueden seguir condicionando nuestras relaciones. Porque de ahora en adelante, cuando lleguemos a la “nueva normalidad” ¿seguiremos confiando como hasta hace no mucho en todos aquellos con quienes estamos en contacto? Y no me refiero ya al carnicero que manosea y parte la carne que vamos a comernos. Ni al camarero que nos sirve una ensaladilla. Ni al carpintero que nos arregla una silla. Ni…
Me refiero a todos los oficios, a todos los trabajos, a todos los que están en contacto con nosotros. ¿Acabaremos llevando un detector del virus para andar por la calle y cambiar de acera cuando suene por la proximidad de un posible portador? ¿Nos alejará del bar al que solíamos ir, donde solíamos encontrarnos con nuestros amigos, porque alguien extraño, alguien desconocido, ha ocupado nuestro lugar en la barra? ¿Hasta dónde puede llevarnos esta situación? ¿Estaremos en otro peldaño de aquella escalera que comenzó con la edad de piedra, después la de los metales y ha seguido sin llegar nunca a tocar el cielo como pretendían los artífices de la torre de Babel? Estos son los hechos. Seamos capaces de asimilarlos e impedir que frenen los costosos avances de la especie.
San Juan, 30 de abril de 2020.
José Luis Simón Cámara.